Nosotros aprendemos observando la realidad, no aplicando nuestras ideas a la realidad

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Fragmentos de: Luigi Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, el libro que recoge los primeros textos programáticos de la historia de CL, que fueron publicados con el imprimatur eclesiástico


Normas metodológicas para el anuncio

El anuncio cristiano tiene que ser:
— Decidido como gesto.
— Elemental en su comunicación.

Condiciones para ser elementales: libertad, acción, concreción.
— Integral en sus dimensiones.

Dimensiones del anuncio cristiano: cultura, caridad, catolicidad.
— Comunitario en su realización.

Factores de la comunidad: adhesión personal, funcionalidad, autoridad, unidad sensible.

Decidido como gesto
1) La primera condición para llegar a todos es una iniciativa clara de cara a quien sea.
2) Puede ser una ilusión ambiguamente cultivada, manteni¬da por temor a que el choque con la mentalidad corriente indis¬ponga a los otros contra nosotros, creando así incomprensio¬nes y soledades insuperables, introducirse en el ambiente o proponerse a las personas con una indecisión que debilite el anuncio.
Asimismo se pueden buscar, quizá con ansiosa Sagacidad, aco¬modaciones y camuflajes que corren fácilmente el riesgo de con¬vertirse en compromisos de los que después es bastante difícil librarse.
3) No debemos olvidarnos de que esta -mentalidad corriente» no existe sólo en los demás, sino que penetra en nosotros hasta el fondo. Por eso, el afrontarla con indecisión puede constituir una postura ruinosa para nosotros mismos.
4) Para ser honestos, en ciertos momentos hay que encarar los problemas serios, no sólo en el ámbito interior de la propia con¬ciencia, sino también en el diálogo con los demás.
5) Para ello es necesaria la fuerza de oponerse, que es lo que Cristo ha pedido para que podamos entrar en su Reino: «El que se avergonzare de mí, delante de los hombres, también Yo me avergonzaré de él delante de mi Padre».
6) Ánimo, es decir, coraje (virtus, en latín): en el fondo lo que hace falta es un poco de aquella virtud con la que Mateo, Zaqueo y la Magdalena afirmaron su descubrimiento cristiano en el ambiente en que se encontraban.
O, si se quiere, lo que necesitamos es renovar el testimonio de Esteban ante el Sanedrín: desafiar la opinión de todos por seguir a Jesús.

Elemental en su comunicación
1) Cristo se propone de nuevo a los hombres a través de noso¬tros; nuestra actitud y nuestras palabras constituyen el anuncio por el que los otros pueden conocerle.
Para que dicho anuncio pueda dirigirse a todos, debe ser ele¬mental en su comunicación, es decir, sencillo.
2) La sencillez no consiste tanto en un modo de exponer, cosa que puede ser una capacidad poco común, cuanto en prescindir de toda complicación; es decir, en ser esenciales.
3) También en los orígenes el anuncio de Cristo fue sencillo y esencial: sólo propuso obligatoriamente algunas verdades con¬cretas (los dogmas), los gestos sacramentales y la autoridad en la comunidad.
Por eso la Iglesia es discretísima en fijar puntos obligatorios.
4) Es fácil comprender la bondad de este comportamiento de Cristo y de la Iglesia. En efecto, sólo la sencillez tiene la ductili¬dad requerida para llegar a cada individuo. Y sólo la esencialidad tiene la capacidad de llevar al objetivo, eliminando esfuerzos innecesarios.
La precisión en señalar los factores esenciales de la existencia lleva:
— a subrayar fuertemente su valor y, por tanto, a una fuerte adhesión a ellos.
— a una generosa comprensión de todas las posturas basadas en ellos, a una capacidad de valorar y abrazar la infinita variedad de traducciones del valor.
5) Hay que meditar una observación. «Elemental» no quiere decir »genérico», sino más bien preciso en los elementos sustan¬ciales y libre ante cualquier traducción de ellos.
Jesús dijo: «Id por todo el mundo y predicad a todas las gen¬tes». Cada cual tiene la responsabilidad de una tarea bien con¬creta: «id y predicad»; pero es muy libre de escoger el modo, en el ámbito de su vocación particular.


Veamos ahora las condiciones para ser elementales. Son éstas:
— libertad.
— acción.
— concreción.

Libertad
1) El anuncio cristiano se dirige a la persona individual e inconfundible. Más en concreto, se propone a su libertad.
2) Cuando Dios se dirige al hombre para pedirle algo, la Biblia describe el diálogo con sublime sencillez. Dios llama por el nom¬bre, que es el signo de la persona, individuo único y libre; y el hombre da una adhesión libre y única: *aquí estoy-,
Al cristianismo sólo le interesa el valor de la persona, pues todo lo demás depende de él. Ahora bien, todo el valor de la per¬sona se mide por la libre adhesión.
Los puntos de la historia en los que esto resulta más evidente son las figuras de Abraham y de Cristo. Pero el momento quizá más fácilmente claro para nosotros es la figura de la Virgen. «Ave María — Fiat»: en la impenetrable intimidad libre de este gesto de ofrecimiento y aceptación está la llave maestra para el misterioso encuentro de Dios con el hombre.
3) Nuestro anuncio tiene que ser exclusivamente un eco de aquella «Voz que llama a cada uno por su nombre».
Por eso, debe querer ir derecho a la libertad de aquéllos a los que se propone. Y esto implica una afanosa exigencia de susci¬tar su conciencia y provocar su iniciativa.
La ignorancia y la pasividad son límites a la libertad: ¡Cuidado con contar con ellas para «pescar» o «mantener» a la gente! Cualquier adhesión al cristianismo que sea puramente mecánica carece de valor.
De ahí que miremos con mucha perplejidad las adhesiones puramente tradicionales y los entusiasmos improvisados.
El ambiente propio de la libertad es la convicción, iluminada y volitiva.
— Para dirigirse genuinamente a la libertad de los demás, es necesario que nosotros actuemos en libertad. Sólo el compromi¬so de mi persona puede alcanzar a la persona del otro. El anun¬cio cristiano existe en la medida que yo lo tomo con seriedad. Comunicar el cristianismo es, por tanto, el encuentro de dos libertades, la referencia de una persona a otra pegona.
Es, pues, amor: «nos ha elegido para Él... por amor».
Toda actitud genérica es inútil; y es negligencia o presunción.
— Dirigirse a la libertad de cualquier otro, ya lo hemos dicho, significa provocar en él una iniciativa consciente. Tal iniciativa se puede vivir en muchísimos grados, es decir, la respuesta puede darse en formas y niveles variadísimos.
Sería olvidar la referencia esencial a la pura libertad el seleccio¬nar a las personas partiendo de la pretensión de establecer deter¬minados niveles de respuesta. Incluso la presencia física, pura y simple, puede constituir una iniciativa de verdadera respuesta.

Acción
1) Después de que una persona se ha visto puesta ante el anuncio, ante la alternativa de aceptarlo o no y, por tanto, una vez provocada su libertad, se plantea el problema de continuar en su adhesión inicial. Es decir, si yo entiendo que una cosa es justa, ¿cómo puedo continuar queriéndola?
Respuesta: comprometiéndome; esto es, haciendo aquello que veo justo. La participación inicial tiene que llegar a ser una acción constructiva ininterrumpida. Comprometerse con la realidad sig¬nifica vivirla; y sólo si una cosa es vida puede ser continua.
2) El medio de la continuidad es, por tanto, obrar. Pero esto se debe realizar con dos condiciones:
— No debe haber límites de tiempo calculados de antemano. No se puede decir: «lo intento un cierto número de veces, y luego, si no lo consigo y no me gusta, basta».
Es un planteamiento que revela en origen una falta sutil de amor a la Verdad, o una sutil presunción, o apego a sí mismo.
— Cualquier gesto (cualquier «obrar») implica a toda la per¬sona en cuanto tal. Por eso incluso una mínima actividad, acep¬tada por el Ideal, da una contribución válida al crecimiento de la persona.
A menudo se desiste del compromiso porque uno no se sien¬te capaz de un nivel más alto de realización: se abandona todo, porque aparece la cima como algo inalcanzable, o simplemente que ya lo hacen otros. Nada más irracional que esta especie de «escándalo del bien». Que cada uno haga lo que pueda hacer. En cualquier circunstancia que uno se encuentre —aunque fuese al nivel más bajo— nadie está excusado de reemprender indoma¬blemente el intento. «Vita non facit saltus»: por eso no podemos pretender llegar inmediatamente a la cumbre, sino que es nece¬saria paciencia para el desarrollo, tan larga como la paciencia del Señor, es decir, como todo el tiempo de nuestra vida.
3) Toda iniciativa nuestra nace siempre dentro de nosotros; cualquier obrar brota sólo de nuestro querer.
Otros nos pueden empujar a un compromiso o incitarnos a él. Pero hay un punto en el que entra en juego únicamente nuestra libre voluntad.
Esto es verdad en cualquier momento o nivel de nuestra pro¬pia formación. Por eso el obrar es una permanente creación de nuestra libertad.
4) Sin embargo, es cierto que, para que el compromiso inicial dure, se necesita normalmente que continúe también producién¬dose el reclamo. Nace así la relación educativa (padre, maestro, director espiritual, amigos...)
El diálogo educativo no debe limitarse a un intercambio de ideas o palabras (lecciones, predicaciones, avisos, amonestacio¬nes). Las ideas permanecen abstractas mientras uno no las viva, no las sienta parte de sí; y lo abstracto puede ser un fascinante espectáculo momentáneo, que, sin embargo, no se convierte en linfa alimentadora. Las ideas, por sublimes y bien dichas que sean, no educan si no son acogidas en la experiencia de la vida. Por eso la relación educativa es vivir una experiencia juntos; el diálogo educativo debe entenderse como un gesto en común.
5) Una de las excusas más frecuentes para renunciar a aquello que había logrado producir en nosotros un comienzo de com¬promiso es el disgusto por la actitud de las personas o del ambien¬te que habían despertado al principio la llamada en nosotros.
Cuanto más auténtica es una persona, más debe saber distin¬guir el valor que tiene una llamada del modo con que ésta se expresa o de las situaciones a las que está ligada. Una persona que quiera llegar a ser adulta debe prohibirse posturas irraciona¬les de rebeldía contra una verdad sólo porque quien la propone la exprese de modo inadecuado o la viva de modo incoherente.

Concreción
1) Cuando san Jerónimo hablaba de la »condescendencia» de Dios hacia nosotros, quería hacer notar cómo Cristo, para poner¬se en comunicación con nosotros, se ha hecho hombre, adecuándose así a nosotros. No esperó a que nosotros cambiásemos, a que fuésemos menos pecadores, sino que nos redimió en nues¬tra situación concretísima. «Él nos ha amado primero», y esta ini¬ciativa suya de amor se repite en el espacio y en el tiempo: «Nadie viene a mí, si el Padre no le atrae. Rogad al Señor de la mies que mande obreros a su campo».
2) La caridad de nuestro anuncio tiene que referirse a la situa¬ción de los otros, considerada atentamente. Esta consideración no nos debe desanimar en ningún caso, porque cualquier realidad humana —de cualquier tipo— puede siempre recibir el Verbo.
¡Es tan fácil evitar la consideración de la realidad! Porque no es como quisiéramos que fuese y consiguientemente el acercar¬nos a ella ¡nos cuesta tanto compromiso y esfuerzo! Y luego, tal vez, dando la vuelta a la tortilla, ¡es tan fácil acusar a la realidad de no corresponder a los sueños en los que estamos embebidos y consecuentemente comportarnos como víctimas o proclamar¬nos impotentes frente a las cosas!
Por otra parte, tener en cuenta atentamente la situación histó¬rica es el único modo de considerar al individuo tal como es, y no de una manera preconcebida. Para comprender a cada indivi¬duo es necesario, por tanto, que nosotros nos adecuemos a él, que nos pongamos a su nivel.
3) La situación concreta de cada uno se define:
a) por la postura psicológica; quien propone el anuncio nece¬sita tener una apertura sensibilísima hacia la situación interior del otro. El tipo de inteligencia, nivel de conocimientos, tempera¬mento, fuerza de voluntad, estado de salud, vicisitudes sufridas, etc..., todo sirve para determinar la posición de un alma;
b) por el ambiente, hay que estar atento al ambiente que más decididamente influye en la existencia de una persona en ese determinado momento.
Nuestro anuncio no puede ir directamente a la conciencia: para alcanzar al auténtico yo debe perforar una mentalidad que es como su envoltura. Dicha superestructura está constituida, en gran parte, por el ambiente.
En el origen de esta situación se halla la naturaleza, la consti¬tución psíquica del hombre; su importancia actual procede de la exasperación de la influencia ambiental debida a los modernísi¬mos medios de invasión de la persona: propaganda, escuela, tele¬visión, etc... Pretender resistir o neutralizar esta influencia es algo inútil si no se consigue llegar a la persona allí donde ella recibe mayor influencia, es decir, en su propio ambiente.
4) Durante algunos años el ambiente que prevalece es la fami¬lia; pero después, cuando llega a cierta edad, con frecuencia caracterizada por un cierto resentimiento hacia el ambiente en que ha crecido, el muchacho se abre totalmente a lo nuevo.
La estima por el ambiente familiar, en un cierto momento, se muda al ámbito escolar. Dicha estima es muchas veces incons¬ciente. Allí es, pues, donde debe llegar el anuncio. Por ámbito escolar no entendemos las cuatro pareces del edificio, sino todo lo que nace en él (compañías, diversiones, lecturas, actitudes).
La característica del actual ambiente escolar es que arroja a los chavales a la desbandada ante ideas, experiencias y personas, causando una heterogeneidad enorme de contactos y, conse-cuentemente, provocando dispersión y disociación.
Nuestro anuncio ha de tener muy en cuenta estos factores.
Por un lado, pues, hace falta una apertura llena de compren¬sión hacia todo y de valoración de lo positivo, para que le resul¬te más fácil al individuo la renovación a través de la confianza en sí mismo y en nosotros.
Por otra parte, el anuncio cristiano debe ser creación y expre¬sión de una sólida y completa mentalidad, capaz de dar adecuada explicación a todos los problemas que se presentan al estudiante.
5) Esta sólida mentalidad se crea educando al individuo en la experiencia personal, es decir, habituándole a confrontar todo lo que encuentra con un criterio personal.
Esto no significa arbitrariedad u opinión individualista, sino medida objetiva, independiente de nosotros, porque es la idea de Otro, la voluntad de Dios Creador y Redentor. Sin embargo, en la proporción en que uno la viva, esta medida divina se convierte en algo inmanente y personal. Cristo prometió a la Samaritana que Su Agua viva (esto es, Su Vida y Su Criterio) se convertiría en una propiedad tan personal de aquella mujer que ya no ten¬dría necesidad de sacarla de otras partes.
6) Concluyendo. Característica última del anuncio, precisa¬mente porque es verdadero, es que sea respuesta a todo. Este «todo» tiene en el ambiente su más amplia, aunque contingente, expresión.
La persona debe encontrar en su ambiente el anuncio, expe¬rimentando que es la única respuesta total.

Integral en sus dimensiones

1) «Dimensión» es el aspecto de apertura hacia la realidad total que muestra un gesto humano al realizarse. Es lo que permite que se ponga de relieve el sentido último de una empresa humana.
Las dimensiones representan, pues, las vertientes más impor¬tantes de un gesto, las que miden (cf. «dimetior» en latín) el valor del gesto, las que ponen en práctica todas sus potencialidades.
2) Desde el punto de vista de las dimensiones, un mismo gesto puede ser vivido de modo muy distinto. Su impulso origi¬nal puede desarrollarse en todas las direcciones debidas, o bien puede interrumpirse en un cierto punto, o vivirse sólo algunas de sus posibilidades, olvidando o incluso renegando de otras.
3) Para que un gesto sea completo hace falta que tenga todas sus dimensiones fundamentales: aquéllas que definen con preci¬sión y fidelidad su verdadero rostro.
4) Oscurecer o descuidar alguna de las dimensiones que el gesto debe tener, por su propia naturaleza y destino, sejía reducir su rostro a una máscara, es decir, a una ilusión, si no a una mentira.
La integridad de las dimensiones de un gesto no es cuestión simplemente de riqueza o de plenitud, sino que se trata de una cuestión de vida o muerte para el gesto mismo, puesto que sin el planteamiento, al menos implícito, de todas sus dimensiones fun¬damentales, el gesto no sólo es pobre, sino incluso falto de ver¬dad, contradictorio en su naturaleza, injusto.
5) Las dimensiones naturales de un gesto están profunda¬mente ligadas entre sí. Por tanto, cuanto más intensamente se vive una de ellas, más se hace disponible uno para vivir las otras.

Las dimensiones del anuncio cristiano son:
— cultura.
— caridad.
— catolicidad.

Cultura
1) La cultura debe poder ofrecer a los hombres el significado de todo. El hombre auténticamente culto-es el que ha llegado a poseer el nexo que liga unas cosas a otras y todas las cosas entre sí. Cultura, por tanto, no puede ser acopio de conocimientos, porque ni siquiera las nociones derivadas del estudio de miles de hombres podrían decir una sola palabra que resuelva el interro¬gante sobre la relación que liga al hombre con todas las cosas, esto es, sobre el significado de su existencia.
2) Por eso, el origen de todo, que es el sentido último de cada cosa, se ha revelado a los hombres. “El Verbo se hizo carne» sig¬nifica que la Racionalidad que salva al universo del absurdo no es una idea abstracta o un mecanismo, sino una persona: Jesucristo. A quien, queriendo dar un sentido al universo, pres¬cinda de Jesucristo, que es su explicación última, sólo le queda —al final— el absurdo.
3) El anuncio cristiano se propone, por consiguiente, en esta dimensión, como satisfacción de la exigencia de comprender totalmente la realidad, cosa por la que vibra toda la conciencia humana («Yo soy el camino, la verdad y la vida»).
4) Pero en el cristianismo, precisamente por esta identidad entre la explicación última y una persona real, la cultura nunca puede sucumbir a la tentación de disociar la razón del resto de lo humano. Únicamente el cristianismo mantiene con firmeza la decisiva equivalencia de los términos «hombre» y «culto».
5) Si la persona de Cristo da sentido a cada persona y a cada cosa, no hay nada en el mundo ni en nuestra vida que pueda vivir por sí mismo, que pueda evitar estar invenciblemente liga¬do a Él. De ahí que la verdadera dimensión cultural cristiana se realice confrontando la verdad de la persona de Cristo con nues¬tra vida en todas sus implicaciones.
6) El término cultura ha estado siempre estrechamente ligado al término civilización. Civilización, en efecto, es la traducción plena de una cultura en la totalidad de la vida humana. La apari¬ción de una cultura cristiana abre la perspectiva, y en cierto modo ya la realiza, de una nueva civilización.

Caridad
1) El primer gesto en la historia de la realidad ha consistido en una comunicación que Dios ha hecho. Dios se ha dado a sí mismo. En cierto sentido, Dios ha compartido nuestra nada: «Te he amado con un amor eterno; por eso te he atraído a mí, pues tuve compasión de tu nada». La creación es el fundamental mis¬terio del ser y, por ello, es escándalo fundamental para la orgu- llosa razón que pretende comprender todo con sus medidas matemáticas o con sus estrechas evidencias.
Pero Dios ha profundizado inconmensurablemente este gesto mis¬terioso de comunicación. Mediante la Encarnación de su Verbo, Dios se dio a Sí mismo, precisamente en Su realidad personal. Cristo es el gesto con el que Dios esclarece y “resume» toda su acción creadora.
Y todavía más. Dios ha querido que este gesto suyo se pro¬longase a lo largo de la historia: la Iglesia es el Cristo presente y oculto; la Iglesia es Dios que continúa entregándose a nosotros (Emmanuel: Dios con nosotros); la Iglesia es Cristo que continúa compartiendo nuestra vida «hasta la consumación de los siglos».
Creación-Encarnación-Iglesia: constituyen, juntas, la funda¬mental revelación de Dios, es decir, del Ser, que, tal como apa¬rece en el Misterio de la Trinidad, es Vida de amor.
2) Por fuerza, pues, nuestra vida, que participa de esa Vida Infinita, no se puede desarrollar auténticamente sino aplicando ese método misterioso.
He aquí, pues, el camino sencillo y directo para el desarrollo de nuestro ser; he aquí la fundamental norma educativa para la realización de nuestra personalidad: darse uno mismo, ponerse en común, compartir la realidad divina y la realidad humana tal como se nos revela o nos surge delante, convivir para vivir. »Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?... Ama al prójimo como a ti mismo».
Es la caridad: abandono de uno mismo a Dios, que —prime¬ro Él— se me ofrece, directamente o apareciendo en otros ros¬tros humanos, para llenar la soledad de mi nada. De modo que la caridad es la paradoja de mi existencia, en la que se refleja el Misterio de la Existencia del Dios Uno y Trino: para ser yo mismo, debo darme a los otros; para que mi personalidad tenga consis¬tencia, me debo perder en la realidad de los otros; para vivir debo morir. -Quien se busca se pierde; quien se pierde se encuentra». El poeta cristiano Claudel lo evoca en La anuncia¬ción a María-, -¿Es que el objetivo de la vida es vivir? No vivir, sino morir... y dar con alegría lo que tenemos. En esto reside la gra¬cia, la libertad, la alegría, la juventud eterna».
3) Hace falta descubrir, aferrar, comprender y asimilar esta norma suprema.
Si la tenemos presente al menos como principio, como preocu¬pación, somos cristianos.
De lo contrario podemos hacer muchas cosas, pero su fecun¬didad educativa no tendrá la medida cristiana: podrá ser inteli¬gente ascetismo, o sacrificado, generoso y filantrópico servicio, pero no tendrá la fisonomía profunda del gesto cristiano.
Es la sorpresa desconcertante que se experimenta al leer el capítulo XIII de la primera carta a los Corintios, donde san Pablo dice que uno puede hasta morir por otros y no tener cari¬dad, y, por tanto, no valer nada ese gesto. Esto ocurre cuando uno se sacrifica para afirmar una idea suya o para secundar un sentimiento suyo y no por devoción al Ser que le sale a su encuentro, cuando uno pone en común cosas que tiene —quizá la vida— sin verdaderamente ponerse en común a sí mismo; cuando uno arroja por la borda todo, pero no se pierde a sí mismo.
4) Una última observación concreta. Puesto que el ser de los hombres es imperfecto e inclinado todo él a algo que lo comple¬te, lo que caracteriza más profundamente su existencia es el esta¬do permanente de privación, de miseria y, por tanto, de necesidad.
De ahí que compartir con los otros se traduzca prácticamente en compartir lo más posible sus necesidades, dándose cuenta de ellas, comprendiéndolas, y tomándolas sobre nuestras espaldas: necesidades espirituales, morales, culturales, y necesidades mate¬riales. Y como las necesidades materiales son las más inmediata¬mente evidentes y las que más fácilmente se pueden socorrer, la atención a compartirlas es una óptima educación en una caridad más profunda y total que toque los valores de la persona en cuanto tal (en este sentido elogia la Escritura la limosna).

Catolicidad: dimensión misionera
1) En el capítulo XII del Génesis, la vocación de Abraham está toda ella formulada en un espacio sin límite: «Abandona tu país... y vete adonde yo te indicaré». Y más adelante: «Tú serás el jefe de todos los pueblos de la Tierra».
El espacio indefinido y la humanidad entera son las dimen¬siones de la gran revelación al pueblo israelita.
Pero esta dimensión universal está también presente cuando Dios le dice a Adán: «Multiplicaos y llenad la tierra». La universa¬lidad es, por tanto, la condición de la libertad en acción.
2) La naturaleza misma de la libertad funciona de modo que el límite se experimenta inevitablemente como ahogo. Limitar el ámbito del compartir, tal como nuestra libertad nos lo permita, es renegar de sí mismo, es pecado (es decir, «defecto», que en su ori¬gen latino significa «disminuir», «carecer» de algo). Viene a la mente el dicho del Señor: «Quien comete pecado se contradice a sí mismo».
Limitar la apertura de la propia de convivencia es, en efecto, tratar de imponer una medida nuestra a la ley profunda del ser, es confundir el amor con un cálculo, confundir el compartir con un intento de dominio.
3) De hecho, los términos en que se expresa la llamada de Cristo son los últimos confines de la tierra, y hasta el fin del mundo (ver el final del evangelio de san Mateo).
Y a la sed de nuestra alma le parece natural la afirmación de san Pablo: «Todo es vuestro, como vosotros sois de Cristo».
Es necesario convivir con todos, compartir la vida de todos, ponerse en común con todos y cada uno. La caridad es una ley sin límites, universal: católica.
En esta ley, medir y delimitar coincide con truncar la ley misma; ponerle un límite no es limitarla, sino aboliría.
4) Hay que pensar que el anuncio cristiano consiste, ante todo, en conquistar el mundo en el sentido evangélico: el Reino de Dios.
Tener sentido del Reino significa tener sentido misionero. Debemos vivir para el universo, para la humanidad entera: «las perspectivas universales de la Iglesia son las orientaciones nor¬males de la vida del cristiano» (Pío XII).
5) Cuanto más se ama este sentido universal más capaz se es de ser fiel a lo concreto (oración, pureza, deberes, etc.). Y esa fidelidad ya no se siente entonces como angustia y represión, sino como —lo que verdaderamente es— libertad.
Únicamente con este ideal se cumplen las mayores misiones y se realizan los más humildes servicios.
6) El que trabaja sin este ideal podrá ser tremendamente honesto, rico de ascetismo, tal vez hasta heroico, pero no un ver¬dadero cristiano.
7) La más íntima educación en esta dimensión nos la ofrece la liturgia, que nos hace decir palabras válidas para todo tiempo y toda conciencia, tan amplias como el universo y tan permanen¬tes como la historia.

Comunitario en su realización

1) «¡Ay del hombre solo!», dice la Biblia. La advertencia vale perfectamente también para quien tiene que comunicar el llama¬miento cristiano.
Por muy inteligente, voluntarioso y activo que sea el esfuerzo en proponer la realidad cristiana, si quiere quedarse en lo indivi¬dual y prescindir de una sistemática referencia a la comunidad, no es un esfuerzo seguro.
2) Podría esconder una presunción o una indolencia, y por eso sería un testimonio ficticio, ya que esa persona no estaría sencillamente proponiendo la realidad cristiana, sino que afirma-ría su limitado modo de ver, su gusto particular, su susceptibili¬dad ante los demás o su propia comodidad.
3) La actitud individualista constituye sin duda una condición precaria, porque a la larga el individuo por sí solo no puede resistir sirviendo a los ideales: es demasiado débil por dentro, y el ••mundo» de fuera, es decir, el ambiente que tiene que afrontar, es demasiado fuerte.
La trascendencia de los ideales divinos, en el hombre que se quiere comprometer con ella, produce siempre un sentimiento de riesgo, una tentación de temor irracional, de una incertidumbre tal que —de hecho, psicológicamente— la energía de la libertad sólo consigue vencer con facilidad si se apoya en una comunidad.
La vida comunitaria es como la tierra sobre la cual puede dar frutos maduros la planta de la libertad.
4) Además, un talante individualista es contrario a lo que Cristo ha exigido a sus discípulos. El capítulo XVII del evangelio de san Juan une la validez del anuncio cristiano —como ya hemos recordado— a la manifestación sensible de la unidad entre sus seguidores y, por tanto, a la efectividad de la comuni¬dad en cuanto tal. Y antes se leen estas palabras: “Si dos o tres están reunidos en mi nombre el Padre les oirá, porque Yo estoy con ellos»; aquí Jesús hace depender del aspecto comunitario la plenitud de la relación religiosa.
De hecho, históricamente, los comienzos cristianos se produ¬jeron manifestando una profunda necesidad comunitaria.

Veamos ahora los factores de la comunidad:
— la adhesión personal.
— la funcionalidad.
— la autoridad.
— la unidad sensible.

Adhesión personal
1) Nuestro deber es hacer nuestras todas las cosas con las que nos rodea el amor genial y potente de Dios: éste es el modo en que se desarrolla nuestra personalidad; se llama «trabajo».
2) Esto vale todavía mucho más respecto a los seres vivos y espirituales. Estamos llamados a descubrir su presencia, a acep¬tar su personalidad, a hacer que forme parte de nuestra propia realidad la suya, en una palabra, estamos llamados a «compartir» su existencia y la nuestra, a «convivir» con ellos; éste es el «traba¬jo» con el que alcanza la completa madurez nuestra personalidad; se llama «amor».
3) De hecho el Señor me pone junto a otros, cerca de otros. Yo puedo vivir sustrayéndome de ellos lo más posible, usándo¬los según el interés y el placer que representen para mí (tratándoles como objetos de uso) o con abierto antagonismo y aver¬sión hacia ellos. En todos estos casos la presencia de los otros resulta una condición extraña a mi libertad, a mi yo, y por ello un límite para mi expresión; algo de lo que dependo y que me ata, o contra lo que choco.
La convivencia es entonces exterior a mí, más o menos impuesta, convirtiéndose en algo que practico con astucia defen¬siva y ofensiva, un cálculo de equilibrios para vivir, una afanosa lucha por obtener cierta «justicia».
La convivencia se traduce en una colectividad.
4) En cambio, la aparición de una gente determinada junto a mí, que me rodea y con la que me encuentro, es el aspecto más comprometedor de la voluntad de Aquél que crea el mundo. Por eso debo aceptar a esas personas.
Aceptándolas, llegan a ser mías, llegan a formar parte de mí, llegan a ser yo mismo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
Precisamente así es como surge la comunidad, como resulta¬do continuo de esta iniciativa mía de aceptar, de este incansable compromiso con la presencia de los demás, signo sorprendente y misterioso de Otro, tal y como lo es mi propia presencia para mí mismo.
La convivencia, entonces, es algo interior a mí, nace dentro de mí, es un gesto que me expresa, un don de mí, una relación de amor.
5) La comunidad está, por tanto, muy lejos de ser un límite para la personalidad.
En un ser como el hombre, que es dependiente originalmen¬te, la libertad comienza siempre precisamente como aceptación. Cuanto mejor sabe aceptar, más se pone en movimiento.
Jesús ponía el ejemplo de la vid y los sarmientos, una única vida que alimenta muchas vidas. Podemos aplicar ese ejemplo a cualquier comunidad verdadera, en la que la vida que mantiene unidos a todos es la potencia de mi libertad que se abre y se da a los otros.
La grandeza de la libertad humana hace que ésta no se encuentre satisfecha más que en una comunidad de todos, “católica».
6) Pero nada demuestra mejor hasta qué punto la comunidad afirrna la libertad de la persona, como el hecho de que se realiza igualmente aunque los otros no me reconozcan, me rechacen, yo les quiero, si les acepto de igual modo, la comunidad así subsiste, más consciente, más enérgica y, por tanto, aún más auténtica.
Por eso, no hay índice más sublime de grandeza personal que el perdón: la libertad aferra también en el amor al que odia; ni siquiera el enemigo más encarnizado puede sustraerse a mi amor y entonces, mi libertad lo toma y lo domina mucho más profun¬damente de lo que él me violente y me venza. «Perdónales, Padre...»: abandonado por todos, Cristo creaba la comunidad universal.
7) Observación importante. Ser comunidad no es una concor¬dancia exterior, una simple convergencia desde fuera. Ser comunidad es una dimensión interior, que está en el origen de todo acto. para ser comunitario, un gesto tiene que ser concebido en sintonía con la comunidad, y no sólo orientado a un resultado común.

Funcionalidad
1) La vida tiene su característica suprema en la unidad. Cuanto mas alta y evolucionada es una vida, más profunda e inmanente es su unidad.
Pero, maravillosa y extrañamente, la vida expresa esta unidad suya a través de notables diferenciaciones, mediante distinciones inconfundibles: son las funciones.
De este modo la vida animal se desenvuelve a través de la función de la vista, la memoria, la digestión, etc. Desde el punto de vista biológico la vida unitaria que se expresa en fun¬ciones se llama «organismo». También en la vida del espíritu se puede hablar de organismo, naturalmente por analogía, por comparación.
2) Las funciones son aspectos de la vida que se realiza. Todas las funciones traduce en actos la indivisible unidad de la vida.
Por eso su diversidad no sólo no perjudica a la unidad, sino que demuestra su densidad y riqueza.
De hecho, cuanto más elevada es una vida, más diferenciada es. En las amebas, por ejemplo, la funcionalidad es reducidísima, mientras que en el cuerpo humano está muy desarrollada. La vida del espíritu es, toda ella una ilimitada funcionalidad; cada idea, en efecto, es una auténtica «función».
3) Esto es comprensible cuando se piensa que la «función» es una posibilidad de relación que cada vida concreta tiene con el resto, con todo el resto de la realidad.
De ahí que cuanto más intensa, potente y noble sea la vida, más contactos desarrolla, más relaciones establece, es decir, más multi¬plica su funcionalidad, la cual muestra así la capacidad que tiene esa vida para insertarse en la realidad, para afirmarse en el mundo.
4) Esto es verdad también en el fenómeno de la comunidad. La comunidad es una vida, es como un auténtico organismo: tanto es así que a sus componentes se les llama a menudo miem-bros, esto es, órganos funcionales.
La comunidad está formada por personas, cada una de las cua¬les tiene un temperamento particular y determinadas capacida¬des. Algunos serán aptos para determinadas tareas y otros para otras. Así, cada uno es como una verdadera función de la única vida comunitaria.
5) La diversidad de tareas nace en la comunidad precisamente de la diversidad de dotes que poseen originalmente las personas, esto es, de la diversidad de «vocaciones» de sus componentes.
6) A propósito de las personas, hay que decir también que éstas son como los órganos de relación entre la comunidad y el ambiente que la rodea.
Y es precisamente a través de esta relación como la comuni¬dad se establece y enriquece.
Los individuos son, pues, funciones de la inserción de la comunidad en el mundo y, por tanto, son ellos quienes propor¬cionan a la comunidad la posibilidad de realizarse, desarrollarse y ser verdaderamente fecunda en su realización.
7) Una comunidad, por consiguiente, es más viva cuanto más capaces son sus miembros de asumir tareas o funciones distintas y múltiples.
8) Pero, también, una vida comunitaria es más fuerte cuanto más preciso e intensamente jerárquico sea el orden de sus funcio¬nes y tareas.
En dichas tareas es donde convergen las diversas fuerzas, de lo contrario dispersas, para lograr ser más ordenadamente útiles al conjunto.
9) Aceptar esta diversidad de tareas, conocer con lealtad aten¬ta, serena y cordial los propios límites, reconocer sinceramente en otro una capacidad superior a la nuestra, colaborar generosa¬mente y respetar profundamente a todo aquél que tenga una fun¬ción: todo esto mide el espíritu de comunidad del que cada cual está animado.

Autoridad
1) Entre las diferentes tareas que llevan a cabo los miembros de una comunidad hay una que es la más significativa de todas. Es la de dar consistencia a la comunidad y expresarla en su tota¬lidad, es decir, en el principio que la inspira y en su realidad: se trata de la función unitaria de la comunidad.
Esta es la misión de la autoridad.
La autoridad es el signo que expresa la unidad, pero sobre todo es la función fundante y responsable de toda la vida de la comunidad.
2) Dicha función es triple:
— estimular la iniciativa de las personas para formar la comu¬nidad {función de llamar o de requerir);
— salvar la fisonomía de la comunidad, precisándola y defi¬niéndola en sus contornos (Junción límite);
— desarrollar la comunidad, encarnándola cada vez más en la realidad (función educadora).
3) Naturalmente, la guía de la comunidad deberá ser la perso¬na que sea más consciente de los ideales que constituyen el obje¬tivo del grupo, y más capaz de vivirlos y de comunicarlos. Por eso la autoridad, antes que un derecho, debe ser un hecho, el hecho de un espíritu comunitario excepcional.
Pero, una vez que la autoridad está constituida, el amor a la comunidad exige adherirse a ella quienquiera que sea la perso¬na que la encarne.
Un miembro individual de la comunidad no puede tener el derecho de eludir la sujeción a ella con el pretexto de que no la encuentra suficientemente capaz.
La autoridad sólo se puede quitar por la misma regla que la ha constituido.
Así, por ejemplo, en una democracia la autoridad puede cam¬biarse por la voluntad de la mayoría, según las convenciones que han creado ese Estado.
4) Ya hemos visto que la comunidad es la realización de nues¬tra libertad. Precisamente porque la autoridad resume y repre¬senta a la comunidad en su unidad de conjunto, aceptar la auto¬ridad no sólo no es una limitación, sino que es la cumbre de la expresión de nuestra personalidad.
Ese abandono de sí, que es amar a los otros como a uno mismo, se realiza al máximo en la obediencia. «¿Por qué afanarse tanto, cuando es tan sencillo obedecer?», dice Anne Vercors en La anunciación a María.
5) Aparece aquí la dinámica última y jamás eliminable que tiene cualquier método de educación: la regla del seguir. Sólo mediante el gesto concreto de dejar nuestros propios límites para adherirnos apasionadamente a la hipótesis de sentido total que encarna la autoridad podemos avanzar hacia la plenitud de nuestra personalidad. Un proceso educativo sin autoridad es imposible por naturaleza, ya que deja solo al que debe ser educado. Solo quiere decir provisto únicamente de su propio límite, para superar su propio límite. Semejante proceso educativo es además imposible en la práctica, pues no es posible que nuestra humanidad no sea atraída por otra cosa que ella misma. La comunidad cristiana valora y tradu¬ce al máximo la regla educativa natural de seguir a una auto¬ridad.
Además, la aceptación de ésta puede manifestar también el compromiso profundamente diferente que el individuo puede vivir en la comunidad.
Se puede simplemente tener presente a la autoridad, conside¬rarla como un factor externo a uno mismo, juzgarla a menudo y criticarla. Ésta es una postura pasiva, no comprometida.
Por el contrario, es necesario hacerse presente a la autoridad: ofrecerse a ella, activamente, en un diálogo incansable de cola¬boración, como el de Cristo frente al Padre.
6) Si la comunidad es la realidad más grande de mi persona, y por tanto más viva y más libre, hay que amar a la autoridad como la parte más expresiva de uno mismo.
Aceptar a la autoridad de este modo tan activo es el compar¬tir más fecundo, la caridad más auténtica.

Unidad sensible
1) La ley de la vida es la caridad. Está claro que compartir la existencia de los otros me une a ellos, genera una unidad real de vida con ellos. Sobre el Misterio de Su total concordancia, de Su perfecto «compartir» con el Padre, el Hijo ha puesto como sello esta afirmación: «Yo y el Padre somos una sola cosa».
La fuerza de su unidad es el índice de la potencia que tiene una vida, así como la dispersión y la disociación anuncian la lle¬gada de la muerte. Por eso Cristo recuerda en su testamento final a sus discípulos la unidad como signo de la caridad auténtica, y define el trato amoroso de vida entre Dios y los suyos con las sublimes palabras: «Tú en mí, y yo en ellos, para que sean per-fectamente uno».
2) Del mismo modo que no se comparte de verdad si no se está desde el origen abierto al universo, tampoco existe verdade¬ro sentido de lo universal si no hay pasión por la unidad.
Cuanto más amplia se vuelve una actividad, más profunda se hace la necesidad de la unidad. Cuando más se abre al mundo una personalidad, más consciente se vuelve de sí misma, más densa se hace la experiencia de su unidad.
La experiencia de lo universal y la experiencia de lo uno coin¬ciden.
El sentido unitario, en efecto, es la exigencia vivencial de com¬prender en su relación global todas las cosas, todas incansable¬mente: éste es el signo de la conciencia madura, de la persona culta, del genio.
3) Pensemos, pues, que la dimensión de la unidad es lo único que demuestra la presencia de una verdadera caridad y de una verdadera universalidad.
El grito de Jacopone da Todi: «amor, amor, grita todo el mundo amor, amor, todas las cosas proclaman» nace de la misma experiencia de la Imitación de Cristo: “ex uno Verbo omnia, et unum loquuntur omnia, et hoc est principium quod et loquitur in vobis”.
4) Conviene, sin embargo, señalar que la unidad cristiana no es sólo unidad de espíritu o de conciencia. Si no se expresa sen¬siblemente no hay verdadera unidad.
Dado el equilibrio complejo del hombre (carne y espíritu) es verdaderamente conforme a su naturaleza lo que se traduce sen¬siblemente. Ésta es la concretísima concepción de la unidad cató¬lica frente a la pretendida unidad interior protestante.
La expresión madura del compartir cristiano es, por tanto, una unidad que llega hasta lo sensible y lo visible. Ésta fue la expre¬sión de Cristo durante el tormento final en su oración al Padre, cuando indicó que el testimonio decisivo de sus amigos consisti¬ría en dicha unidad sensible y visible.
5) El amor a la unidad, también visible y sensible, es el crite¬rio para ver si se ama el Ideal más que nuestra propia visión del mismo, más que nuestra situación en la comunidad, más que a uno mismo.
La persona debe aceptar por la unidad incluso la muerte.