Terrorismo, venganza, defensa, guerra y paz
“Por aquel mismo tiempo unos se presentaron a Jesús y le hablaron de aquellos galileos a quienes Pilato había hecho matar cuando ofrecían el sacrificio, mezclando así su sangre con la de los animales sacrificados. Jesús dijo: ¿Creéis vosotros que esos galileos sufrieron tal suerte porque fueran más pecadores que todos los demás? Pues yo os digo que no. Y añadiré que, si no os convertís, también vosotros todos moriréis. ¿O creéis que aquellos dieciocho que murieron al derrumbarse la torre de Siloé eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Pues yo os digo que no. Y añadiré que, si no os convertís, también vosotros todos moriréis”.
INTRODUCCIÓN
Los temas de mi discurso, indicados en el título, han acompañado siempre a la humanidad, desde que Caín alzó la mano a traición sobre Abel y lo mató (Gén 4, 8) y desde que Dios declaró: “al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces” (Gén 1,15), hasta que Jesús habló: “os dejo la paz, os doy mi paz” (Jn. 14, 27).
Pero en estos meses, a partir del 11 de septiembre, tales temas se han vuelto de ardiente actualidad.
Los hechos los conocemos: gravísimos atentados terroristas que revelan una capacidad inaudita de odio y fanatismo, que se sirve de tecnologías refinadas y se nutre de formas hasta ahora inéditas de fundamentalismo civil y religioso (pensamos en todos los aspirantes suicidas). A los atentados les ha seguido una acción de caza a los terroristas que ha desembocado en una guerra en Afganistán. En estos últimos días, pues, se han multiplicado vergonzosos atentados suicidas contra ciudadanos inermes en Israel, a los que le han seguido a continuación venganzas y acciones militares en Palestina, en lugares donde ya desde años hay un crecimiento de la violencia, de la que no se ve el fin.
1.- Una mirada al Evangelio (Lc 13, 1-5)
Estos hechos nos duelen, nos interpelan, nos trastornan. Pensamos con dolor en los innumerables muertos, en los heridos que llevarán para toda la vida el signo de la tragedia, en las familias destruidas, en los millones de prófugos, en el llanto de los niños mutilados. Preguntas de carácter humano y religioso y también de carácter político. Se querría comprender, juzgar, ver qué hacer para terminar con el terrorismo, el miedo, la guerra, cómo actuar seriamente para una paz duradera.
Ciertamente la situación es también demasiado compleja y fluida para describirla de manera adecuada. Cada día, pues, añade su sorpresa, por lo demás dolorosa. He iniciado estas reflexiones partiendo sobre todo del atentado a las Torres Gemelas, pero los acontecimientos en Afganistán y, en los últimos días, el recrudecimiento de los destrozos en Oriente Medio han alargado poco a poco mi campo de discernimiento. Por lo demás, es innegable que en la preparación de la tragedia del 11 de septiembre ha tenido un papel no secundario el resentimiento acumulado en el viejo conflicto israelo-palestino. Por eso me he preguntado con insistencia y he preguntado al Señor: en esta vorágine de nuestra historia ¿realmente tiene sentido hablar de paz? Y ¿de qué manera? Y ¿a qué precio?
Hablando, leyendo y oyendo mucho, me he dado cuenta de cómo son también divergentes las opiniones. Son múltiples los puntos de vista, los ángulos de visión; fortísimas las pasiones, las implicaciones emotivas; resistentes al resquebrajamiento de las pre-comprensiones, sobre todo las inconscientes. Parecería más sabio atender, rogar y por eso sanar y curar, en la medida de lo posible, las heridas, como en una situación de emergencia. Pero San Ambrosio no se substrajo a la reflexión ni al intento de un juicio sobre hechos tan graves, públicos y controvertidos de su tiempo. Por eso su humilde sucesor pide, por la intercesión de nuestro Patrón y con la ayuda de las plegarias y de las sugerencias de tanta gente, la gracia de poder hablar en voz alta de estas cosas ante Dios, el Evangelio y la conciencia de la humanidad.
Son numerosas las páginas bíblicas evocadas en estos meses para buscar luz en la palabra de Dios. Yo querría partir del pasaje evangélico de Lucas (13, 1-5) que se han leído durante la oración vespertina: se trata de dos afirmaciones o reacciones de Jesús, puesto frente a hechos graves de sangre con origen político y también ante dolorosas calamidades naturales.
“Por aquel mismo tiempo unos se presentaron a Jesús y le hablaron de aquellos galileos a quienes Pilato había hecho matar cuando ofrecían el sacrificio, mezclando así su sangre con la de los animales sacrificados. Jesús dijo: ¿Creéis vosotros que esos galileos sufrieron tal suerte porque fueran más pecadores que todos los demás? Pues yo os digo que no. Y añadiré que, si no os convertís, también vosotros todos moriréis. ¿O creéis que aquellos dieciocho que murieron al derrumbarse la torre de Siloé eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Pues yo os digo que no. Y añadiré que, si no os convertís, también vosotros todos moriréis”.
Observo una peculiaridad curiosa. San Ambrosio, que también comenta con agudeza y a veces con pedantería el tercer evangelio completo, sobre este punto es reticente. Sobrevolando sobre cualquier sentimiento antirromano que pudiera suscitar por el crimen de Pilato, se limita a una simple afirmación marginal, estableciendo una hipótesis para la masacre de Jerusalén, una culpa ritual de los Galileos asesinados, hasta el punto de hacer de esto un caso ejemplar de castigo “para aquellos que bajo la instigación diabólica no ofrecen el sacrificio con alma pura (Esp. del Van. Sec. Luca, VII, 159). Evita, por tanto, dejarse envolver por las arduas preguntas políticas y teológicas que surgen de tales acontecimientos y deja sin comentar el desconcertante e inesperado comportamiento de Jesús. Pero nosotros no haremos lo mismo.
Jesús se encuentra ante un entramado de problemas éticos, teológicos y políticos. Los interrogantes que suscita son análogos, pero superiores por su gravedad, a aquello sobre lo que después será interrogado a propósito del tributo que hay que pagar al César (Lc 20, 20-26): pregunta esta última –advierte el evangelista Lucas- planteada “por informadores que fingían ser personas honestas, para cogerlo en un fallo en sus palabras y después entregarlo a la autoridad y al poder del gobernador” (Lc 20, 20).
Se trata aquí igualmente de preguntas con trampa, pero a propósito de hechos muy turbadores. Aquí está en cuestión lo que nosotros llamaríamos una “matanza de Estado”, querida por el representante del emperador y, además, perpetrada en el lugar sagrado del tempo. Por tanto, una masacre sucedida probablemente durante la festividad pascual, en la que debieron ser asesinadas muchas personas, quizá terroristas dispuestos al sacrificio supremo. No sabemos cuantos fueron, pero es suficiente recordar que algunos años antes el predecesor de Pilato había matado en una sola ocasión a tres mil hebreos.
Jesús es provocado para expresarse y dar un juicio: ¿condenará el asesinato político, que quería en definitiva humillar a los hebreos y profanar el templo? ¿Gritará contra la crueldad y el cinismo del régimen dominante? O acaso, como otros en Israel que sostenían que la dominación extranjera era un mal menor frente a un posible caos, ¿dirá que no trató de una dolorosa operación de legítima defensa, de una represión inevitable para impedir nuevas matanzas por un terrorismo suicida y sin controles? ¿Acaso no hubo un tiempo en el que el mismo profeta Jeremías desaconsejó actos de resistencia inútil frente al conquistador babilónico? Imagino que Jesús sentiría sobre sí la pregunta que un día le dirigieron los judíos en el templo: “¿Hasta cuándo tendrás en peso nuestro espíritu? Si tú eres en verdad el Cristo, dínoslo abiertamente”. En nuestro caso: haznos saber, tú que lo sabes todo, de que parte está la verdad y de que parte está la injusticia.
También la segunda situación narrada por Lucas 13, 1-5 reclama preguntas actuales. Ésta se fija en una calamidad natural, la caída de una torre en Jerusalén que arrolla a dieciocho personas (nosotros pensamos en los accidentes y dramas de estos últimos tiempos: los desastres del túnel del Mont Blanc y del Gotardo, el trágico accidente de Linate, los accidentes aéreos de las últimas semanas, los desastres por las fugas de gas...). Entonces, como ahora, tales accidentes suscitaban muchas preguntas: ¿se trata de calamidades inevitables o son fruto de la negligencia, de error humano o de inconsciencia o de imprudencia inexcusables? ¿Quién es culpable? ¿Quién debía vigilar? ¿Qué autoridad ha omitido los debidos controles, ha infravalorado las protestas, etc...?
Los dos episodios le han sido planteados a Jesús para que tome posición. Muchos esperaban, como he indicado antes, que él se manifestara contra el tirano Pilato, otros querrían que criticase a los galileos como terroristas insensatos. A propósito de la caída de la torre hay que fijarse que denuncia con palabras incendiarias la incuria de los gobernantes o, por el contrario, reprocha la imprudencia culpable de la gente.
En cambio, sucede lo imprevisto. Jesús no toma posición ni a favor ni en contra de ninguna de las personas implicadas, no se manifiesta sobre los protagonistas directos que hubieran de tenerse por culpables. Proclama, es verdad, un juicio propio en el que deberemos profundizar. Pero su voz está por encima de todos los temas, aunque sean graves, de la política corriente. Esto puede sorprender, desilusionar o turbar. Veremos lo que quiere decir para nuestros días. Advirtamos también desde ahora que sucede aquí lo que afirmaba un reciente historiador de los orígenes del cristianismo: “En relación con los profetas clásicos de Israel, el Jesús histórico es marcadamente silencioso en relación con muchas cuestiones sociales y políticas candentes de su tiempo... El Jesús histórico trastorna no sólo algunas ideologías sino todas las ideologías” (J. P. Meier. Un ebreo marginale. “Ripensare il Gesú storico”, Brescia, 2001, p. 189).
2.- Las preguntas de hoy
Algo semejante sucede hoy. Los interrogantes sobre hechos históricos y sobre los acontecimientos dramáticos de nuestros días son tantos y comprensiblemente cargados de emociones contenidas, de precomprensiones afectivas y también de prejuicios. Y no en vano algunas autoridades morales invocan respuestas inmediatas y clarificadoras (¡sobre todo con la esperanza de ser confirmados en aquello que cada uno ha juzgado ya en su interior!). Particularmente son muchos los interrogantes graves que se plantea el hombre de la calle ante las noticias y las imágenes televisivas de estos meses y de estos días.
La primera se refiere a los autores de gestos de terrorismo, a partir de los más clamorosos y homicidas, especialmente los que están conectados con el suicidio del que atenta, y existe la pregunta sobre el por qué ¿Por qué un ser humano puede llegar a tanta crueldad y ceguera? Se pregunta en qué oscuros meandros de la conciencia se pueden albergar tales sentimientos de odio, de fanatismo político y religioso, qué resentimientos personales y sentido de humillación colectiva pueden estar en la raíz de tales decisiones locas. Nada ni nadie podrá justificar nunca tales actos o darles algún tipo de apariencia, aunque sea larvada, de legitimación. Pero nos debemos preguntar: todos nosotros ¿nos hemos fijado en el pasado, en relación con otras personas y pueblos, lo grandes y explosivas que podrían, convertirse poco a poco en resentimientos y cuanto podrían contribuir nuestros, comportamientos de hecho para atizar en el silencio llamaradas de rebelión y de odio?
No puedo, a propósito de la primera pregunta, dejar de subrayar la tremenda responsabilidad de quien, quizá dotado de grandes medios de fortuna, ha aprendido a explotar los resentimientos y a dotarlos de instrumentos de muerte, financiando, armando y organizando a los terroristas en cualquier parte del mundo, incluso también cerca de nosotros. Principalmente nos sirven las palabras de Jesús sobre quien explota así las debilidades de personas sencillas: “¡mejor le sería que le atasen al cuello una rueda de molino de asno, y fuera tirado a los abismos del mar!” (Mt 18,6). Y tampoco puedo olvidar lo que Jesús decía en el Sermón de la Montaña prohibiendo hasta una palabra ofensiva porque contiene ya los gérmenes del odio y del homicidio (Mt 5, 22: “quien dice al hermano ‘¡loco!’, será sometido al fuego del Infierno”).
Quien de nosotros tiene edad para recordar los primeros tiempos de la contestación (finales de los años sesenta, inicio de los años setenta) sabe que el descuido y la superficialidad, manifestada también por quien debería tener la responsabilidad de juzgar y de castigar lo que se refiere a pequeños actos de vandalismo y desprecio del bien público, ha abierto el camino a gestos muy graves y mortíferos. Quien hoy tira la piedra y se siente impune mañana podrá arrojar la bomba o empuñar la pistola. La “tolerancia cero”, apoyada por una regla evangélica, es para cualquier palabra y gesto de odio.
Además de la pregunta de un juicio humano y moral severo, también sobre cualquier pequeña raíz de desprecio y de odio –de cualquier parte que provenga y contra cualquiera que se realice, para desenmascararla, y en cuanto es posible, para exorcizarla y desenmascararla- aparece con insistencia en el corazón de la gente también una segunda pregunta, sobre todo de naturaleza política y militar: ¿qué tipo de operaciones de las que se están haciendo contra el terrorismo será eficaz? ¿Es cierto que servirá para desanimar a los terroristas, para acabar con los episodios de los hombres-bomba, para crear las condiciones que superen las causas de tanta inquietud? Muy pocos entre nosotros tienen respuestas ciertas y articuladas para todas estas cuestiones, también por su complejidad, escenarios y episodios diversos y mutables a los que se refieren. Lo cual no quita que estas pesen en las conciencias de todos, en particular de quienes son los más directamente responsables de programas las operaciones contra el terrorismo, para determinar las medidas políticas, económicas, judiciales, culturales que se consideran necesarias. Sólo ellos conocer de cerca las circunstancias y la eficacia, positiva y negativa, de los bombardeos y de otras acciones de guerra, dato que los mismos mass media no parece que tengan un acceso sin límites a las fuentes directas de los datos y de las estrategias militares. Aunque a tal pregunta no nos atrevemos a darle aquí una respuesta; pero está estrechamente conectada con la siguiente.
La tercera pregunta es de tipo ético: lo que se ha hecho y se está haciendo contra el terrorismo, especialmente en lo bélico ¿permanece en los límites de la legítima defensa, o presenta la figura, al menos en algunos casos, de la venganza, del exceso de violencia, de la venganza? Está claro que el derecho de legítima defensa no se le puede negar a ninguno, ni siquiera en nombre de un principio evangélico. Es necesaria, además, una continua vigilancia, un constante dominio sobre sí mismo y sobre las pasiones individuales y colectivas, para conseguir que en la acción necesaria de prevención y de justicia no se insinúe la voluntad de revancha y la desmesura de la venganza. Se tenía la impresión de que estos principios de cautela estuvieran presentes en los primeros días de la reacción a los terribles atentados del 11 de septiembre. Pero ¿en qué punto estamos ahora? ¿Acaso no tienen el ansia de victoria y el dinamismo de la violencia fácil disminuyendo los límites de la vigilancia sobre las acciones de guerra que podrían no ser estrictamente necesarias en relación con los objetivos originarios y sobre todo castigar a poblaciones inermes? Es aquí donde el principio de legítima defensa se pone gravemente en cuestión, ya que no se puede impunemente avanzar más, sin crear odios y conflictos mayores que los que se pretende solucionar. Esto en particular parece ser el caso, es doloroso decirlo, de lo que continúa sucediendo de manera creciente en Medio Oriente. Por una parte un terrorismo loco y suicida contra ciudadanos pacíficos, entre los que hay tantos niños, un terrorismo que no conduce a nada y que suscita un aumento de ira, indignación y horror. Por otra parte actos de represalia, difícilmente definibles también como operaciones de legítima defensa, que golpean a poblaciones inermes, y también aquí tanto niños. Se añaden aquí, cada vez más, acciones verdaderas y propias acciones bélicas, frente a los que, incluso el observador más imparcial y sinceramente deseoso y convencido de una seguridad plena para el país que actúa así, no logra elegir cual sea la estrategia de la paz y de la seguridad que además está siempre en el deseo de todo aquel pueblo cuya supervivencia es esencial para el futuro de la paz en la región y en el mundo entero.
Las tres preguntas están en el corazón de tanta gente y sobre ellas habría mucho que discutir. En cualquier caso, incluso haciendo referencia a elementos éticos de extrema gravedad, no son de la competencia de la Iglesia y frecuentemente ni en primera instancia. No corresponde a la Iglesia dar el último juicio práctico sobre algunos actos de los que sólo pocos conocen las condiciones últimas y exactas.
Suscitado preguntas como las hechas anteriormente no he querido tanto expresar juicios definitivos como ayudarme y ayudaros a reflexionar seriamente y sobre todo para estimular a los profesionales competentes y a los responsables para que todos coloquen su opinión y acción sobre una balanza de rigurosa justicia y de respeto con los derechos humanos de cada uno. Tales responsables, verdaderamente competentes, probablemente no son muchos. Ciertamente muchos menos de los que se piensa o que de los que aparecen, en función del número y de la multiplicidad de las opiniones que se formulan, frecuentemente con tanta seguridad. Son pocos, en efecto, los que conocen a fondo todos los datos disponibles sobre terroristas, sus proyectos, sus recursos; pocas las noticias que realmente filtran sobre actos de guerra y sus consecuencias, la naturaleza de las resistencias y los ámbitos de las estrategias. Las autoridades políticas y militares responsables, -de ello me doy cuenta- pagan aquí una cantidad ardua de soledad frente a decisiones que afectan a la vida de millones de personas.
Por eso hay que apreciar más el control democrático estable y metódico que ejercen los Parlamentos y una opinión pública inteligente y no partidista, correctamente informada primero sobre el lanzamiento y después sobre la conducción de las intervenciones ocasionales.
3.- La postura de Jesús
En este punto nos impresiona y nos agita todavía más la postura de Jesús en el pasaje de Lucas, del que hemos partido y al que ahora quiero volver. En efecto, hay una pregunta posterior, además de las indicadas a propósito de los hechos actuales de terrorismo y de guerra. Es una pregunta muy simple, de naturaleza evangélica. Suena así: ¿qué nos diría hoy Jesús sobre todo lo que hemos evocado hasta ahora? ¿Qué nos sugeriría, de acuerdo con el Sermón de la Montaña, en el cuadro de las bienaventuranzas de los misericordiosos y de los que trabajan por la paz?
En la página de Lc 13, 1-5 Jesús no entra en ninguno de los problemas que tienen in mente sus interlocutores y que se entrometían atribuyendo culpabilidades por graves hechos de sangre, buscando chivos expiatorios. Superando cualquier juicio moral categorial sobre acciones de individuos o de grupos, Jesús envía a la raíz profunda de todos estos males, es decir, a la condición pecadora de todos, a la connivencia interior de cada uno con la violencia y el mal, repitiendo por dos veces: “si no os convertís, también vosotros todos moriréis”. Él invita a buscar en cada uno de nosotros los signos de la complicidad con la injusticia. Amonesta no a limitarse a erradicarla aquí o allá, sino a cambiar de escala de valores, a cambiar de vida.
Esto en un primer momento nos sorprende. Nos parece una huída del presente, un volar muy alto frente a acontecimientos que reclaman urgentemente decisiones y juicios. Nos parece que es generalizar un problema con el peligro de confundir equivocaciones y razones, verdugos y víctimas, todos unidos bajo un mismo denominador.
Pero Jesús de ninguna manera pretende quitarle a nadie su responsabilidad concreta. Cada uno es responsable de sus propias acciones y de sus consecuencias. Por esto Jesús dijo a Pedro, que intentaba defenderlo mediante la fuerza cuando vinieron a arrestarlo: “Guarda esa espada. Todos los que empuñan espada, a espada morirán” (Mt 26, 52). Él sabe que cada uno debe tomar sus decisiones morales ante cada situación.
Pero también le importa mucho señalar que los esfuerzos humanos por destruir el mal con la fuerza de las armas nunca tendrá un efecto duradero si no se toma seriamente conciencia de que las causas profundas del mal están dentro, en el corazón y en la vida de cada persona, etnia, grupo, nación, institución que está en connivencia con la injusticia. Si no se tocan estos ámbitos más profundos cambiando nuestra escala de valore, muy pronto nos encontraremos frente a aquellos males que hemos intentado eliminar con todas las fuerzas externas.
Y por eso los obispos venidos de todo el mundo y reunidos en Sínodo en el mes de octubre del 2001 han evaluado la situación actual. Cito del mensaje final: “nuestra asamblea, en comunión con el Santo Padre ha expresado un sufrimiento muy vivo por las víctimas de los atentados del 11 de septiembre y por sus familias. Oramos por ellos y por todas las víctimas del terrorismo en el mundo. Condenamos de manera absoluta el terrorismo, que nada lo puede justificar. Por otro lado no hemos podido desoír, en el trascurso del Sínodo, el eco de tantos otros dramas colectivos... Según observadores competentes de la economía mundial, el 80% de la población del planeta vive con el 20% de sus recursos y mil doscientos millones de personas están obligados a vivir con menos de un dólar al día. Se impone un cambio de tipo moral” (nn. 9-19). Y ahora los obispos enumeran algunos “males endémicos, con frecuencia infravalorados, que pueden llevar a la desesperación a poblaciones enteras. ¿Cómo callar frente al drama persistente del hambre y de la extrema pobreza, en una época en la que la humanidad tiene a su disposición, como nunca los ha tenido, instrumentos para una justa participación? No podemos dejar de expresar nuestra solidaridad con la masa de refugiados y de los inmigrantes que, a causa de la guerra, como consecuencia de la opresión política o de discriminación económica, están obligados a abandonar su propia tierra...” (n. 11).
Son tantos los males que deplorar y que vencer: además del terrorismo y la violencia se condena toda injusticia y se elimina cualquier afrenta a la dignidad humana.
Nos preguntamos: ¿será posible un cambio de tendencia de tal envergadura? Nos atrevemos a afirmar que sí, sobre todo porque tal reordenación de la escala de valores es necesario para la superación de una conflictividad creciente que envía a la destrucción mutua de los contendientes. En segundo lugar porque contamos con la gracia de Dios y con la racionalidad profunda del hombre. En tercer lugar porque como cristianos (y también en esto nos distinguimos de un mundo Occidental hasta hace poco seguro de sí pero ahora mucho más incierto y cada vez más pobre en esperanza trascendente) tenemos la certeza de que si el mal abunda es para que sobreabunden la gracia de la conversión y del perdón. Incluso si dejamos al Señor de la historia el cómputo de los tiempos, sabemos que es muy posible que madure de nuevo en Occidente, quizá también empujada por acontecimientos tan dramáticos, una percepción sobre la necesidad de un cambio de vida, la adopción de una nueva escala de valores. En un artículo reciente se hablaba, a propósito de tal reconocimiento, de “apocalipsis”, en el sentido etimológico de un “alzar el velo”, de una “revelación”. (Enzo Bianchi, El Apocalipsis del 11 de septiembre. La Reppublica 27.10.01). En nuestro contexto se trata de una revelación del mal en el que estamos inmersos, de lo absurdo de una sociedad cuyo dios es el dinero, cuya ley es el éxito y cuyo tiempo se mide por los horarios de apertura de las bolsas mundiales. Una sociedad que casi alcanza el ridículo en su búsqueda afanosa de inversiones virtuales, de transacciones puramente mediáticas y que pretende exportar mesiánicamente este modo de ver por todo el mundo. Tal globalización es justo rechazarla. Como ha escrito recientemente Tommaso Padoa Schioppa “el camino que lleva a la seguridad es más largo que el que ha llevado a Kabul. El camino es también demasiado fatigoso, porque nosotros somos los que debemos caminar sobre el mismo, no los militares o los países lejanos. Y caminar quiere decir modificar nuestros modos de vivir, nuestros pensamientos, nuestros sistemas políticos. Podríamos preguntarnos ¿hemos comenzado?”. (Corriere della Sera, 18.11.01). Pero si esto vale para la economía y la política, ¿porqué no deberían abrirse también en el campo de la moralidad nuevos espacios para un compromiso renovado de seriedad y de justicia, para una búsqueda del significado profundo de la vida, para una mayor apertura al misterio de Dios? ¿Acaso Dios no ha “encerrado a todos en la desobediencia” de los conflictos sin camino de salida “para usar la misericordia con todos?” (cfr. Rom 11, 32).
No es tan importante saber si eso sucederá pronto. En el fondo, como decía Bonhoeffer, “para uno que sea responsable la pregunta última no es: ¿cómo me escapo heroicamente de este asunto sino ¿cómo podrá ser la vida para la generación futura? Sólo de esta pregunta históricamente responsable pueden nacer soluciones fecundas” (Resistensa e Resa, Milano, p 64. [Resistencia y sumisión]). Por eso lo que urge es decirnos que si no acontece un cambio radical en la escala de valores, si no se colocan en primer lugar la paz, la solidaridad, la convivencia mutua, la acogida recíproca, la escucha y la estima del otro, la aceptación, el perdón, la reconciliación de las diferencias, el diálogo fraterno y el diálogo político y diplomático, cuando se colocan a la misma altura las represalias de la guerra, si no se desarman no sólo las manos sino también las conciencias y los corazones, tendremos que vérnoslas siempre con nuevas formas de violencia y también de terrorismo. Quizá logremos sujetarlos por un momento, pero para verlas después resurgir en otro sitio despiadadamente.
Como ha repetido el 4 de diciembre de 2001 el Papa con motivo del conflicto en Oriente Medio: “la violencia no resuelve jamás los conflictos, sino que sólo aumenta sus consecuencias dramáticas”. Por eso ha lanzado “un nuevo llamamiento apremiante a la comunidad internacional, para que cada vez con mayor determinación y coraje ayude a los israelíes y a los palestinos a romper esta espiral inútil. Para que se retomen inmediatamente las negociaciones, para que se pueda lograr, al fin, la tan deseada paz”.
Además el Papa ha estimulado, con un gesto absolutamente nuevo en la historia de la relación Cristianismo-Islam, a todos los católicos para que se unan espiritualmente el 14 de diciembre próximo, cuando termine el solemne ayuno musulmán del Ramadán, para proclamar que existe y que debe existir un clima de respeto entre las dos religiones. Partiendo de aquí tendremos el inicio de un tiempo especial de conversión, de retorno al Señor en el camino fatigoso de la historia hacia la plenitud de la verdad y de la caridad, que culminará el 24 de enero del 2002 en una gran oración interreligiosa por la paz en Asís, con la participación del Papa. Son gesto que pretenden proclamar a todo el mundo que jamás, por ningún motivo, las religiones deben convertirse en fuentes de conflicto sino, al contrario, en ocasión e instrumento de paz.
4.- Aperturas nuevas
Debo prepararme para concluir mi discurso, que inevitablemente tiene el peligro de implicarnos siempre en nuevas direcciones, porque la violencia y el mal están por todas partes y están en la raíz de todo. Pero el bien mana de una fuente todavía más profunda y riega, cura y regenera continuamente esta raíz del mal y de la amargura. Es importante, pues, reconocer lo que deberíamos hacer cada uno por nuestra parte y oír la llamada que llega hasta nosotros. El momento dramático que estamos viviendo es una fuerte llamada a la conversión y al reconocimiento de nuestra connivencia con los males del mundo. Subrayo: con los males de todos, en todas las latitudes y no sólo del mundo occidental. Ciertamente esto tiene sus gravísimas sinrazones, sus cegueras, sus ídolos, sus delirios de omnipotencia. Por esto la Iglesia, no sólo la de Occidente, que ha vivido históricamente y todavía vive en este ámbito y siempre se ha esforzado por darles un alma, nunca se ha reconocido ni identificado plenamente con esto y mucho menos se identifica ahora con un ámbito en el que tradiciones gloriosas de libertad y de dignidad humana conviven –en un clima creciente de compromiso- con un individualismo sin reglas, con el culto al dinero, al éxito, a la imagen y al poder. Ni siquiera con todo esto debemos sostener que sólo es nuestro mundo occidental el que ha sido llamado por Jesús a cambiar la vida. El Señor afirma dos veces, en el texto de Lucas del que hemos partido (13, 3.5): “si no os convertís, también vosotros todos moriréis”. La locura de la autodestrucción, que asume en las culturas modernas innumerables formas, amenaza a todos. Los fantasmas de la corrupción, del desgobierno, de la primacía del interés privado y tribal sobre el público, de la dictadura y del primado de la fuerza y de las armas, están chupando la sangre de innumerables pobres de la tierra. Sería demasiado fácil encontrar un sólo chivo expiatorio y una sola víctima. Cizaña y grano están mezclados profundamente en cualquier lugar del planeta. Jesús sabe que el mal está escondido en el corazón de cada hombre y de cada cultura, sabe que somos una “generación incrédula y perversa” (Mt 17,17).
En otras palabras, deberíamos darnos cuenta que de algunas pestes que infectan al mundo, (y de las que los conflictos bélicos y los atentados son una de las manifestaciones) no es sólo culpable uno u otro individuo o pueblo lejano o vecino a nosotros, sino que de alguna manera somos todos, en cualquier lugar del mundo, cada uno por su parte, estamos de acuerdo y somos corresponsables.
Si, empujados por estos acontecimientos trágicos que nunca habríamos querido tampoco imaginar, a la invitación de Jesús para cambiar la escala de valores y de criterios de juicio se le comenzara a atender, surgiría una sociedad más sufrida, una juventud menos disipada y menos ávida de diversiones, consciente de las propias responsabilidades para el futuro del planeta; pronta también a escuchar el reclamo para abrirse a la existencia consagrada al servicio total de Dios y del prójimo. Y de todo este inicio de un camino positivo nosotros, gracias a Dios, somos también los testigos gozosos, con poco que sepamos mirar alrededor con los ojos de la esperanza.
5.- El gran don de la paz
No podría concluir mi discurso sin volver a la que fue la inspiración principal desde el comienzo, el gran bien de la paz: si efectivamente habíamos comenzado escuchando a Jesús que hablaba de la violencia (Lc 13,1-5), era sólo porque Él –y hoy su Iglesia- tiene una cosa principalmente en su corazón: ¡la paz!
Efectivamente la paz es el bien humano más grande, porque es la suma de todos los bienes mesiánicos. Como la paz es síntesis y símbolo de todos los bienes, así la guerra es la síntesis y símbolo de todos los males. No se puede nunca querer la guerra por sí misma, porque es sistemática violación de derechos humanos sustanciales.
Existirán casos de legítima defensa de bienes irrenunciables. Pero la oposición a la acción injusta, no pocas veces obligatoria y meritoria, debe permanecer en los límites estrictamente necesario para defenderse con eficacia. Podrían ser también necesarias acciones valientes de “injerencia humanitaria” e intervenciones que busquen la restitución y el mantenimiento de la paz en situaciones de gravísimo peligro. Pero todavía no serán la paz.
Paz no es sólo ausencia de conflicto, cese de las hostilidades, armisticio. Tampoco consiste en eliminar palabras y gestos ofensivos (Mt 5, 21-24). La paz es fruto de alianzas duraderas y sinceras, (enduring covenants y no solo enduring freedom), a partir de la Alianza que Dios hace en Cristo perdonando al hombre, rehabilitándolo y dándosele como compañero para la amistad y el diálogo, con vista a la unidad de todos aquellos que Él ama. En virtud de esta unidad y de esta alianza cada uno ve en el otro sobre todo a un semejante a sí mismo, como él amado y personado, y si es cristiano lee en su cara el reflejo de la gloria de Cristo y el esplendor de la Trinidad. Puede decir al hermano: tú eres sumamente importante para mí, lo que es mío es tuyo. Te amo más que a mí mismo, tus cosas importan más que las mías. Y puesto que me importa muchísimo el bien tuyo, me importa el bien de todos, el bien de la humanidad nueva: no solo el bien de la familia, del clan, de la tribu, de la raza, de la etnia, del movimiento, del partido, de la nación, sino el bien de la humanidad entera: esta es la paz.
Cualquier acción contra este “bien común”, contra este “interés general”, hunde las raíces en el miedo, en la envidia y en el desprecio. Genera los conflictos y alimenta los odios que causan las guerras. Se necesitará toda una historia y una superhistoria de gracia para realizar dicho camino. Pero esta es la paz que está como meta de la aspiración humana.
6.- Algunas obligaciones inmediatas
1.- Tenemos sobre todo una gran necesidad de percibir dentro de nosotros una fuente que mane una paz que nos abra a la confianza, en la posibilidad de dar pasos concretos y simples hacia un cambio de estilo de vida y de criterios de juicio, única vía para un camino serio de paz. Evitemos de dejarnos obnubilar por un clima consumista prenavideño, que tiene el peligro de quitarnos las preguntas surgidas de estos acontecimientos dramáticos.
2.- Para evitar que seamos manipulados, ojalá que no intencionalmente, en un encuentro de civilizaciones, será necesario ejercitarse en el arte del diálogo, que parte de una conciencia clara de la propia identidad y de la riqueza de lenguajes con los que expresarla y hacerla accesible, desmontando los prejuicios, las cavilaciones y las comprensiones falsas.
3.- Para esto será importante aprender a conocer las otras religiones, en particular el Judaísmo y el Islam, penetrando en la historia de cada una, en la literatura, las riquezas espirituales, las profundidades místicas, el pluralismo expresivo, también el social y político.
4.- Sobre todo será necesario educar en gestos, pensamientos y palabras de perdón, de comprensión y de paz, usando tolerancia cero para cualquier acción que exprese sentimientos de xenofobia, de antisemitismo, de menor respeto con cualquier sentimiento y tradición religiosa. Esto requiere que también los otros respeten y aprecien aquellos signos religiosos que han sido y son todavía para nosotros el camino y el símbolo que nos permite actualmente ofrecer a todos hospitalidad y paz.
5.- Es superfluo recordar todo lo que la escuela y la universidad están llamados a educar para el diálogo, para la confrontación serena, para ayudar a reflexionar motivadamente sobre los graves problemas en discusión tanto internacionales como nacionales y regionales (y por eso no sólo sobre temas de la paz y de la guerra, sino también hoy sobre temas para nosotros graves y urgentes como la justicia y la salud). Será grande en este sentido la tarea y la responsabilidad de la autonomía escolar. Nos anima y nos hace bien esperar el aniversario que se recodará mañana, el de la apertura, hace ochenta años, exactamente a pocos metros de esta Basílica de San Ambrosio, en la vía de Santa Inés, de los cursos de la neonata Universidad Católica del Sagrado corazón. Comenzó con 68 matriculados. Hoy son más de cuarenta mil. Les deseamos a estos y a todos los jóvenes del mundo que sean, para el milenio que comienza, como los “centinelas de la mañana” que anuncian el día de la tan deseada paz.