Un misterio de presencia, de perdón y de resurrección

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Tertium Millennium, n° 5, noviembre 1997 (revista del Comité Central del Gran Jubileo del año 2000)

El sentido de la vida y su verdad, el porqué nacemos, el porqué recibimos la carne que constituye nuestro cuerpo, el porqué se desarrollan los pensamientos que nacen en nosotros, aquello que a uno le preocupa; el porqué al día le sigue la noche y a la noche el día, el porqué se suceden los meses y los años; el sentido de todo esto no coincide con lo que podemos imagi-nar o decidir nosotros: es misterioso. Nadie lo sabe, ningún profeta: «ni siquiera el Hijo, sólo el Padre», dice el Santo Evangelio.
El sentido de nuestra vida es misterioso; está “en las manos de Dios”, como decían nuestros mayores. “En las manos de Dios”, como logramos decir en alguna ocasión también nosotros, con menor fuerza y verdad que ellos. Pero el “estar en las manos de Dios" significa ante todo que cualquier cosa que determine nuestra vida, cualquier circunstancia cotidiana que nos toque vivir, cualquier acontecimiento, todo, es para algo positivo, para un bien. No se puede separar la idea de Misterio de Dios de la palabra bien.
Todo está en las manos de Dios, y por tanto todo es para bien. ¿Cuál es el mejor legado que puede dejar un padre a sus hijos cuando se detiene un momento y los mira con la perspectiva de su destino? Que todo es bien.
Y este bien se afirma como sentido total del tiempo, y por lo tanto, de cada acción con la que el hombre tiende a su destino.
Existe un nombre que identifica este bien: identifica su naturaleza y su origen, su posibilidad de entrar en el tiempo, y lo identifica como solución final del drama humano en su dimensión existencia! e histórica. Es el nombre del bien en su esencia original y por tanto última. Este nombre indica una persona humana que entra en la historia de todos los hombres y en la vida del individuo. Este nombre se manifiesta en un momento preciso del tiempo como la sustancia misma del bien, la fuente de todo bien que revela de un modo definitivo en qué consiste el bien: el Bien toca ya el tiempo.
«Entonces llegó, en un momento predeterminado, un momento en el tiempo y del tiempo,/ un momento no fuera del tiempo, sino en el tiempo, en lo que llamamos historia: cortando, bisecando el mundo del tiempo.../ Un momento en el tiempo, pero el tiempo se hizo mediante ese momento, pues sin significado no hay tiempo, y ese momento del tiempo dio el significado» (T. S. Eliot, Coros de "La Piedra"). En la historia humana este nombre es Jesús de Nazaret.
Cristo es un hombre que, al identificarse con el Misterio, lo revela, lo comunica, da a conocer al hombre el Misterio mismo que origina las cosas, del que todo está hecho y al que todo está destinado. El Misterio que hace todas las cosas se identifica con Jesucristo. Y ya que éste es el nombre de uno entre nosotros, quien le reconoce y le sigue, como hicieron Juan y Andrés (cfr. Jn 1, 35ss), ve sorprendido cómo cambia su mirada hacia los demás, hacia las cosas, cómo cambia el sentimiento del tiempo que corre entre nuestras manos y el aprecio por el fruto de nuestro trabajo. ¡Cómo se difumina en nuestros pensamientos, en nuestra vida diaria este “Tú”, que es más profundamente verdadero que el tú que diriges a tu hijo, a tu mujer y a tu marido, del tú que nos dirigimos unos a otros! ¡Ojalá el significado (la verdad) del mundo y de la vida lo sacuda todo, exceda totalmente, desborde por completo nuestras formas de pensar, de medir, de exigir, de tener pretensiones, y coincida con el Misterio de felicidad y de bien que lleva un nombre porque se encamó, se hizo uno de nosotros y permanece entre nosotros!
Decir “Tú” a esta presencia debería convertirse cada día en la necesidad más urgente, en un ímpetu de relación que atraviese todas las relaciones haciéndolas distintas; quien quiera que yo sea, como quiera que yo sea, santo o pecador, jamás obviando lo que define nuestro ser pecadores que es soberana, profunda, globalmente un olvido es Cristo, su figura fundamenta en el perdón la relación entre la acción y su destino. El perdón es un factor que procede de fuera de la acción; sin él, la acción se desvanecería en una nada maligna, no podríamos recordarla, no habría sucedido nada, no originaría una historia, no construiría nada.
El toque del Misterio en nuestra vida es precisamente este factor que viene de fuera y que el hombre entiende cuando se revela. Y el Misterio se revela entrando en la vida del individuo y, por tanto, en la sociedad y en la historia como perdón. Si reflexionáramos, nos daríamos cuenta de que no sería posible retomar la relación con la esposa o el marido, ni con el amigo, sin caer en un olvido humillante, sin censurar el recuerdo del mal que hemos sufrido. Olvido que es símbolo y signo de la nada en la que todo acaba. Nuestra relación, para ser duradera, tendría que caer en el olvido, a menos que nos dejáramos aferrar por un factor más grande que nosotros, que nos haría vivir la relación en el perdón. ¡Y al mirar nuestra propia existencia esto se nos impone!: sin perdón no podríamos existir, no podríamos continuar viviendo.
Yo no puedo considerar mi acción prescindiendo de este perdón que sobreviene desde fuera de mí, desde el Misterio mismo que hace las cosas y me alcanza, me abraza y me infunde valor. Sólo el perdón me hace capaz de una continuidad, porque me posibilita volver a empezar siempre de nuevo La presencia de este factor de perdón tiene un nombre, Jesús. Si su recuerdo se multiplicara a lo largo de la jomada, si su memoria se hiciera familiar, comprenderíamos mejor el valor de nuestras acciones, tanto en su primer aspecto misterioso que nos impulsa hacia la felicidad, como en su segundo aspecto: la desilusión por nuestra incapacidad, dolor e imperfección que siempre va unida al impulso lleno de gratitud por ese valor positivo último que tiene todo lo que hacemos cuando se ve traspasado por el perdón, que hace posible la experiencia de una plenitud.
que a los 20, 30 ó 40 años ya no puede ser el del niño, que casi inspira ternura. Nuestro olvido tiene una raíz mala, es una mentira, radica en una mentira. Y, de hecho, es el padre de la mentira. Satanás, quien lo favorece.
La vida del mundo se define por la lucha que establece el valor del tiempo: la lucha entre los hijos de las tinieblas, entre quien elige ser hijo del olvido, generado por el padre de la mentira y por tanto atado encarnecidamente al olvido, y los hijos de la luz, que gritan a Aquel que, estando presente en el mundo en favor de nuestra debilidad y oscuridad de caminantes, está como ausente.
¡Tú, Señor, que todavía estás como ausente, hazte presente en mi vida! Que al levantamos cada mañana lo primero que digamos con el corazón sea “Tú” a Aquel que nos está acompañando, al Destino que es Él mismo: nos hizo para Él y constituye nuestra misma carne, nuestros huesos, la naturaleza de nuestra persona. Un día que por gracia de Dios transcurra en la conciencia de su presencia, de la relación con Él. es un día victorioso, aunque haya estado lleno de sufrimientos.
Ahora bien, este significado misterioso, esta sabiduría misteriosa que nadie puede imaginar, y que también nosotros olvidamos continuamente, es Jesucristo, es el hombre Cristo, un hombre nacido de una mujer. El Misterio de Dios que ha hecho el mundo entero no podía llegar a nuestro lado de una forma más realista. El Misterio de sabiduría que gobierna el mundo, por el que se hizo el mundo, es Cristo, nacido de la Virgen. Lo que hace sabio nuestro día, el misterioso sentido que sostiene y sustenta nuestros días, y da significado a nuestro vivir v cotidiano, es Jesucristo.
Mi acción no está sólo definida por los factores que la constituyen, por los factores en los que puedo analizarla y con los que puedo descubrir su hechura; cada acción está definida en última instancia por un factor que la supera. Si este factor
Es lo que le sucede al niño que ha cometido un error y en cuyos ojos no domina el haber roto algo, sino su madre que lo mira sonriendo, o su padre que lo abraza. Poner ante los ojos nuestro yo como recuerdo pesaroso de un sujeto malvado es una afirmación injusta de algo que está superado, purificado, redimido. Es más justo mirarte a Ti, oh Cristo, que me perdonas, que mirarme a mí, que me he equivocado. La definición de nuestra persona y de nuestros actos no es completa si no tiene presente el acuciante amor que la abraza siempre, en cualquier situación, y que se llama perdón en cuanto fenómeno, pero que se llama Jesús, Hijo del Padre, en cuanto expresión de la naturaleza del misterio del Ser hacia nosotros. Tam pater nemo, “como este padre, nadie”, decían los antiguos.
Por tanto, la presencia en nuestra conciencia del “Tú” al que hemos aludido es importante para comprender lo que hacemos, para devolver la salud a lo que está enfermo en nosotros, para revestir de gratuidad lo que de bueno nos sucede, para abrir la esperanza al futuro, y por tanto hacer del día presente. del drama presente, historia, factores de una historia buena.
Cristo se cierne sobre el instante que vives como significado de tu tiempo.
«Es un fantasma», decían los apóstoles cuando lo vieron caminar sobre el lago en la tempestad. Cristo no es un fantasma, es la presencia constitutiva del valor de la acción; tanto es así que hace posible la continuidad en el tiempo, la generación nueva, el perdón. Cristo se cierne sobre el instante efímero haciéndolo historia, abriéndolo, impidiendo que todo acabe en nada. Lo que impide este final, lo que convierte en historia el instante, aquello para lo que estamos hechos y que se corresponde con la naturaleza de nuestro corazón, es Cristo, Verbo hecho carne, que nos acompaña todos los días hasta el fin del mundo.
Este hombre-Dios, Jesús de Nazaret muerto y resucitado, presente en la Iglesia, Su Cuerpo misterioso, define el instante como inicio de una historia a partir de la cual se genera el rostro eterno de la persona y de la compañía humana. El Eterno abraza y toma consigo cada aspecto de nuestra vida presente. La presencia de Cristo nos perdona, liberando así el instante de la cárcel del pasado, mediante un gesto; su Presencia nos abraza en el perdón -restaurando el valor del presente como inicio de una historia que no se termina- mediante un gesto: el sacramento de la Eucaristía. El Misterio del perdón
y de la resurrección abraza, purificándola, mi acción; convierte la acción, por pequeña que sea, en "mérito”, haciendo así que lo efímero de nuestra vida sea proporcionado a lo eterno. La Eucaristía como gesto cotidiano es el signo eficaz del Misterio de la Resurrección que permite aceptar de manera razonable lo humano, de otra forma incompleto. Es el signo eficaz de lo eterno que emerge en lo contingente, en lo efímero de mi vida. Es el signo más grande de lo que hace de mi vida una historia de verdad y de amor.