«Llegué a entender que la muerte no es la última palabra, que no estamos aquí por casualidad»
“No te impliques tanto que vas a sufrir mucho”, le dijeron al comienzo de su carrera a la doctora López-Ibor cuando trataba a una niña con leucemia. Ella respondió: “No me gustaría ser esa niña, ni sus padres, y tener un médico como tú”. Así empezó su vocación por la oncología pediátrica. Ella no trata el cáncer, sino a niños con cáncer. Por eso, toda su energía se desgasta no solo en curar a sus pacientes, sino en conseguir que integren la enfermedad en su vida normal.
Los miedos del niño
Quince mudanzas y distintos hospitales públicos y privados le ha costado a Blanca López-Ibor formar una unidad de oncología pediátrica [en el Hospital Montepríncipe de Madrid] hecha a la medida de las necesidades de los niños con cáncer y sus familias. Ante la enfermedad, un niño tiene dos miedos: al dolor y a estar solo. Por eso, en esta unidad todos los procedimientos dolorosos se realizan bajo anestesia y los niños están siempre acompañados por sus padres.
Incluso en la antesala del quirófano, y siempre que es posible, los niños se duermen en los brazos de sus padres y se despiertan junto a ellos. Por eso la consiga de “el niño en el centro” aquí no es solo una teoría. “No hacemos lo que el médico o el hospital necesitan, sino lo que el niño necesita, como lo necesite y cuando lo necesite, tanto desde un punto de vista técnico como intelectual, social, psicológico y espiritual”, explica la doctora.
En este rincón del hospital no hay una sala de quimio como tal, sino un salón de juegos, un aula de música, un bosque donde celebrar cumpleaños -y en el que los adolescentes hacen fiestas con sus amigos-, un sacerdote de forma permanente y un colegio con un horario de clases en el que ni la propia doctora López-Ibor interrumpe a los alumnos... Este lugar no da miedo, y no porque las paredes estén decoradas con motivos infantiles, sino porque es un sitio donde se respira mucha vida.
Mudanza del alma
Blanca López-Ibor nos recibe en su despacho, otrora repleto de fotos de sus niños, y que ahora viste desnudo. “Hace poco tuve que hacer mudanza del alma”, se excusa. No es de piedra. Llora, abraza, ríe y calla con estos pequeños que le han robado el corazón. Hoy, abre su consulta a Misión para ayudarnos a atisbar un poco mejor este gran misterio que es la enfermedad de un niño. Pero empecemos por el principio.
¿Cómo se supera el miedo inicial ante el diagnóstico de cáncer de un hijo?
Al principio los padres están aterrorizados, ¿cómo no vas a tener miedo a la enfermedad de un hijo? Pero parte del miedo se cura con información, por eso les hacemos expertos en la enfermedad. Aquí todos los niños conocen su diagnóstico, su tratamiento y los efectos secundarios más importantes. Conocí a un niño en un hospital en el que trabajé que se llamaba Gorka. Le pregunté: “¿Tú qué tienes?” Y me dijo: “Una diabetis”. Tenía un linfoma. Así que me dirigí a sus médicos y les pregunté: “¿Por qué le habéis dicho que tiene una diabetes, que es una enfermedad que no se cura, en vez de un linfoma, que sí se cura?” Por eso aquí todos saben el nombre exacto de su enfermedad. Informamos a la vez a padres e hijos. Esa escena de habitación de hospital en la que sale la madre para hablar con el médico es aterradora para el niño. Así que jamás hablamos con unos padres en un pasillo, hablamos con el niño y, a través de él, con los padres. Cuando es necesaria una conversación a puerta cerrada la tenemos siempre en el despacho. Esto es especialmente importante en el adolescente, puesto que necesita confiar en su médico y no saber que están hablando de él “por detrás”. Otra parte del miedo se cura caminando por dos carriles: el de la confianza y el de la esperanza. Cuando digo esto, los padres interpretan que significa que confíen en mí, y no es en mí en quien tienen que confiar; la confianza y la esperanza están mucho más arriba.
¿Se puede llegar a entender la enfermedad de un niño?
La primera pregunta que se hacen las familias cuando vienen es por qué, ¿por qué está mi hijo enfermo?... y esa no es la pregunta. Esa pregunta te tira al pozo, porque no podemos saber por qué este niño sí y este otro no. La pregunta correcta es para qué. Yo les digo: “Cuando te levantes, pregúntate qué estás haciendo en este mundo. No se me ocurre mejor respuesta que acompañar a un hijo en una enfermedad grave. Y ahora mismo lo que necesita el niño eres tú”. Los niños buscan la seguridad en la mirada de sus padres y lo que más les asusta es verles inseguros. Dicen que los niños, a diferencia de los adultos, no sufren de más compadeciéndose de sí mismos.
¿Ha notado usted un modo peculiar en los niños de vivir la enfermedad?
Yo coloco a los padres desde el primer día en la situación. “El que está enfermo es tu hijo, tú no tienes leucemia, estás en este mundo para acompañarlo y eres un privilegiado porque lo vas a poder hacer. Así que, cuando te levantes, coge la pasta de dientes, pinta un ombligo en el espejo y cuando te canses de mirarlo sal a la calle. No mires tu propio dolor porque estarás perdiendo un tiempo que puedes ocupar en ver y oír cosas que nunca imaginaste que ibas a ver u oír”. Así salen de ese bucle en el que entran. Y eso se aplica al adulto enfermo. Es verdad que, cuando te duele algo, ese dolor ocupa todo en ese momento, pero los médicos tenemos formas de quitar el componente físico del dolor; el componente psicológico y espiritual es otro tema, que trabajamos en este camino. Yo creo que los adultos podemos comportarnos como los niños. Seguro que conocemos a enfermos adultos que, aun estando gravemente enfermos, están sacando a la vida todo lo que la vida tiene. Si no tienes dolor y te encuentras bien, ¿por qué no vas a ir a trabajar?, ¿por qué vas a renunciar a la vida, si hay tanta vida dentro de una enfermedad? Por eso los niños que no pueden no van al colegio, pero si pueden, van, porque eso les hace sentirse bien, seguros y tranquilos. La enfermedad no es un paréntesis en la vida; forma parte de ella. Hay mucha más vida dentro de la enfermedad que fuera de ella, es mucho más real lo que vives cuando estás enfermo. Una de las grandes lecciones de mi vida me la dio Dani, que en medio de su enfermedad hizo todos los viajes y planes que quiso, y no faltó al instituto ni un solo día. Él me marcó el camino que pienso vivir.
¿Qué cambios percibe en padres e hijos desde que llegan aquí hasta que se marchan con el sello de "curados"?
Ese es el gran milagro. Cambian como personas, cambian su escala de valores, descubren lo que es importante, utilizan otro lenguaje, incluso un lenguaje médico… Antes, si el niño se hacía un esguince, era un trauma, ahora no. La vida cambia, pero integramos la enfermedad en la vida normal de la familia. Cuando comencé en esto, solo el 40% de los niños se curaba; hoy en día, se cura más del 80%. Así que el objetivo de mi trabajo no es solo curar al niño, sino lograr que llegue a ser un adulto sano desde el punto de vista físico, psíquico, social y espiritual. Y por eso esta unidad funciona así.
Y cuando no se puede curar a un niño, ¿en qué consiste su labor?
Tratamos de curar a la familia. Cada quince días me reúno con dos grupos de padres de niños que murieron. Nos acompaña un sacerdote y ellos me han enseñado que esto vale la pena, incluso cuando entra un niño por la puerta con un tumor que sé que no se puede curar. Si se cura o no también he aprendido que no está en mis manos. El día que entendí el concepto de ser instrumento la cosa cambió. Y tengo que ser un instrumento muy afinado y aportar todo lo que puedo como médico y persona que soy.
¿Qué consuelo puede haber para un padre al que se le muere un hijo?
Cuando estás roto de dolor porque se te ha muerto un hijo, el pensar que tienes que estar en esta vida porque tienes que cuidar de otros hijos, no basta. Te ayuda saber que hay cosas que no acaban con la muerte, y que no vas a dejar de querer a tu hijo. Yo buscaba el alma en las autopsias, es decir, pensaba que todo se acaba aquí, que somos células y punto. Pero descubrí que hay algo más que no se pesa, que no se mide, pero que está, y que además es mucho más real que las propias células. Yo creo que el sentido de la vida es aprender a vivir con otro tipo de presencia. Aquí los niños se mueren con mucha Vida, y los padres se agarran a esa Vida. Esto es un camino que tienen que recorrer y en el que hay unas caídas tremendas, pero las caídas acaban siendo cada vez más blandas en la medida que van mirando más “hacia arriba”. Ellos me han enseñado que se puede ser feliz en medio del dolor. Les ayudamos a entender que el sentido está dentro de ellos. Si hubo alguien que murió y resucitó y dijo “yo me voy a quedar con vosotros hasta el fin de los tiempos”, y nosotros seguimos ese camino, pues si mueres, estás; de otra forma, pero estás.
¿Cómo ha pasado de "buscar el alma en las autopsias" a sentir con claridad que la vida continúa tras la muerte?
El punto de inflexión fue ver morir a mi hermano Javier. Murió en seis meses y verle evolucionar durante su enfermedad me cambió. Murió en mis brazos con cara de niño y me dije: “Me estoy perdiendo algo”. Hubo una caída del caballo, y llegué a entender que la muerte no es la última palabra, que no estamos aquí por casualidad, que estamos hechos para ser felices, que somos muy queridos y que tenemos mucha capacidad de querer.
¿Hasta qué punto le ha afectado el trato diario con niños enfermos en la relación con sus propios hijos?
Yo soy médico incombustible, nací para esto y soy médico las 24 horas del día, no desconecto. Igual que mis hijos están en mi cabeza por la mañana cuando estoy en el hospital, los niños del hospital están conmigo cuando estoy en casa, forman parte de mí. Eso no quiere decir que no sufra; me cuesta venir al hospital todas las mañanas y enfrentarme a lo que me tengo que enfrentar, y el día que me deje de costar dejaré de ser médico.
¿Podría trabajar en esto sin fe?
Yo no tenía fe y era un médico relativamente bueno. Pero ahora sé perfectamente qué hago en este mundo. Además, sé que los niños que murieron están con Jesús y Jesús está vivo, sé que están bien y que me siguen queriendo un montón. Tener esa experiencia todos los días me ha hecho inmensamente feliz.
¿Se puede ser un buen médico sin fe?
Probablemente sí, pero se es mucho más feliz con fe.
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Gracias a la unidad de oncología pediátrica que dirige Blanca López-Ibor y al empeño de la presidenta de la Fundación Mujer, Familia y Trabajo, Gloria Juste, se consiguió hace un año que el Ministerio de Trabajo aprobara la prestación por cuidado de menores afectados por cáncer u otra enfermedad grave, con el fin de que uno de los padres tenga un permiso laboral para acompañar a su hijo. “No es un derecho de los padres, es un derecho del niño a estar con sus padres cuando está enfermo en el hospital o en casa y no puede ir al colegio”.
Ahora, la doctora se ha marcado un nuevo objetivo: convencer a los colegios de que los niños con cáncer son como los demás y deben ser tratados como tal. “Hay algunos centros donde les regalan las notas, y eso ofende a un niño profundamente”, explica. “Los niños no quieren ser héroes ni quieren dar pena, no desean ser especiales; por eso, debemos crear una cultura de verdad, no una cultura desde la pena ni desde el morbo. La enfermedad forma parte de la vida, le da sentido, la enriquece, te hace descubrir lo importante y te hace feliz, porque descubres a la gente que te quiere y lo que tú eres capaz de querer”.