Por la pertenencia a una morada el cambio en el que Cristo permanece visiblemente

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Apuntes de la intervención de Luigi Giussani en el Retiro de los Memores Domini Salsomaggiore Terme, 5 de octubre de 1997

Antes que rompa el alba velamos en la espera, lo creado calla, y canta en el silencio el Misterio.
Nuestra mirada busca un rostro en la noche, del alma a Dios se eleva más límpido el deseo.
La sombra se retira frente a la luz que viene, florece la esperanza del día que no muere.
Clarea ya la aurora, nos llenará de luz, tu gran misericordia, oh Padre, nos dé vida.
Y este nuevo día que el alba nos anuncia, dilate en todo el mundo el reino de tu Hijo.
A Ti, oh Padre santo, a tu único Verbo, al infinito Amor, sea gloria por los siglos.
He querido que volviéramos a cantar el Himno «Antes que rompa el alba» para certificar mi juicio: este Himno es una piedra de toque para la meditación como raras veces se encuentra. Voy a sugerir, por tanto, algunos puntos que sirvan para una reelaboración sintética de todo lo que hemos dicho que explicite nuestra conciencia, es decir, el camino que el Señor nos ha concedido recorrer en estos últimos tiempos. Este trabajo hemos de realizarlo juntos, pero también el ánimo de cada uno debe llevarlo a cabo.

I
¿De qué manera Jesús está presente? ¿Cómo podemos comprender que Jesús está presente? ¿Cómo se hace patente su presencia? Cuando oigo una voz determinada, digo: «Este es Cario», y cuando oigo otra, digo: «Este es Pino». ¿Cuál es el timbre de voz que debemos oír para comprender que Cristo está aquí?
¡Cristo está aquí! Cristo no está presente porque lo dice un gramófono o un compact disc. Cristo no es un CD o un gramófono. Sin embargo, a través de la «lectura» de algo que no es El, se oye, se toca, se ve a Jesús, a Dios, al Misterio. Está a través de una presencia. Cuando oigo la voz de don Pino, es porque está presente por lo que digo: «Aquí está don Pino». Si no. si estoy lejos de donde sé que está él, o si él ha muerto y yo sigo aquí todavía —¡perdóname por la hipótesis!—, si oigo su voz, digo: «Mira, han puesto un disco donde se oye su voz, ¡ la han grabado para recordarla!». La presencia de Jesús es un acontecimiento presente, no es un gramófono, no es el gramófono del Evangelio impreso y leído, relatado, impreso para leerlo de nuevo. Su presencia es una presencia. una presencia que se experimenta de forma humana, como humanamente siento que don Pino está aquí por el tono de su voz y sobre todo por el contenido de lo que dice.
El acontecimiento de Su presencia está en el hombre individual que El ha aferrado mediante el Bautismo. Este hombre eres tú, soy yo, es él. He sido llamado —¿por qué?—, he sido elegido, he sido objeto de una voluntad, de una inteligencia, he sido elegido por la inteligencia del querer de Dios, del Ser, de la Fuente del ser, para ser partícipe y actor, actor partícipe de la presencia del Misterio, de Su presencia, con «ese» mayúscula, como ha escrito un amigo mío. El acontecimiento de la Presencia está en la persona, está en mí.
La realidad humana nueva, la realidad humana excepcional, en el sentido de que tiene algo que no se puede reducir a lo que son los demás; la realidad humana nueva en la que está presente el Misterio del Verbo hecho hombre. Jesús de Nazaret, hijo de María, al que mataron treinta y tres años después de Su nacimiento y que resucitó, de lo cual son testigos por experiencia directa por lo menos quinientos hombres (San Pablo habla de que quinientos hermanos lo vieron en Jerusalén: esto lo escribió pocos años después de la muerte de Cristo alguien que no había visto a Cristo: lo vio cuando se le apareció, entrando misteriosamente en su vida en Damasco, y aquellos que sí le habían visto, los apóstoles. aceptaron que hubiese sido aferrado por Jesús como apóstol suyo —quasi abortivus, casi como un aborto, como dice él mismo); la re-alidad humana nueva en la que está presente el Misterio de Cristo la Biblia la llama «morada» o «templo». El yo, el yo humano, mi yo, mis relaciones humanas y todo el desarrollo de esta semilla plantada en la tierra del mundo por Dios, por el Misterio, cada uno de estos niveles es morada, puede ser morada; si está vivo y activo es morada. La existencia personal, del in-dividuo, o la existencia de la sociedad vive en la «morada».
Cada morada es el lugar en el que nuestro yo se desarrolla y de donde parte para completarse, para realizarse a sí mismo, y en el que la sociedad se construye, se civiliza. Por tanto, la morada es el lugar donde la relación que el yo tiene con toda la realidad se plasma como sociedad nueva en camino, en evolución. Por eso escribimos un texto que quisimos titular El tiempo y el templo: es el tiempo la prenda de la realidad futura y definitiva. El templo en el tiempo es la anticipación del paraíso, la meta más completa, más auténtica, de la ontología que se plasma en ética, que llega a la verdad en la ética: es la ontología que se hace verdadera como ética, como cambio que se lleva a cabo éticamente, lo que traza el camino hacia el paraíso, que florece en el paraíso. El templo es el resultado de lo que sintetizamos como el valor original del vivir: «Yo soy Tú que me haces». Esta conciencia —«Yo soy Tú que me haces»— representa el momento antes que rompa el alba del yo y de la historia humana. Mientras vive, mientras camina, después de este primer momento, el hombre comprende cada vez más que está realizando lo que está antes del alba, lo que fue antes del alba, en el sentido de que está en el origen, precisamente cuando está naciendo el alba. Y el camino de la jornada acaba al atardecer, en el crepúsculo de la tarde. Es decir, cuanto más pasa el tiempo de la existencia, más lo que se ve en ella remite a otra cosa, a lo que viene después, a lo que se esconde si bien cada vez más bre-vemente. El sol está presente al principio y al final de la jornada humana; de la misma forma la apariencia apenas lo señala; pero la apariencia es nada y lo que ella señala es verdad.
«Yo soy Tú que me haces» es un instante en cada instante, se percibe en un instante y se realiza en cada instante. De esta forma el cambio sostiene la evidencia de Su presencia. La percepción de Su presencia es cada vez mayor: comienza como el alborear de la mañana, pero llega el atardecer, cuando al hombre sólo le llena el deseo de lo que está viniendo, de la verdad que vendrá.
¿De qué manera la realidad humana del yo o de la sociedad es tan nueva como para significar algo que de otra forma nadie comprendería y, sobre todo, nadie podría demostrar? Se llama «testimonio». El cambio que demuestra la presencia de Cristo se llama «testimonio». El testimonio se manifiesta a través del comportamiento del individuo, del individuo cambiado, que forma parte del gran designio, como actor del gran designio, y se demuestra en su obrar, en su manera de trabajar, en su trabajo.
Trabajo: esta es la otra palabra que se introduce. El individuo, a través de su trabajo, se muestra como factor del gran designio en cada uno de los aspectos de la vida social que, de esta manera, nace del individuo cambiado. También cada uno de los aspectos de la vida social se convierte en testimonio de Cristo, es decir, testimonio de Cristo presente, de la presencia de Cristo. Su presencia se testimonia por el cambio que se da en mí en todos los aspectos de la vida.
El cambio se da en la vida, en el tiempo, en el espacio, en el amor, en el trabajo. Cambian estas categorías fundamentales de la vida del hombre. ¡Cambian! Los demás no comprenden “cómo”, y dicen: «¡Estos están locos!», o bien: «¡No entiendo!». Pero si son sinceros y sencillos deben decir: «¡Mira qué hombre tan distinto! ¿Por qué es diferente?». Todos hemos oído decir esto mientras actuábamos, mientras trabajábamos como campesinos o como diputados.
Se trata del testimonio como obra, como obra del yo: el testimonio del individuo, el cambio del individuo. Como esa amiga nuestra, de la que ya he hablado otras veces, que estaba lejos de su comunidad, a la que su Jefe de Departamento (en un prestigioso Instituto de Investigación estadounidense) dijo: «¿Cómo puede estar usted tan contenta?». Así que una vez que volvía a Italia por un periodo de quince días, un compañero que no le había dirigido nunca la palabra, que le parecía el más seco de todos, le dijo: «¿Se va fuera quince días? Lo siento, porque cuando vengo por las mañanas a trabajar la miro siempre a la cara y su alegría me da esperanza». Su trabajo se convierte así en caridad hacia esa persona.

II
Así nacen del testimonio del individuo las obras: de la caridad nacen obras. De esto han dado testimonio al mundo la madre Teresa de Calcuta y santa María Cabrini. Hace cuarenta años, cuando leí la vida de Santa María Cabrini, no se conocía aún a la Madre Teresa. Mañana dirán: «Santa Teresa de Calcuta». Lo dicen ya ahora que acaba de morir. Todavía no ha sido proclamada santa, pero ciertamente lo será.
Es importante entender, pararse a descubrir, a darse cuenta, que de la caridad, es decir, del amor a Cristo, del cambio que en el instante o en la vida la fe y el amor a Cristo producen en una persona, nacen obras de caridad de las que habla todo el mundo. Sintetizando: si el testimonio es el cambio del individuo, también es testimonio en cuanto que el cambio del individuo cambia el mundo: las obras de caridad. Pero, al final, también el trabajo mismo se convierte en caridad.
San Juan de Dios, hace cuatrocientos cincuenta años, demostraba que de la caridad, incluso sólo de la caridad, nace la obra. La obra de San Juan de Dios son los hospitales. Los hospitales, que ahora representan una de las realidades más importantes de la vida social, y que son decisivos políticamente, surgieron (como demuestra Martindale en su libro Santos, hablando de San Camilo De Lellis) de la caridad cristiana. De la caridad, es decir, del testimonio de Cristo, nace la obra, nacen obras de diferentes dimensiones. De esta manera el amor a Cristo sirve a la sociedad, es un factor fundamental del progreso social, de la civilización, de la historia de la civilización.
Pero también es verdad «lo contrario». Es decir, en una sociedad que ha alcanzado, gracias a la caridad, altos niveles de atención sanitaria, el testimonio cristiano tiene otra ventaja: también el trabajo, después de muchos siglos (he aquí la madre Cabrini y la madre Teresa de Calcuta), se convierte en caridad. La madre Teresa de Calcuta, de hecho, no nos enseña cómo asistir a los enfermos; en algunos hospitales americanos tienen más habilidad, y mejores resultados. Sin embargo, mientras que con el tiempo estos resultados clamorosos se desbordan y pueden degenerar en violencia o asesinato (por ejemplo en la biogenètica), para quienes viven el amor a Cristo la caridad da forma incluso al trabajo. Llega a ser caridad incluso descargar la mercancía, como para ese amigo nuestro que es estibador en un puerto. La civilización no es el resultado clamoroso de la acción, sino el fruto de la conciencia de la acción: así, la acción, cualquier acción, incluso la más banal, refleja una conciencia que grita que «Dios es todo en todos», es decir, imita a Cristo, imita la conciencia de Cristo, renueva la conciencia de Cristo. Todo este cambio testimonia que Jesús está presente. «Cristo todo en todos» quiere decir que todos deben imitar a Cristo.

III
Vamos ahora a dar el paso que más me apremia. Hemos dicho que la caridad genera la obra y después, que el trabajo requerido por una obra y aprendido por la caridad se transforma él mismo en caridad. De esta manera la civilización avanza. La transformación, en definitiva, es cada vez más radical: al cambiar el gran protagonista de la historia que es el hombre, el indivi-duo cambiado —¡quien cambia es el individuo!— lentamente cambia también la sociedad. Mejor dicho, no «cambia también la sociedad»: la sociedad avanza, la caridad sirve a la civilización como ninguna otra cosa. Porque sin caridad la civilización, al progresar, franquea un umbral, en el sentido de que decae, se convierte en violencia. En efecto, la civilización se ha desarrollado enormemente; pero también se ha desarrollado enormemente un desastre en todo (basta observar cómo vivimos en nuestros días).
Se da una novedad en el mundo si el hombre pertenece. Es una pertenencia que cambia todo, porque la caridad es matriz de cultura. Lo que cambia todo es la pertenencia. La nueva sociedad favorecida por la caridad la crea una pertenencia. Esta mañana pensaba en la diferencia entre Beethoven y Rachmaninov: no tanto porque Rachmaninov fuese más hábil, genial o intenso que Beethoven, ya que como genio puede que sea más hábil, más sutil y más profundo Beethoven; pero, desde el punto de vista de lo que dice, de la sensación o impresión humanas, en definitiva, de la experiencia que se tiene cuando se le escucha, Rachmaninov es más completo, como se puede ver en su “liturgia” (la más bella de los ortodoxos). Rachmaninov proviene de una sociedad cristiana, Beethoven de una civilización avanzada, que debe tanto su desarrollo al cristianismo cuanto debe a su abandono del mismo su con-tradicción, su dolor, su mal. Por tanto, para sentirme más completo escucho a Rachmaninov, incluso después de haber escuchado todas las sinfonías de Beethoven, que exaltan mi hambre y mi sed, es decir, la naturaleza de deseo que tiene mi ser: Rachmaninov encierra el presentimiento de la plenitud. Beethoven es el alborear de la mañana, engrandece el alborear de la mañana, pero Rachmaninov es el crepúsculo de la tarde.
La pertenencia es la conciencia del yo. La pertenencia a Jesús, a un Tú que me hace («Yo soy Tú que me haces»), este inicio, este alborear de la dignidad humana, llega a ser el crepúsculo de la tarde, es decir, ya se realiza. «Tú que me haces»; «Yo soy Tú que me haces, yo te pertenezco»; «Dios es todo en todos» (1 Co 15,28). Cristo dice: «Yo pertenezco al Padre. Hago siempre lo que el Padre me manda, imito al Padre: esta es la ley de mi naturaleza». Y nosotros debemos ser como Cristo porque «Cristo es todo en todos» (Col 3,11).
La pertenencia tiene su fórmula en la frase: «Yo soy Tú que me haces». La pertenencia cambia todo. El cambio que se produce en un hombre nace siempre de la pertenencia. Pero al pertenecer a otro hombre o al pertenecer a una realidad social humana nos disolvemos, no nos completamos, nos disgregamos. Por el contrario, al decir al Misterio: «Yo soy Tú que me haces», el hombre renace. Con Cristo el hombre renace de tal manera que se convierte en ger-men de vida nueva y evoluciona, cambia; el paso del tiempo es una medida que en cierto modo conduce cada vez más hacia una no- medida: el tiempo y el espacio, como digo siempre, limitan al hombre, lo encierran, son dos límites, porque si estoy aquí no puedo estar a la vez en Milán; pero para Cristo resucitado el tiempo y el espacio son un instrumento de engrandecimiento, de dilatación. de comunicación, de presencia, hacen posible Su presencia en cada instante de la historia, allí donde Él quiere estar. Una sociedad nueva, verdaderamente nueva, nace de la pertenencia, sólo puede nacer de la pertenencia, y lo mismo cualquier paso que dé la civilización y desde el cual, si se respeta, ya no se retrocede.
El cambio al que he aludido sucede en el individuo y en la sociedad, bien de una manera imperceptible (sensim sine sensu, se dice en latín), bien, por el contrario, como un milagro. El cambio se da siempre dentro de la gama que está entre esas dos vertientes, esas dos posibilidades. Sucede imperceptiblemente, sin que uno se dé cuenta. Al cabo de cinco años en que todo parece igual («¡nada nuevo, nada nuevo!»), si el fuego del yo permanece encendido, si permanece despierta la autoconciencia (y si rezamos el Ángelus todas las mañanas se vuelve a despertar), uno se da cuenta de que ha cambiado. Os he hecho cantar al principio el Himno «Antes que rompa el alba» porque es un Himno que habla de estas cosas todas las mañanas; por eso lo recito todas las mañanas. No lo descubrí hace sesenta años como descubrí la existencia de Dios o de Jesús, sino hace dos años. Aunque, a decir verdad, no lo descubrí hace dos años. Mientras elegía los Himnos del convento de Vitorchiano y decía: «éste sí, éste no», si dije: «éste sí» fue porque ya había percibido lo que después me lo hizo descubrir.
El crecimiento es imperceptible, uno no lo piensa durante cinco años, pero cinco años después dice: «Mirando hacia atrás me descubro distinto. ¡Cómo he cambiado!». Y en su casa, sus padres, sus familiares o sus amigos se dan cuenta. Sus amigos de entonces son todavía amigos, más que antes, aunque no los vea con tanta frecuencia. Cuando le dicen: «Ya no nos vemos, no quedamos nunca...», ellos están llenos de melancolía, solamente de melancolía. Él, no. Como me sucedió a mí en una ocasión que muchos de vosotros ya conocéis: durante cuarenta años he tratado de encontrar a esa chica que el primer año que di clase de religión en el primer curso del Liceo, oyendo el Concierto para Violín y Orquesta de Beethoven se echó a llorar, en el momento justo, por otro lado. Durante todos estos años la he buscado en las guías telefónicas de toda Italia. y después de cuarenta años una amiga nuestra la ha encontrado: no nos hemos visto en cuarenta años, casi no recordaba su fisonomía —no recordaba nada especial de ella aparte de ese sollozo en clase— y, cuando la volví a ver, era como si la hubiese estado viendo todos los días. Y os comenté a algunos de vosotros: pensad en un hombre que hace cuarenta años quedó impresionado por la profunda sensibilidad de una chica, la busca durante cuarenta años —parece un cuento— y después de cuarenta años la encuentra, tranquilo, como si la hubiese acompañado todos los días, como si la hubiese visto todos los días. ¿Dónde se encuentra una tensión afectiva de este tipo? ¡Nadie entendería esto, nadie! Porque las relaciones que se establecen son para la eternidad: en cuanto se establecen de manera justa, en cuanto se viven bien, son para la eternidad. Lo que existe es para la eternidad.

IV
Apuntamos ahora el nexo entre pertenencia y memoria. El cambio con el que el hombre da testimonio de Cristo es personal y social, imperceptible o milagroso. Este cambio, por su naturaleza, tiende a estar presente, a hacerse presente en cada instante. Cada instante «velamos en la espera», incluso a las tres de la tarde, cuando nos tenemos que poner a trabajar con el estómago lleno y estamos especialmente cansados. Cada instante se nos llama a la gran posi-bilidad; la posibilidad mayor y más inmediata que uno tiene para realizarse a sí mismo vive, se da en él, se le ofrece, en cada instante. Para que esto suceda todos los días, incluso a las tres de la tarde, hace falta que —a las seis de la mañana o a las nueve de la noche— haya algo que nos lo reclame continuamente.
Por esto, al igual que la sociedad natural tiene como núcleo la familia o la casa —la familia como lugar donde uno es concebido y nace, la casa como lugar donde vive la familia (los animales no tienen casa, viven en cuevas o madrigueras, no en casas)—; al igual que en la sociedad natural, el sujeto humano que constituye y crea la sociedad, el yo —factor que realiza la actividad de la que nace la sociedad— nace y se desarrolla en una casa: al igual que la sociedad natural comienza como casa y florece desde la casa (la semilla de la sociedad natural es la casa, la familia: concepción y nacimiento), así en la sociedad nueva que Cristo ha posibilitado y que genera la memoria de Cristo, el yo nuevo que es el protagonista se desarrolla en lo que se llama convento o, mejor aún, monasterio. La palabra monasterio es interesante porque monos, en griego, quiere decir «solo», mientras que «monasterio» implica siempre un grupo que vive con la conciencia de un origen y de un destino común. Nosotros, para indicar monasterio o convento, usamos la palabra «casa»: por la característica propia de nuestro carisma de dar testimonio compartiendo la situación de todos los hombres, cercanos a la situación de todo el mundo, viviendo la misma vida que todo el mundo pero según la memoria de Cristo, con la conciencia de pertenecer a Cristo, la llamamos «casa». Éste es el lugar no donde se dan la concepción y el nacimiento, sino en donde estos se perpetúan. El nacimiento es un acontecimiento que se perpetúa, es decir, sucede como la continuación del momento anterior. Por eso, «Antes que rompa el alba» es la fórmula que debemos recordar todas las mañanas al despertarnos, cuando nos juntamos para rezar el Angelus. Los momentos de oración establecidos son los pilares sobre los que se construye la casa, y por tanto, los pilares sobre los que se construye nuestra evolución (porque un niño recién nacido llega a ser un hombre sólo si tiene una casa, según cómo viva en una casa). El Angelus establece el momento en el que el impulso con el que el hombre retoma el vivir, se reafirma, le reclama a la memoria: el Ángelus es tal vez lo más importante que hacemos durante el día respecto a la memoria.

V
El último pensamiento que os quiero proponer es que la casa es una ontología que se expresa de forma provisional. Provisional, porque después de la casa está el mundo al que ir y el paraíso al que llegar. La casa tiene como virtud el intento de realizar la ontología, lo que se es. La ontología de la casa tiene como ética la disponibilidad. Por la mañana uno está disponible (no «si tengo ganas, estoy disponible», sino que lo estoy incluso cuando no tengo ganas, cuando me repele). La disponibilidad se expresa como petición.
La disponibilidad es la ética propia del hombre que, frente a lo que ve, frente a aquello con lo que se encuentra, no «sabe ya» cómo actuar sino que pertenece, actúa según lo que le dice Aquello a lo que pertenece. Aquello a lo que pertenece es también el creador de lo que tiene delante. Aquello a lo que pertenezco es el creador de lo que tengo delante. Por eso me sitúo frente a lo que tengo delante pidiendo, mendigando a Quien lo hace, que es el que me crea y al que pertenezco, pidiéndole qué me indique lo que debo hacer y pidiendo que me ayude, que ayude a mi absoluta incapacidad respecto a lo que debo hacer. Disponibilidad es la palabra que describe para mí, en este momento, la pertenencia a la casa, la pertenencia a Cristo en la casa, y que me indica de qué forma Aquel a quien pertenezco concibe mi actitud en la casa, qué quiere de mí en la situación en la que me encuentro. Por esto la vida es siempre nueva, nuestra existencia es por naturaleza siempre nueva (Vetera transierunt, omnia nova; lo viejo pasó, se fue, queda sólo lo nuevo. Todo ha sido renovado). Esta es la fuente de la alegría hasta la evidencia psicológica todos los días, mejor, en todos los momentos: una alegría que permanece a pesar de todo.
Como decía la oración de esta mañana: «Derrama sobre nosotros Tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aún aquello que no nos atrevemos a pedir». Que esta oración, que sintetiza la fuente del cambio, nos acompañe los próximos días.