Pertenencia a la morada como movimiento hacia la unidad de la vida

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani en la Asamblea de Responsables
Milán, 12 de noviembre de 1996


Pregunta. La primera pregunta se refiere a la función de la Fraternidad, o mejor, de los grupos de Fraternidad. ¿Qué significa para nuestras Fraternidades ser el lugar del acontecimiento de donde nace una concepción común de la vida, un sentimiento común de la realidad?
La segunda pregunta es acerca de la experiencia cotidiana: ¿Qué significa hacer experiencia de Cristo en la realidad cotidiana? ¿En qué condiciones es posible? Porque de otro modo, si falta esta experiencia, el movimiento se reduce a una obra aparte, y no es ya la obra de cada uno dentro de su realidad cotidiana, dentro de la realidad del trabajo y de la familia.

Luigi Giussani. Me gustaría aprender de ti, con mayor claridad, la respuesta a las preguntas que planteas. Mi respuesta, que testimonio cada vez que hablo, representa el punto de vista desde el que intento partir al abordar cualquier cosa. En cualquier momento: cuando rezo, cuando vengo a una Asamblea de Responsables, cuando debo hablar con alguien, cuando tengo que ir a dormir, también cuando me levanto por la mañana; en ese caso, depende del momento porque, si aún estoy adormilado, al levantarme, primero no pienso en nada, después enseguida recupero la conciencia, una conciencia nueva en la que, de repente, me asalta la vergüenza. Porque no existe mayor vergüenza para el hombre —que es un ser consciente— que el no ser autoconsciente de lo que hace. ¿Cuándo se hace algo sin ser autoconsciente? Cuando se hace olvidando el principio ideal al cual uno se refiere, el punto de vista al que uno se refiere cuando habla de manera consciente. Pero, a medida que la vida avanza, este principio madura en todas las cosas de las que se habla. Entonces, incluso sin pensarlo, se parte desde el punto de vista fundamental admitido en la propia vida.
Cristo tiene que ver con la vida, con toda la vida, hagamos el gesto que hagamos; no un gesto «religioso», sino cualquier gesto humano. Porque un gesto humano se caracteriza por la conciencia, por la autoconciencia de quien lo lleva a cabo. Sólo es consciente aquel gesto que, de alguna manera, aplica la naturaleza del pensamiento, es decir, refiere el pensamiento formulado — la imagen alcanzada de cómo se debe actuar, de cómo se debe realizar aquella determinada acción—, al ideal que reconoce; remite el momento contingente —en el que existencialmente se encuentra— a un parangón con el ideal admitido, reconocido en la vida y que para nosotros es Cristo. Ahora bien, esta referencia de lo contingente al ideal —acción en la que alcanzamos nuestra autoconciencia y, por tanto, nuestra responsabilidad implícita y explícita— puede darse en mayor o menor medida. La necesidad de referir todo lo que hacemos al ideal puede tenerse más o menos presente. Entonces, lo que introduzco como respuesta a la primera pregunta es: ¿cómo esto ha llegado a ser en mí mucho más frecuente?, ¿cómo en mí ha disminuido el hiato entre lo que hago y lo que creo? (uso esta palabra para indicar la adhesión al destino último, al ideal).
Pienso en la vida que he pasado con mi madre y con mi padre, pienso en mis padres, y después en el tiempo más bonito de mi vida: los doce años de seminario (los volvería a hacer ahora desde el principio, como siempre repito). Y después de esto, tengo que recordar, sobre todo, un tiempo —digamos así— de desilusión y de soledad: desilusionado de mí mismo, y solo. En efecto, ¿cuál podía ser, después de una realidad como la de mi familia (mi padre y mi madre) y como la del seminario (que desbordó la de mi padre y mi madre y convirtió el nexo con ellos en algo mil veces mis familiar), la realidad que redujera el salto de aquel hiato, que eliminara el hiato entre mi hacer y el Ideal último? Debería haber sido la Iglesia. En cambio, la Iglesia ¿qué era? Era mi párroco de Desio y. sobre lodo, el cura de los jóvenes de mi parroquia. La Iglesia era hacer lo que ellos decían. Pero para ellos, ¡nunca el tema se centró en aquello de lo que estamos hablando hoy! ¡Nunca lo escuché! Alguna vez sí lo había escuchado del padre espiritual del seminario, había visto el ejemplo de algunos profesores, como don Cario Colombo, monseñor Cario Figini, y sobre todo, para mí, don Gaetano Corti y monseñor Galbiati.
En un momento dado —me di cuenta mucho después— brotó en mí, con fuerza, otra fuente: el movimiento.
¡El movimiento! Familia, seminario: la aplicación del seminario ha sido el movimiento. Esto me hizo entender, redescubrir, profundizar, finalmente comprender, qué era aquello de lo que habían hablado don Cario Colombo, don Gaetano Corti, monseñor Cario Figini: la existencia de Dios, una verdadera filosofía de la comprensión de la vida, para decirlo brevemente, la Iglesia.
El movimiento había sido y era el punto originario de todo, porque exigía mi pertenencia. Es decir, al empezar el movimiento, el primero que se puso en juego fui yo. Por lo que, cuando abordé en la calle a los primeros tres muchachos después de la primera hora de clase del primer día en el Liceo Berchet, me fui a casa todo preocupado por mí mismo: ¡con qué responsabilidad, con qué autoconciencia, con qué implicación de mí, debía responder
y corresponder a lo que comenzaba a intuir hablando con ellos! Me daba cuenta de que no podía volver a verlos al día siguiente sin tomar posición frente a este dilatarse de la cuestión: yo pertenecía a estos tres muchachos; mejor, pertenecía, no a ellos, sino a la unidad con ellos.
Había ocurrido algo. Ellos no se daban cuenta. Pero quedó claro una semana después, cuando presentaron una tercera propuesta en una asamblea estudiantil en el Berchet, mientras que la historia de todos los años anteriores tan sólo había visto la presencia de dos únicas propuestas: la de la izquierda y la de los monárquico-fascistas. La semana después de nuestro primer encuentro ellos presentaron una tercera propuesta. La presentación de esta tercera propuesta fue un terremoto en la escuela. Al día siguiente me odiaban los que hasta el momento habían dominado la escena, me mostraban un odio visceral: me llamó el director, porque ya habían ido a verle para decir que yo hacía política en clase, pidiendo que me echaran de la escuela. Por esto me di cuenta de lo que había hecho y del ejemplo que me daban aquellos tres muchachos: habían aplicado el principio de la implicación y de la inmanencia total de sí mismos en lo que les había dicho, y en lo que era más difícil, pero también más sugestivo y atractivo para ellos (dado el carácter de los tres, especialmente de dos de ellos).
Lo que ha hecho que el ideal sea el denominador cada vez más habitual de todas mis acciones; lo que me ha vuelto consciente de mi destino, pero sobre todo de mi origen, de dónde está mi consistencia, de dónde se origina mi consistencia; lo que ha convertido el ideal en un sentimiento normal de la vida cotidiana, de forma que sintiera la vida cada vez más coincidente con él, con esa postura —estar vivo coincidía con aquella postura—, ha sido la familia, el seminario, y después el movimiento. He comenzado a sentir así el movimiento cuando empecé a hablar a otros: no era algo difícil, era imponente. Y finalmente, después del movimiento llegó la última aplicación y el descubrimiento de la identidad entre estos tres lugares: la vida de la Iglesia, el movimiento como la forma del don supremo que Dios me ofrecía, que era su Cuerpo misterioso en el mundo y que ponía como horizonte implícito de cada una de mis acciones el mundo.
El movimiento ha reconocido todo esto al crear la Fraternidad, ha reconocido su función en la vida de cada uno de nosotros. La Fraternidad es la indicación que nos ha venido —como digo yo— inspirada por el Señor, pero que contaba al menos con nuestra atención y nuestro deseo de corresponder a lo que el movimiento nos hacía llegar por osmosis: la pertenencia al movimiento nos ha comunicado por osmosis el sentido de la Iglesia. Y la Fraternidad es también el modo con el que el movimiento ha realizado esta osmosis; el mejor modo con el que el movimiento realiza esta osmosis es para nosotros la Fraternidad. la idea de la Fraternidad. ¡La Fraternidad es el movimiento! El objetivo de una Fraternidad es hacer a la propia persona consciente, cada vez más consciente y coherente con la naturaleza de la propia existencia, que se revela por la pertenencia al movimiento. La Fraternidad es el modo con el que uno es capaz de partir para comprender y amar el movimiento y vivirlo.

Pregunta. Querría que volviera sobre algo que señaló hace cuatro años: el riesgo entre nosotros de transformar ¡a compañía en una utopía.

Giussani. La palabra “utopía”, de por sí, quiere decir “afirmación del ideal”, de algo desde lo que todo puede ser juzgado, utilizado, vivido, del ideal del que brota la consistencia de mi realidad. Se vive la compañía como utopía cuando se hace de la compañía un ideal que ella no puede ser; mientras que la compañía es el lugar de método, es la morada en la que yo aprendo. La idea fundamental de mi posición es el principio fundamental que Cristo y la Iglesia, y el movimiento, dan como definición reveladora de lo que Dios es para la criatura: es decir. Dios se revela, y por ello se comunica como energía, a través de un punto del tiempo y del espacio, mediante una realidad concreta, mediante lo que parece una criatura, lo que es una criatura, un momento de una criatura suya: familia-morada, seminario-morada. movimiento-morada. Iglesia-morada. Morada: es a través de una morada como Dios se revela y se comunica como energía. Por este motivo he pensado en la Fraternidad análogamente a lo que es para los Memores Domini la casa. Por ello, la compañía no deber ser utópica: ella es simplemente la morada en la que se me hace posible, más fácil, más persuasivo, el reconocimiento del ideal y la dependencia de él, esto es, la voluntad de hacerlo forma de mí mismo, de todas mis acciones, y la morada en la que se me hace posible y más fácil el amor al ideal. Esta última palabra lo explica todo. El amor implica una sola cosa: una presencia, la presencia de un tú. El amor es a un tú: un tú que me pone delante todo lo que soy — ¡que me entrega todo lo que soy!—; en la relación con un tú se juega todo lo que soy, y se juega según las circunstancias contingentes en las que Dios me pone.

Pregunta. Persiste una dificultad para vivir la existencia concreta buscando en todos los particulares el rostro del Misterio. ¿Cómo vivir con esta tensión a buscar en todo el rostro bueno del Misterio?

Giussani. ¿Qué hacer, por tanto, para conformar nuestra expresión o nuestra creatividad con el rostro bueno del Misterio al que reconocemos, aunque no sea necesario que uno lo piense en ese momento, crítica o reflexivamente, pero de tal manera que llegue a ser habitual, tan familiar, que resulte implicado de forma natural? Yo creo que viviendo una compañía como morada. Viviendo la compañía como morada. Y para vivirla así indico dos factores. Primero, es necesario concebir la propia pertenencia al movimiento como he explicado antes: si se concibe la participación en el movimiento de otro modo, se altera lo que se nos ha dado, queda anquilo-sado. Segundo, el movimiento debe llegar a ser algo cotidianamente cercano y determinante: la Fraternidad es un ejemplo de ello.