La fe es reconocer una presencia

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Apuntes de una conversación de Luigi Giussani con un grupo de adultos
Milán, 1977


«Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará. Así pues, mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor» (Ef 5,14-17).
Hay una premisa que debemos retomar continuamente.
Aunque tenga que atravesar con fatiga todos mis límites, la conciencia de mi pecado, me alegra hablaros no para hacer un discurso, sino para pronunciar palabras que son la vida.
No en un sentido abstracto y genérico, como definiciones; estas palabras describen tu persona, el destino hacia lo que fluye tu ser, al que Dios dio origen en el seno de tu madre y que lleva tu nombre. El significado de tu persona no reside en tu nombre, mejor dicho, tu verdadero nombre es otro: es la fe que se te ha dado.
Nuestro problema es si vivimos la fe, si la fe realmente no es algo teórico, o una mera inspiración para unos momentos del día, sino si la fe es nuestra vida misma, desde que abrimos los ojos al levantarnos, hasta cuando comemos, salimos de casa o nos relacionamos con los demás. La fe es vida. Esta es la premisa.

1. La fe
La fe no consiste en conmemorar un hecho del pasado. La fe reconoce la presencia de Cristo, vida nuestra. Tenemos que reconocer su Presencia. No conmemoramos a un difunto, existe una Presencia que podemos reconocer.
La fe consiste en reconocer su Presencia, y nada más; una Presencia que es el significado de la sangre que corre por nuestras venas, del niño que nace, del marido o la mujer que se tiene.
La fe reconoce un acontecimiento que sucede para nosotros cada vez que reparamos en él. Cuando Isaías profetizaba: «No fue un mensajero ni un ángel: él mismo en persona los liberó» (Is 63,9), describía este acontecimiento que es Cristo, Dios hecho compañía para el hombre. Al igual que Moisés, en el capítulo 33 del Éxodo: «Si no vienes tú mismo con nosotros, no nos hagas partir de aquí» (Ex 33,15).
El primer propósito al comenzar el año podría ser que en nuestras casas nadie se olvide de rezar esa síntesis de la fe que es el Ángelus: «El Verbo se hizo carne y habita entre nosotros». Decir «habita» es volver a caer en la cuenta de lo que está sucediendo. Cuando rezamos el Ángelus, ¿en qué pensamos? En una Presencia de la que hemos apartado la mirada por distracción.
Y cuando rezamos en los Laudes el Benedictus, el cántico que invoca un acontecimiento que estaba sucediendo entonces, ¿por qué lo hacemos sino porque está sucediendo perennemente? Su compañía es Su presencia. A lo largo de la historia no existe alternativa válida a las ideologías que existieron, existen y existirán (en el fondo sus factores fundamentales son iguales para todas; son como las piezas de un mecano para niños: se pueden hacer muchas formas, pero son siempre las mismas piezas). La única alternativa, la medida que ya no es la nuestra es el anuncio de su Presencia.
Hay una novedad en nuestra vida (una, no dos): darnos cuenta de su Presencia.
De tal modo es la única novedad que hace nuevo todo, incluso el instante banal en tu lugar cotidiano; es más, la señal suprema de que Cristo es Dios es precisamente que el aspecto humano más cercano a la nada, la rutina cotidiana, se vea redimido pedazo a pedazo, y la personalidad entera del hombre sea salvada en el instante, en este instante, hagas lo que hagas.
La Iglesia utiliza como sinónimo de su Presencia la palabra ‘Gracia’, que para el hombre indica la experiencia del Ser que se dona: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». «Tened fe en Dios y tened fe también en mí». ¿Qué quiere decir tener fe en Dios y en Él? Significa reconocer la presencia concreta del Misterio, la presencia operante del Padre en nuestra vida.
El Padre obra mediante Cristo y, por tanto, mediante la Iglesia y también la comunión entre nosotros. ¡Qué peso eterno, qué valor infinito, qué densidad poseen estas palabras, que nosotros usamos como el papel de usar y tirar con el que juegan nuestros hijos!
Escribe el profeta Jeremías: «Todo es nada excepto creer en Él». Si reparáramos en estas palabras, ¡qué sentimiento, qué imagen, qué concepción tan distinta tendríamos de nosotros mismos!
Si no recobramos conciencia continuamente, ¿qué sucede? ¿Qué sucede con nuestro movimiento y con todo lo que hacemos? Caería todo en la rutina o, lo que es lo mismo, en una falta de sentido, deslizándose sobre un plano inclinado hacia la insignificancia de las horas y los días.
¡Qué sentimiento tan distinto tendríamos si albergásemos la conciencia de haber sido elegidos! «No porque seáis el más numeroso entre los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, sino por el amor que os tiene» (Dt 7,7-8). Me has elegido para que me diera cuenta de Tu presencia, oh Señor. Entonces se incrementaría la conciencia de la sacralidad de nuestras personas. Empleo la palabra ‘sacralidad’, justamente para destacar el sentido que tiene en la historia de las religiones. En ella el término ‘sagrado’ se utiliza como un sinónimo de ‘separación’: el vaso sagrado se apartaba de los demás vasos y no se podía emplear para un uso corriente.
Nosotros somos así. Nos encontramos en la paradoja tremenda de vivir inmersos en el mundo como todos - quizá con una sensibilidad mayor, con una necesidad apasionada de compartir la vida - y, a la vez, solos, como lloraba el salmista exiliado en Babilonia: «Me he convertido en un extraño para mis hermanos».
Pero la palabra más profunda y definitiva de Dios sobre nuestra vida es: ‘pertenencia’. Le pertenecemos a Él porque con su Presencia toma posesión de nosotros, como del pueblo de Israel: «Eres mío». «Vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra» (Ex 19,5); hasta llegar a Juan 13,1: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». En Jn 17, Cristo habla de nosotros al Padre como de «los que tú me has dado, los míos».
¡Qué sugerentes son las comparaciones proféticas! La “viña” de Is 5 (pensad en aquel ambiente agrícola de pequeña propiedad donde para cada uno su pequeño pedazo de tierra, su viña, era todo: le permitía vivir. Nosotros somos su viña) o “la esposa”, la mujer amada en la juventud que no se olvida jamás y a la que se vuelve inevitablemente (cfr. Is 54, 4-10).
La pertenencia a Él me define y es más verdadera que la fotografía de mi cara. Si tuviésemos una brizna del sentimiento de pertenecer (digo “sentimiento de sí como perteneciente” porque es lo que nos acompaña a todas partes, en el metro o en el trabajo, es el terreno del que nacen las palabras y los gestos), entonces no nos resultarían extrañas las palabras de Pablo: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo?» (Rm 8,35).
La conciencia de pertenecerLe me salva; no me juzga, no porque avale mi mal, sino porque me permite no quedarme jamás en él; actúa de tal manera que mi mal no constituye ni un proyecto ni un ídolo: «Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor» (Rm 14,8).
Esta percepción de uno mismo debería impregnar todos los demás sentimientos que nos provocan las circunstancias y el tiempo, la vida y la muerte, porque todo es efímero como un vestido que se pone o se quita, pero la pertenencia a Cristo permanece como lo que nos define.

2. El rostro nuevo
He llamado la atención sobre la fe porque genera un sentimiento distinto de uno mismo que cambia el semblante (y no hace falta ser perfectos, recordad el pasaje de Filipenses 3; os hablo profundamente persuadido de que si fuera por mi perfección ciertamente debería escapar, y más rápido que cualquiera). No es necesario que cambien los rasgos de mi temperamento, al menos de repente, pero ciertamente si no tuviese fe y un sentimiento de pertenencia, tendría un rostro distinto.
Tener otro semblante quiere decir tener otro modo de concebir lo que vale, otro modo de identificar el significado de uno mismo.
Cuando alguien actúa con un determinado juicio sobre lo que vale, está contento; no inestable, contento, incierto o dubitativo, en función de si tiene éxito o no. Siempre el semblante está determinado por la conciencia de lo que merece la pena, por el juicio de valor. La fe genera un hombre nuevo. Pablo en la Carta a los Filipenses afirma que desde que conoció a Cristo estimó basura todo lo demás. Aparte de la palabra “basura”, que expresa gallardamente el juicio de desproporción entre todas las cosas y su Presencia, lo que destaca es una gran libertad ante las vicisitudes de la vida.
En Ef. 4, Pablo describe las relaciones nuevas entre los cristianos. En, ICo 1-2, juzga con desprecio la presunción de la sabiduría mundana. Y en ICo 7,dice: «El tiempo apremia. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa». Describe algo radicalmente distinto, un tipo de hombre y de rostro que nacen de la fe.
Y finalmente IICo 4-6, detalla las características del hombre nuevo.
Este semblante nuevo no está determinado solo por una concepción distinta de lo que vale (si no tengo esto o aquello, no me desprecio, y lo que tengo lo utilizo de otra forma, no soy esclavo de nada) y por comportarse en consecuencia, sino también por la unidad entre los llamados. Es difícil comprenderlo, constituye una dificultad también para nosotros, para demasiados entre nosotros: una unidad con los demás que han sido llamados, elegidos, predilectos, con todos los que Cristo ha aferrado, una unidad que nace «desde dentro». Nos juntamos para expresar una unidad que ya existe, que se da antes. Esta unidad desde dentro es el principio de una humanidad nueva. Escribe Santiago: «Somos el comienzo de una nueva creación».

3. El movimiento
Hermanos míos, ¡ojalá crezca nuestra fe!
El movimiento el lugar del inicio maduro y sugestivo, de la educación y el desarrollo de un semblante distinto, perteneciendo a una unidad que cada uno reconoce como la definición más adecuada de sí mismo. Si el movimiento no es esto, es nada; se reduciría a un peso digno de escribas y fariseos.
A menudo se tiene una imagen del movimiento como de una organización. Formamos parte del movimiento, porque su acento humano, el anuncio que nos hace, gracias a Dios, no pasa totalmente en balde y lo reconocemos, pero no comprendemos qué es movimiento.
No comprendemos que al movimiento lo hace ese semblante nuevo que nace de la fe, movimiento es el reconocimiento de una Presencia que cambia el sentimiento de uno mismo. Cambiar el sentimiento de ti mismo no se debe a un esfuerzo tuyo, sino al tomar conciencia de esa Presencia que en nuestra unidad encuentra su lugar, para reclamarnos, convencernos y educarnos.
Pertenecer al movimiento significa participar en el cambio del modo de concebirse a sí mismo, a los demás y a las relaciones. Movimiento es participar en ese cambio.
Podéis juzgar con este criterio comunidades, diaconías, iniciativas, todo. Esta verdad no sirve para juzgar a otros; antes que nada, supone eliminar cualquier coartada. Hace años que venimos diciéndolo, el movimiento tiene una extrema necesidad de personas adultas.
¿Quién es adulto? El adulto se define por la forma de sus relaciones. Un chico, un adolescente, muestra su inmadurez por el modo de vivir las relaciones consigo mismo, con personas y cosas. El cristiano adulto en la experiencia de nuestro movimiento es quien vive, o tiende a vivir, las relaciones a la luz de la fe, es decir, a partir de la conciencia de su Presencia. Relación entre marido y mujer, entre padres e hijos, en la comunidad y fuera de ella.
No es necesariamente adulto quien repite un discurso o proclama el método, ni siquiera quien es responsable de iniciativas o dice lo que hay que hacer. Esto no define al adulto. Adulto es quien tiende a vivir sus relaciones en Cristo, decía san Pablo, y así asume la fisonomía de quien ha atravesado el umbral de la madurez de la fe (¡y por ello se siente más pequeño!): una fisonomía llena de victoria y arrojo, porque Cristo ha resucitado. No en el más allá, sino aquí, en mí, en el ambiente de estudio o de trabajo, en casa y en el pueblo. Cuanto más se avanza en la vida más se comprende que se vuelve a comenzar en cada momento. Adulto es quien vuelve a empezar con una fuerza y una luz de victoria dentro, no porque se considere algo, sino porque Aquél que me posee es victorioso: «Esta es la victoria que vence al mundo - es decir, nuestra carne, nuestra insignificancia -: la fe».
Esta fisonomía victoriosa conlleva la espera, la certeza de que la fe invada toda mi persona, carne y sangre, toda mi expresión y mi tiempo: «En vuestra paciencia poseeréis vuestra vida».
¿Participas en el movimiento así? ¿Vives así tu comunidad?
Una última observación antes de seguir adelante, porque el problema reside siempre en la premisa.
El cambio al que aludía, este rostro nuevo que, por la unidad que implica, representa el comienzo de una sociedad y una humanidad distinta, de un pueblo distinto, es la señal del Dios vivo, la prueba y la demostración de su Presencia.
Comprended que la cuestión es grave, hasta el punto de que el Evangelio dice: «Si no das testimonio de mí ante los hombres, también yo me avergonzaré de ti ante el Padre», que es la fórmula del juicio final.
Los demás comprenderán Su presencia por nuestro cambio personal y, por tanto, por nuestra unidad: «Que ellos también sean uno como nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado». «Para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos». En Jn 15 se recoge lo que Jesús dijo antes de morir: «La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto». El fruto es el cambio que se puede ver, tocar, mostrar y es el trabajo que nos espera en la vida, ya tengamos treinta o setenta años. «Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca».
«Para que vayáis». ¿Dónde, Señor? Hay algunos amigos que están en Zaire, Uganda o Brasil, otros se han ido a vivir a otra ciudad para llevar el fruto de la fe. ¿Es necesario hacer lo mismo? ¿A dónde ir? Es necesario ir a donde el Padre nos envía, o sea, en las circunstancias de la vida diaria, tu casa o negocio, tu oficina o escuela, teniendo la posibilidad de participar en los encuentros o no.
«Para que deis fruto, y vuestro fruto dure», construya la Iglesia, edifique el significado del mundo que es Él en Su cuerpo. Por ello, ¡ojalá se dilate la experiencia, la vida que llamamos movimiento!

4. Presencia
¿Cómo madura este fruto que permanece? ¿Qué es lo que impacta a quien entra en relación con nosotros? Una presencia.
«No vosotros me habéis elegido a mí sino que yo os he elegido y os he destinado para que deis fruto y vuestro fruto dure». El fruto que dura es que nosotros nos convirtamos en una presencia. ¿Para cuántos esto es verdad?
El movimiento nace de quienes se convierten en una presencia. Presencia es exactamente lo que el profeta Isaías decía de Cristo: «Aquí estoy, envíame».
Dos factores señalan la presencia del cristiano.
1. En primer lugar, la palabra ‘dondequiera’. Es decir, dentro de todas las formas concretas que asume la sociedad, dentro de los condicionamientos de la vida social, en el sentido más estricto, familiar, y en el sentido más amplio, político.
‘Dondequiera’ significa dentro de las condiciones concretas de la vida, con todos sus condicionamientos. Sabemos que al cabo de un tiempo también la esposa se convierte en un condicionamiento y el marido también, el hijo deseado se convierte en un condicionamiento, porque no se puede evitar la decadencia debida a la inercia. ‘Dondequiera’ significa en particular llevar el desafío cristiano al corazón de este mundo, al templo del poder humano, es decir al trabajo, que es duro como la espada y a la vez dulce: «Venid a mí los que estáis cansados y afligidos y yo os aliviaré. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas».
Si es verdad que hay que fijarse en los signos de los tiempos, he observado por vez primera como el signo de nuestro tiempo es la exaltación del trabajo: la religión de hoy es el trabajo.
Sin embargo, creo que este signo de los tiempos reclama extrañamente a otro momento de la historia, hace 1500 años: la época de san Benito. También entonces el signo de los tiempos fue el trabajo, porque nadie trabajaba. Los desórdenes, las invasiones bárbaras impedían cualquier estabilidad y posibilidad de construir, y Benito vivió su fe poniéndose a trabajar: trabajó rezando y rezó trabajando. «Ora et labora» es una frase latina que alude a un único concepto: alude a esa oración que es vida y esa vida que es oración.
Entonces el signo de los tiempos fue algo negativo, el trabajo estaba destruido. Ahora el signo de los tiempos es que el trabajo es el ídolo, en él pone el hombre toda su esperanza. El resultado de entonces fue que la tierra renació, mientras que ahora está destruyéndose. Hoy, como entonces, es necesaria la presencia cristiana dondequiera, particularmente en el trabajo, templo del poder mundano.
2. El segundo factor para definir una presencia es la conciencia de sí; dondequiera y consciente de lo que soy: pertenezco a Su presencia, soy parte de Su presencia.
El premio para quien busca esto es que su humanidad se vuelve más verdadera y plena, de forma que aunque no existiese el Paraíso, no se resignaría a vivir como los demás. Sería demasiado mezquino e ilusorio. Y uno padece su carga de miseria, mezquindad e impostura, pero sabe que está siendo vencida. No es un grito en la noche, es la certeza de Su Presencia: «La fe es garantía - certeza - de lo que se espera y prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1).
Cuando alguien es consciente de sí mismo, no se plantea la pregunta: «¿Qué tengo que hacer?», sino: «¿Quién soy?, ¿quiénes somos?».
Preguntarse qué hacer es precario, engañoso, porque cuando has hecho lo que le mandan hacer te sientes con la conciencia tranquila. Al igual que el fariseo, doctor de la Ley, que le preguntó a Cristo: «¿Qué tengo que hacer para entrar en la vida eterna?». Cristo para contestar pone el ejemplo del buen samaritano: «Es necesario amar al prójimo como a uno mismo», amor que no se puede jamás definir como una medida, no se puede jamás parar, porque es un ideal infinito (cfr. Lc 10).
Pero, sobre todo, preguntarse qué hacer desgasta. Es más, se trata de una pregunta que favorece “la ausencia”, no la presencia. Porque induce a centrarnos en nuestras actividades, a encerrarnos entre nosotros, saliendo afuera de vez en cuando para lanzar algunas palabras que llamamos ‘anuncio’, para expresar juicios, repartir manifiestos y luego retirarnos entre nosotros. Pero, ¿os parece algo digno? No es esto el movimiento, no es la vida.
No debemos pensar que para ser presencia haga falta algo más que nuestra fe y la comunión entre nosotros, es decir, algo más que el cambio que la fe obra en mí y la comunión que vivo contigo en el ambiente (ya sea familia, parroquia, universidad, escuela o trabajo). La fe y la comunión nos harán obrar con mayor atención, seriedad y energía.
Por tanto, la presencia adecuadamente expresada es la comunión entre nosotros. Una comunión de vida, no una unidad organizativa. Para ser una presencia no es necesario saber actuar, saber hablar. No por pereza: un alma, una vida humana tiende a plasmar una organización, una estructura, pero en cuanto expresa una vida y no como una cadena o una cárcel donde languidece la vida porque no se alimenta ni se cuida.
Debemos recordar que el mundo es enemigo de esta presencia, porque es el reino del ídolo.
El mundo es el ámbito humano en cuanto que se plantea según un juicio de valor que no es la presencia de Cristo. Tal vez se nombra a Cristo, pero un Cristo que sirve de pretexto para elucubraciones intelectuales, objeto de meras interpretaciones o contenido enigmático de ritos.
Al contrario, el significado de mí, del mundo y de la sociedad, aquello según debe plantearse mi vida, la del mundo y de la sociedad es la presencia de Cristo, cuyo rostro físico tangible es la unidad de los cristianos, nuestra comunión.
El mundo, en cambio, identifica el valor, aquello por lo que merece la pena vivir con cualquier otra cosa, y construye a partir de eso, teórica o prácticamente, una ideología. Puesto que no reconoce Su presencia, el mundo, incluso sin quererlo, nos centrifuga, trata de arrebatarnos la certeza que tenemos, el reconocimiento de la Presencia que está en nosotros y entre nosotros, y juega con ventaja, ya que la apariencia sólo favorece la fe, después de que la aceptamos y la vivimos.
Ante semejante oscuridad del mundo corremos el peligro de que nuestra adhesión al movimiento caiga en un voluntarismo.
Ciertamente es la voluntad lo que nos une entre nosotros, pero la voluntad impulsada por un juicio claro, por la fe: la adhesión voluntarista al movimiento, sin embargo, es obtusa, porque aunque estemos ocupados a tope, nuestra conciencia no está iluminada, no anhela una vida nueva, no sabría dar razón de la esperanza que la anima.
Así nuestra adhesión al movimiento decae en una militancia activista, a veces esquemática y de no larga duración, pero se degrada en intimismo.
La presencia, en cambio, constituye una resistencia frente al mundo y a la mentalidad común. ¿Cómo se obtiene esta resistencia? No necesariamente afanándose o haciendo quién sabe qué, sino llevando dentro del mundo y del ambiente, una mirada y una actitud nuevas, un juicio y un afecto por cosas y personas, hasta hacer explícito el anuncio. Esto es, el motivo de la alegría que tenemos, la conciencia de nuestra fe, lo que nos apremia expresado en palabras.
La presencia es una experiencia humana nueva dentro del ambiente. Insisto en la palabra ‘ambiente’, que muchos no comprenden y no consideran. La madurez tiene como condición objetiva el impacto con el ambiente. De no ser así tendremos gente adulta en edad, pero gravemente obtusa o incompleta, como ha sido para muchos la forma de vivir el cristianismo en estos años. Esta experiencia humana tiene su fermento en la certeza victoriosa de la fe. «La justicia es la fe». «Esta es la victoria que vence al mundo, la fe». «Desbordo de gozo en medio de mis tribulaciones». El síntoma más bello es ver a la persona cobrar protagonismo ante lo particular, cobrar iniciativa hacia la banalidad del instante. Entonces no queda nada que sea fútil.
Hay quien dice: «Si tuviese esto o lo otro, si estuviese con éstas u otras personas». Sin embargo, serías lo mismo, porque el problema es otro: es vivir la fe en su Presencia.
El movimiento es la realidad constituida por estas presencias, el conjunto de estas presencias, no un largo elenco de nombres pertenecientes a las distintas comunidades o de iniciativas (de esta forma la vida se empobrece). El movimiento es el conjunto de unas presencias y de la unidad entre ellas. Demasiado a menudo contactamos con las personas en nuestros ambientes, pero no las contagiamos, no les alcanza una vida a través de nosotros.
¿Qué deseo tenemos de convertirnos en una presencia?
Ciertas discusiones sobre la diversidad en las comunidades (maestros, universitarios, trabajadores, responsables) o sobre la propia comunidad son discursos asociativos.
La comunidad - y la unidad del movimiento - es una determinada experiencia humana conformada por la fe.

5. Seguir
Sólo hay un factor que nos educa para ser una presencia, que nos sostiene en la fe hasta convertirnos en testimonios, que evita que seamos agitadores de una asociación, y nos hace partícipes de la presencia de Cristo y cambia la nuestra, según una forma que el hombre es incapaz de realizar, la unidad. Su presencia es la unidad que reconocemos entre nosotros. Este factor es el seguimiento. No aprendes tú solo, sino siguiendo e imitando a la comunidad en camino.
Fue así con Cristo, porque los apóstoles lo aprendieron siguiéndole; así la fe llegó hasta nosotros a través de la tradición.
La persona que guía es quien expresa el objetivo al que tiende el pueblo y en el que debe ser educado. ¿Cómo se guía? Quien guía influye en un solo modo: a través de la tensión que vive hacia el ideal. Solo si vive la tensión hacia el ideal al que guía a los demás, es serio seguirle. De otra forma se puede seguir a uno u a otro, pero es puro personalismo. El valor no es la persona, es la experiencia de Dios que tengo siguiendo a la experiencia de esa persona. Seguir no significa plantear preguntas o pedir permisos, sino aprender a vivir asimilando una experiencia más madura, es decir, los motivos y los criterios de una sensibilidad más humana.
La obediencia tiene que ver con el cambio de sí más que como obediencia a una organización. La obediencia a la organización, si no nace de una imitación que cambia el corazón, ahoga la creatividad.
Seguir es escuchar con intensidad (y nosotros no sabemos escuchar, repetimos palabras), identificarse con la experiencia que las palabras quieren expresar.
La consecuencia del verdadero seguimiento es que la persona aprende cada vez más a actuar por sí misma, a juzgar, a sentir afecto hacia todo, a compartir, a anunciar por sí mismo: no de forma individualista, porque si uno vive la conciencia de la propia pertenencia a Cristo se vuelve capaz de llevar la comunión en sí mismo. Además el verdadero seguimiento nos hace capaces de contribuir a la vida de la comunidad con sugerencias, observación crítica y creatividad. Quien guía una comunidad o una diaconía debe interesarse por este reclamo y valorarlo.
Seguir hace comprender que no se sigue a una persona o a una comunidad, sino a la experiencia de fe en la que se desea participar cada vez más y que llamamos movimiento.
El movimiento es el lugar adecuado del seguimiento. Es cierto que la educación sucede a través de personas, pero no son ellas el lugar educativo: éste está en la objetividad del movimiento. Hay un test muy sencillo para comprender si una persona es digna de seguimiento: si verdaderamente sigue, si él en primer lugar sigue el movimiento.
De la misma manera el movimiento no sería un lugar educativo si no viviera el seguimiento a la Iglesia.
Todos queremos asistir al crecimiento de nuestra persona y el Señor nos ha indicado su término en el capítulo 15 de Juan: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado», pues la alegría es el signo de la humanidad verdadera.
Crecer en la fe implica crecer en la posibilidad de la alegría, libremente, dentro de cualquier condicionamiento, realizar la verdad de nuestra persona. El Señor ha identificado su objetivo por el que se mueve y hace todo con la palabra “bienaventurados”, esto es, alegres.
«Estad siempre alegres, os lo repito, estad alegres»: este puede ser un criterio para nuestro examen de conciencia todas las noches.