¿Qué más hemos pensado, dicho y hecho?

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

La primera asamblea de comienzo de curso de los universitarios de CL de Milán después de los dramáticos sucesos de los años anteriores (los que siguieron al 68)

Estamos llamados a ser la memoria del mundo.
El hombre lleva su significado en la memoria; el significado no es una invención, sino el sentido de un camino; la memoria retiene el sentido del recorrido que es nuestro tiempo. Tener presente el valor de uno mismo como memoria es signo de una gran madurez. Es más, sólo se tiene en cuenta la propia persona en la memoria, en la mirada cordial hacia nuestro camino en el pasado; y sólo de esta mirada podemos extraer la imagen real y la energía para afrontar el futuro.
La percepción de uno mismo como memoria es algo grande y yo querría empezar retomando una ver-dadera autoconciencia para que nuestra vida no sea negativa.
Viendo pasar un avión antes, me he acordado de lo que siempre pienso cuando voy por el mundo: «¿Quién es consciente de su destino?». La mayoría de la gente vive en la ignorancia profunda de su destino y éste es el motivo de la gran compasión que hay que tener por ellos. Este mundo que ignora el destino se caracteriza por una gran irresponsabilidad. Como decía san Pablo en el Areópago de Atenas: «Vosotros adoráis al Dios desconocido», y Cristo a la Samaritana: «Vosotros adoráis lo que no conocéis».
Pero nosotros le conocemos, a nosotros se nos ha dado conocerle, se nos ha concedido encontrarle.
La negatividad de la vida es una categoría que también podemos aplicar a nuestra experiencia: la negatividad de nuestra vida es que haya tenido un talento en la mano y lo haya escondido o, peor aún, lo haya perdido. Todo lo que no se convierte en instrumento del amor es negativo. No detallo el análisis ni me detengo en esta afirmación, que, por otra parte, resulta obvia, si bien algo confusa ante nuestra mirada y nuestra conciencia.
Nuestra vida es negativa si no se convierte en instrumento de un amor. Pero, tratándose de la vida, hay que eliminar el artículo indeterminado y decir que la vida es negativa si no se convierte en instrumento del amor.
«Tú nos amaste. Señor, desde la profundidad del tiempo», dice nuestro canto. El problema más grave del amor no está a nivel del corazón sino a nivel del juicio, porque el juicio es la raíz del corazón. De hecho, decían los antiguos escolásticos que nihil volitum quin praecognitum, no se desea nada que antes no se haya conocido.
Se llama juicio al fenómeno por el que el hombre conoce las cosas como hombre; el juicio identifica el objeto hacia el que se dirigen los pasos de nuestro camino, la finalidad de la dinámica humana. La cuestión decisiva de la vida es el juicio de valor.
De hecho, el problema de la vida cristiana es la fe, y la fe es el juicio de valor porque abre el camino cristiano, abre la posibilidad de una vida nueva.
Así pues, el problema de la negatividad o de la positividad de la vida estriba por entero en la claridad y en la cordialidad del juicio de valor en el que se fundamenta toda la existencia, el desarrollo personal, el florecimiento personal, la propia búsqueda.
El amor es la energía constructiva, fecunda, que se sucede coherentemente —por poco que el hombre sea capaz— de un juicio de valor, del reconocimiento de lo que «vale la pena».
Nuestra vida se debe apoyar sobre un «vale la pena» supremo.
¿Cuál es el contenido de este juicio de valor sobre el que toda la vida se apoya como razón última?
Cada uno de nosotros comprende muy bien que la palabra “Dios” — se asocie a la imagen que se asocie—, por un lado, indica la realidad que nos precede y que precede a cualquier otra realidad, ya que indica el abismo del Ser que hace todas las cosas; por otro lado, concretamente y en la práctica, tiende a coincidir con el perímetro de nuestros pensamientos, con el color de nuestras imágenes.
La palabra “Dios”, es, a la vez, tan grande por lo que indica cuanto confusa y genérica para nuestra percepción.
«Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27). «A Dios nadie le ha visto; el hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado», dice san Juan en el primer capítulo de su Evangelio (Jn.l, 18).
«Tú nos has amado Señor desde la profundidad del tiempo»: en el tiempo, dentro del tiempo, por tanto dentro de la historia, dentro de la existencia. «Tú nos has amado Señor en todo momento»: Dios nos ha alcanzado como objeto de un encuentro, como presencia a la que Él mismo ha dado el nombre de compañía, como implicación concreta, real, física, en el tiempo y en el espacio. El mismo, asumiendo la terminología de los nómadas de entonces, dio el nombre de Alianza a su relación con el hombre.
Nueva y Eterna Alianza. Definitiva.
Lo que es definitivo define el rostro, por tanto, define mi persona, mi naturaleza, mi personalidad. Yo estoy definido por la relación con esta presencia definitiva.
Por eso, a Felipe, que le pedía continua y apasionadamente: «Muéstranos al Padre», Cristo le respondió: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
Cristo es el valor de la existencia y de la historia. Dios hecho hombre. «Sin Él no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1,3).
Él, el Verbo por el que todo consiste, se ha hecho carne y ha puesto su tienda entre nosotros, su morada entre nosotros. Por eso, todo consiste en Él.
¿Cómo podemos empezar un nuevo año de vida y, por tanto, de camino y de gusto, pero también de lucha, de tensión, sin que todo nuestro ser se fije en esta Presencia que es la definición de nuestra persona, la definición de nuestro rostro, del rostro nuevo y eterno de cada uno de nosotros?
Y si Él es el nuevo y eterno rostro de cada uno de nosotros, entonces todos juntos tenemos un sólo rostro.
En el momento contingente de la existencia y de la historia, en lo concreto de la vida cotidiana y de la convivencia con nuestros hermanos los hombres, el juicio de valor —del que nace un amor que elimina la negatividad de nuestra vida, que hace florecer nuestro rostro, que deter-mina la dinámica de nuestro tiempo y de nuestro corazón—, reconoce que el «vale la pena» en todo lo que se hace es nuestra unidad en aquel hombre, Cristo, es nuestra unidad en Aquel que lo es todo y que cada uno de nosotros ha encontrado.
Si «hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Le 12, 7), si hasta la flor que pisáis en el campo es objeto de una atención infinita, no existe ni un ápice de nuestra presencia personal, no existe ni una pincelada de lo que somos que pueda sustraerse, en lo que concierne a su significado, a esa relación que nos constituye.
Por esto nosotros usamos con veneración el término tan confidencial de comunión, un término del que, a diferencia de los demás, no se puede abusar, pues la experiencia humana apenas tiene capacidad para imaginar esta realidad y, por tanto, para inventar una palabra que la describa.
Por otra parte, ¿hay algo que tenga un peso humano, un atractivo intelectual, que despierte una abundancia y un ímpetu en el corazón, que genere una mirada sobre la realidad entera y sobre el tiempo que pasa, sobre la vida y la muerte — como vimos ayer en el funeral por nuestra Luisella— con una tranquilidad mayor que el hecho de que somos una sola cosa?
Comunión: en este punto, de repente, justamente, debe aparecer en nuestra conciencia la desproporción, la lejanía abismal de lo que yo soy, de lo que tú eres, respecto a esta presencia real del amor; como reconocimiento y como generosidad, como inteligencia de lo que es la comunión y como conciencia activa, operativa, ética y moral.
Debe quedar claro que una sola cosa es positiva para la vida, sólo una: cualquier aspecto de la vida, desde el estudio al ir de paseo; desde la afectividad furtiva que nace en el corazón a la tenacidad en la fidelidad a la mujer y al hombre; también el sacrificio de uno mismo para realizar con alacridad el proyecto que se persigue para sí y para los demás; todo esto debe llegar a ser conversión, un constante proceso de conversión, la mía, la tuya, a esta realidad que es nuestra uni-dad. Esto —y sólo esto— es la positividad para tus horas, para la jornada de hoy y de mañana. El resto es una ilusión tan patente que por lo que se te ha dicho sería mentira adherirse a ello. Cualquier otra posición fragmenta tu vida, destruye tu actividad, niega el amor; es negativa.
No nos cuesta comprender que la conversión es la vida. La conversión es vivir y vivir la propia conversión es un devenir irresistible, indomable, continuo, donde hay que combatir el ataque, como el de una enfermedad del cuerpo, donde hay que redimir la caída, tal vez hasta un millón de veces al día, donde hay que superar el cansancio, tal vez mil veces al día.
Una de las expresiones más bellas que usamos es la de "asamblea permanente ”, la palabra Iglesia deriva de la palabra griega que quiere decir asamblea, y la naturaleza de la eclesialidad, que coincide con la vida, hace que esta asamblea sea permanente por naturaleza.
Nosotros utilizamos mal esta expresión por culpa del debilitamiento de su valor cristiano, por la reducción imaginativa y mental que sufren todas las palabras: se trata de un defecto tremendo que nos afecta a todos —como decían los sabios escolásticos: ab assuetis non fit passio, no se da el gusto apasionado por lo que es habitual—, Pero también en este punto la fe produce uno de los mayores milagros, quebranta esta sabiduría humana.
Nosotros identificamos la “asamblea permanente” con las reuniones de Escuela de Comunidad. Sin embargo, la palabra “asamblea permanente" tiene una profundidad ontològica: que mi vida y la tuya están permanentemente unidas, son permanentemente una sola cosa.
Nuestra unidad, cuerpo misterioso de Cristo, es el sujeto verdadero y adecuado que —en la historia— lleva a la historia hacia su fin, hacia su destino.
Vivir la propia vida, imaginar la propia persona, concebirse a sí mismo siempre dentro de esta “asamblea permanente” que es nuestra unidad, que es nuestra comunión —lo que las ideologías tratan de imaginar en su breve primer instante de vida y que pierden enseguida en los meandros y bajos fondos de sus investigaciones y razonamientos—, esto es Comunión y Liberación. Y basta, lo demás es sólo un corolario.
El acontecimiento cristiano es esto: que esta “asamblea permanente” acontezca en mi vida y, por tanto, a los ojos de todos. Este es el modelo de la conversión, porque la memoria de nuestra unidad, la imagen de la comunión, se convierte en el lugar educativo de mis pensa-mientos, de mis acciones y de mis decisiones.
“Asamblea permanente” indica, por tanto, una relación ontològica entre tú y yo. Todas mis imágenes del futuro, mis sentimientos del presente. mi valoración del pasado son verdaderas sólo si se fundamentan en la conciencia de esta relación con vosotros que me constituye; no puedo prescindir de ella, porque es parte de mis huesos, carne de mi carne: «Sois miembros los unos de los otros» (Ef 4, 25).
Entonces se comprende que el factor principal y más importante de la vida de esta “asamblea permanente” es la meditación cotidiana, el trabajo cotidiano sobre la Escuela de Comunidad, que expresa las categorías de este nuevo ser que ha entrado en el mundo con Cristo muerto y resucitado y que se manifiesta en medio del mundo como unidad entre los hombres. La unidad que es imposible para los hombres se hace posible para nosotros por un acontecimiento que ya se ha dado: «Todos vosotros que habéis sido bautizados os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 27-28).
Por este acontecimiento el mundo existe como historia. Y este acontecimiento, en el ambiente que nos toca vivir, es nuestra unidad.
La Escuela de comunidad debe convertirse en la palabra que alimenta y que juzga cotidianamente nuestra vida. Y la reunión —asamblea en el sentido de reunión de hombres— así como la comunidad entera a la que pertenecemos y a la que hacemos referencia de verdad, constituye el lugar autorizado para la educación, el desarrollo y la fecundidad de nuestra vida.
Puedo reconocer mi rostro sólo dentro de esta unidad, dentro de la referencia, la indicación viva, las palabras que explican, las decisiones. las obras, de esta realidad.
Está claro que todo esto debe y puede hacerse carne solamente allí donde vivimos.
Con esta observación capital querría reclamar a vuestro corazón y al mío al punto de vista exacto, al enfoque real. Todo lo que nace fuera de este enfoque es ilusorio: en lugar de amor es instintividad, en lugar de verdadera expresión de uno mismo, expresión de la verdad de sí, del verdadero rostro personal, se convierte en la máscara de un poder que, mediante iniciativas y relaciones, trata de instrumentalizamos. La instintividad separada de un juicio de valor no es humana, es una violencia contra la unidad de la persona, es división y por tanto instrumentalización. Fuera de este enfoque no hay amor y la vida se reduce a reacción.
Antes de terminar, quiero que reconozcamos un hecho del que cada uno de nosotros es responsable de verdad: la comunidad debe ser creada por nosotros, la comunión se crea a través de mi conversión al reconocimiento de la presencia de Cristo entre nosotros, sin pretender que se den condiciones especiales para decidimos a hacerlo.
«La justicia es la fe». Lo que crea la unidad entre nosotros —no en el sentido ontològico, sino en el sentido de que la hace explícita— es la fe que vivo.
Éste es el camino de la vida, para esto me ha aferrado Cristo, como decía san Pablo en la carta a los Filipenses: «No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Fil 3, 12).
La fuente de la comunión y, por tanto, del nacimiento de la comunidad, eres ni, es tu proceso de conversión, eres ni que vives la fe. Y la fe es el reconocimiento de tu presencia, oh Cristo.
Éste es el hombre cristiano que madura: y el abrazo con el que Cristo poco a poco toma posesión del universo —tiempo y espacio—, debe hacerse visible a nuestros ojos
Cuando empezamos en la universidad hubo un momento —o momentos— en el que nos animaba el celo por algo nuevo, el deseo, o incluso la pasión, por una nueva realidad.
Ahora vivimos en la universidad sin este gusto, sin el gusto por una vida nueva. El gusto por el acontecimiento nuevo es la unidad entre nosotros: no nominalista, ni abstracta o puramente intencional, sino una unidad que se convierte en nuestra vida; desde una atención diferente hacia los hombres, una atención personal —nadie es ya extraño para nosotros—, hasta el compartir todo, todas las necesidades, materiales y espirituales; desde el uso del dinero hasta la ayuda en afrontar cualquier problema; hasta llegar al perdón, porque no me importa si tú me lo agradeces, si me comprendes o de qué modo me conoces.
Por esto os reconocerán: «Padre santo, que sean uno como nosotros» (Jn 17,11) en medio de los problemas, del tiempo, de los días que pasan. El acontecimiento nuevo no son nuestras iniciativas políticas, culturales y sociales, no son nuestros seminarios, grupos de estudio, nada de esto, pues esto también lo hacen los paganos. El nuevo acontecimiento es la unidad entre nosotros, un ideal imposible para el hombre, que Dios ha realizado entre nosotros, un hecho que estamos llamados a manifestar en nuestro cuerpo y en nuestra convivencia.
En la jomada de inicio de curso de los adultos decía: «no se trata de participar en algo», sino de «ser un acontecimiento». Porque el acontecimiento de nuestra unidad nace del acontecimiento nuevo de mí mismo que se llama, en su dura pero tenaz dialéctica, «conversión». La conversión de mi persona a esta unidad con vosotros significa el hacerse de mi verdadero yo, de su significado, el realizarse de mi verdadero rostro, de mi potencialidad de hombre.
Que la gente alrededor nuestro, en nuestras facultades, en clase, no vea solamente, como ve ahora, nuestra pertenencia a Comunión y Liberación, como un conjunto de iniciativas, reuniones, instrumentos a usar, sino que perciban en mí y entre nosotros el acontecimiento de Comunión y Liberación; que puedan percibir mi propio cambio, que perciban esta unidad que podrán combatir con rabia pero de la que. en el fondo, sentirán nostalgia: roca contra la cual, el poder del infierno jamás prevalecerá, como le dijo Cristo a Pedro.
Este discurso puede parecer genérico, porque sólo la madurez, sólo una imaginación madura, evita esta impresión de abstracción, pero el margen genérico de las indicaciones que os he dado tendrá que plasmarse en una estructura concreta; en vuestro proyecto sobre la jornada cuando os levantáis cada mañana; en un juicio sobre vuestra jornada cada noche: en una intención con-creta y renovada cada mañana cuando os volváis a ver en la universidad; y si no os veis, al tener que quedaros estudiando en casa, os acordaréis de los otros y sentiréis que son una sola cosa con vosotros, porque la comunidad no consiste en reunirse, en hacer iniciativas, sino en el conjunto de categorías con las que me concibo a mí mismo.
Amigos míos, este es el reto de este año; si no lo aceptamos Comunión y Liberación se reducirá a un partido político y basta, a una asociación, repleta de iniciativas, pero suficientemente agotadora como para que sea difícil amarla durante algo más que unos pocos meses.
Sin embargo, si es por amor, si es amor, y por tanto, tensión por realizar el contenido supremo del juicio de valor sobre la propia vida, el reconocimiento del Dios presente entre nosotros y en nosotros, el reconocimiento de esta unidad que es misterio, y que es toda nuestra vida, entonces no hay trabajo que agote. Será cansado pero no nos agotará. Habrá que dormir más, pero el corazón no carecerá de nada y, con el pasar del tiempo, aumentará el gusto.
***
Unas breves observaciones finales que tendremos que desarrollar durante este curso.
¿Sabéis de dónde nace la cultural
La cultura sólo puede nacer del gusto por la vida.
El gusto por la vida es la reverberación sobre el conocimiento y el afecto de una determinada concepción de la existencia y un determinado juicio de valor sobre la vida
—un juicio que.de una u otra forma, se aplica en la vida, es un juicio vivido.
La cultura no es más que el desarrollo crítico y sistemático de este gusto por la vida.
Construimos una cultura de Comunión y Liberación, generamos una cultura cristiana, una cultura nueva —por tanto, no nos dejamos alienar por la cultura dominante— sólo en cuanto nuestra experiencia de vida florece apoyada sobre lo que hemos dicho antes.
La cultura de que hablamos no es ante todo una capacidad de erudición o de crear contenidos nuevos o imágenes extrañas y diferentes; es una cuestión de conciencia —la conciencia es el abrazo que el niño da a la realidad con su mirada llena de asombro, con la conciencia clara y sonriente, llena de humor y de ironía, llena del agrado con el que el padre mira a su hijo, a su criatura, a la que ha engendrado— una conciencia llena del gusto por la experiencia que se vive, es decir, por el propio yo dentro de la realidad, en las relaciones concretas, en la historia.
La cultura es una conciencia tan cargada de gusto que llega a ser humorística, irónica, por amor, por afecto, y que se documenta de manera crítica y sistemática. «De manera sistemática» está dentro del afecto, y «de manera crítica» está dentro de las palabras humor e ironía a las que antes he aludido.
Aun en medio del dolor, no podemos no tener un rostro diferente, no ser un rostro diferente, con un principio de alegría dentro, un rostro capaz de alegría. Una verdadera cultura sólo puede nacer de la alegría. Por eso es horrible, por ejemplo, la forma en que algunos deciden a qué facultad ir: eligen la facultad prescindiendo de sus inclinaciones, por motivos teóricos abs-tractos. Es verdad que hoy la sociedad tiene necesidad, por ejemplo, de profesores y que también en esto nosotros los cristianos hemos perdido la batalla; con sacrificio se puede elegir una carrera para ejercer la enseñanza, pero si uno tiene una verdadera inclinación hacia algo distinto no debe sacrificarla.
El síntoma de que Cristo está entre nosotros es que lo humano vuelve a florecer. Esto no quiere decir que cobre vida sin esfuerzo, pero sí que renazca realmente, con realismo, según todos los factores implicados en nuestra existencia, que es, como decía Thomás Mann en la primera parte de José y sus hermanos, « feliz por naturaleza, pero más allá de la naturaleza triste y dolorosa».
Cuando la cultura consiste en la creación de imágenes de cosas diversas, en la imagen de un cambio, en la imagen de un futuro distinto, de cursos distintos, de profesores distintos, de una situación política diferente —cuando todo esto no es más que un corolario; puede ser un resultado si Dios lo quiere—, cuando la cultura reside principalmente en esto (como la de los grupos extraparlamentarios), delata siempre, en mayor o menor medida, el corazón secreto de toda ideología. La ideología estriba precisamente aquí, en poner la esperanza en algo que está por venir, construido por el hombre. Se trata de una gran incoherencia porque, si se tienen unas manos frágiles, ¿cómo se puede construir con manos poderosas?; si se es frágil e incapaz hoy, ¿cómo se va a ser capaz mañana contando sólo con las propias fuerzas? Es necesario que intervenga algo diferente: es el concepto de revelación, el hecho del Dios que nos ha amado desde el principio de los tiempos y que actúa de forma positiva en el presente. La ideología siempre huye
del presente. Todas las ideologías, en mayor o menor medida, primero eliminan el pasado y después violentan el presente y éste es el signo más claro de su mentira, la negatividad que se manifiesta a través de ellas. Para la ideología de hoy, ¿cuál es el significado del pasado? Nega-tivo. ¿cuál es el significado del presente? Negativo. El pasado se puede olvidar pero el presente está presente y, entonces, hay que destruirlo y no se construye nada.
Sin embargo, la verdad mira al pasado y saca de él su aportación para construir, interpreta el pasado, es una verdadera anamnesis, hace renacer el pasado en la figura que está naciendo, que está dando a luz; y el presente son los dolores del parto.
De esta forma, todo, incluidos nuestro pecado y nuestro mal, se convierte en punto de partida de una nueva sabiduría, de una profundidad mayor, de una claridad que reconoce el único juicio de valor verdadero: que Cristo, Dios hecho hombre, lo es todo.
El renovarse de la actividad cultural empieza como conciencia de tu origen: entonces los cursos, seminarios, grupos de estudio, unidades de trabajo e iniciativas sociales y
políticas, todo, se convierte en sugerencia que hace presente en la sociedad una experiencia de relaciones distintas, que vivimos de verdad, y no de una manera teórica, nominalista, intencional o esquemática.
¿Cómo puede prevalecer todavía entre nosotros la extrañeza?
La primera gran dimensión de la expresión humana la indica la palabra «cultura», la otra dimensión fundamental del hombre, que se hace concreta a la luz de la cultura y por la cual el mundo empieza a cambiar, es la que llamamos caritativa. Pero esta dimensión social no tiene, una vez más, como objeto principal los ancianos del Instituto de la Baggina, los minusválidos de tal sitio, los pobres de nuestro barrio, los analfabetos o los marginados.
No es este su primer objetivo. Porque, si no es consecuencia de algo que ya vivimos, se convierte en un esquema violento, de tal forma que nos enorgullece o nos tranquiliza la conciencia, o nos frustra, pero no nos recrea.
El primer momento, en el sentido ontològico del término, de la socialidad es el entre nosotros.
¿Cómo queréis ir a ayudar a los minusválidos si yendo a clase a la universidad no tenéis en cuenta a vuestro vecino, a vuestro hermano, que es uno con vosotros? Todavía no sois completos como sujeto, estáis fragmentados, ¿dónde pretendéis ir?
Hay que reconocer la propia unidad. Entonces, en lo cotidiano, en la circunstancia banal de la vida diaria se agudiza de un modo sensible nuestra percepción del otro, el afecto se hace verdadero, tenaz, realista y ya no somos presa de nuestra instintividad. ¡Y el saludarnos se convierte en la prolongación del abrazo de paz de la asamblea litúrgica!
Nadie entre nosotros debe dejar pasar los días, ir a la universidad, guardándose para sí una pena que nadie consuela o una necesidad urgente de la que nadie se percata.
En esto tenemos que cambiar, romper nuestra dureza, no en las re
voluciones proclamadas por los políticos que son la mayor mentira construida a raíz de una necesidad real. Es necesario que se rompa nuestra persona —esto es la contrición—, para que todo nuestro ser se apoye sobre esta unidad. Este es el camino, el destino de nuestra vida, en esto consiste la nueva ética, la moralidad nueva.
De aquí nace la posibilidad de dar un rostro nuevo a la realidad humana; una humanidad nueva empieza así, la nueva humanidad que nace de la Iglesia, la misma humanidad de la Iglesia empieza así, en la relación entre el hombre y la mujer en su casa.
No se da verdadera amistad entre nosotros si no nos reclamamos a esto; por tanto, toda dimensión caritativa y social debe brotar de la relación entre nosotros.
la reverberación de la relación entre nosotros será una vivísima inquietud ante todas las necesidades de los más pobres, de las personas que incluso los esquemas más humanitarios olvidan porque, al ser todas las ideologías necesariamente esquemáticas, olvidan la individua-lidad y. por tanto, el rostro verdadero del hombre.
Por último, quiero señalar el signo más amargo de nuestra vida de comunidad en estos años.
No es ninguna acusación; es un reclamo, y es comprensible, porque la dura lucha, incesante, pesada, a la que los tiempos nos obligan nos ha alejado de la posesión de nosotros mismos, de hecho que la conciencia de nosotros mismos sea algo difuso. Todo lo que hemos dicho esta mañana debe ser objeto de una meditación constante; si no. no conseguiremos ni seguir luchando, porque nos cansaremos y perderemos el corazón de nuestra vida que es el gusto. Pues si el trabajo nace de esta conciencia no agota sino que aumenta el gusto. Si la toma como punto de partida y después sigue su camino prescindiendo de ella, esto no se produce.
El síntoma más amargo, que es comprensible por toda la actividad que nos ha dispersado —si la casa se quema, hay que trabajar sin descanso para apagar el incendio; no son tiempos de paz los que estamos llamados a vivir—, es la omisión de la tercera gran dimensión de la per-sonalidad humana que es la comunicación.
Daos cuenta de que la comunicación es consecuencia de las dos primeras dimensiones: una conciencia crítica y sistemática de la propia vida y una humanidad nueva. Pero las dos primeras dimensiones no pueden subsistir si falta la tercera, es decir, la pasión por comunicar a los demás ese principio de vida, esa vida, esa unidad de conciencia, ese acontecimiento que nos ha liberado.
Vuestras comunidades están marcadas por una deficiencia radical de la capacidad misionera.
El crecimiento de nuestras comunidades se debe mucho más al reflujo asociativo de GS, que al compromiso vivo que tenéis cada uno de vosotros con vuestros compañeros.
Si no proponéis vuestra amistad, si no proponéis a través de vuestra amistad lo que os hace libres, en primer lugar, quiere decir que no lo estimáis mucho y. en segundo lugar, quiere decir que no sois amigos de nadie porque la amistad es ofrecer lo que nos libera.
No debe haber ni uno solo de vuestros compañeros de clase, en la facultad, en la universidad, que a través de la amistad que nace con él, no encuentre el vínculo con un rostro que le mira de una forma diferente, y pueda así ver algo, recibir el anuncio que llevamos.
La misión no es emprender iniciativas como si convocásemos a la gente a un discurso: porque incluso los panfletos sirven para tratar de establecer una relación y no son una mercancía arrojada a alguien.
Realmente lo que decía Cristo: «Quien me sigue tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí» (Mt 19, 29) se puede experimentar: el ciento por uno en humanidad.
El signo de que centramos el objetivo es que sentimos florecer en nosotros una humanidad más grande; el signo de que la comunidad está centrada es que nuestra humanidad se siente acogida.
No se pueden separar estas dos observaciones: si vives bien la comunidad y la generas tú, te sentirás dentro de la comunidad aunque los demás no te valoren, porque la humanidad es la vida como instrumento del Amor.