La Eucaristía: fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia

SÍNODO DE LOS OBISPOS
Angelo Scola

RELACIÓN ANTERIOR A LA DISCUSIÓN DEL RELATOR GENERAL, S. EM. R. CARD. ANGELO SCOLA, PATRIARCA DE VENECIA (ITALIA)

INTRODUCCIÓN

Eucaristía: la libertad de Dios va al encuentro de la libertad del hombre.

I. Asombro eucarístico
II. La Eucaristía implica evangelización
III. La Eucaristía y la ratio sacramentalis de la Revelación

CAPÍTULO PRIMERO
El novum del culto cristiano

I. La “logike latreia” (Rm 12, 1)
II. El valor del rito eucarístico
III. La celebración eucarística hace la Iglesia
1. Una primera confirmación: el Obispo, liturgo por excelencia
2. Una segunda confirmación: la naturaleza del templo cristiano
3. Una tercera confirmación: ¿“Intercomunión”?

CAPÍTULO SEGUNDO
La acción eucarística

I. Elementos distintivos de la celebración eucarística
1. Inseparable unidad de liturgia de la palabra y liturgia eucarística
a. El don eucarístico: ni derecho ni posesión
a1. Asambleas dominicales en espera de sacerdote
a2. Viri probati?
2. Adoración
3. Actitud de confesión y penitencia
a. Los divorciados y casados nuevamente y la comunión eucarística
4. Ite missa est
II. Ars celebrandi y actuosa participatio

CAPÍTULO TERCERO
Dimensión antropológica, cosmológica y social de la Eucaristía

I. Dos premisas
1. Eucaristía y evangelización
2. Eucaristía, interculturalidad e inculturación
II. Dimensión antropológica de la Eucaristía
III. Dimensión cosmológica de la Eucaristía
IV. Dimensión social de la Eucaristía

CONCLUSIÓN
La existencia eucarística en los sufrimientos contemporáneos

I. Exposición sintética
II. Un auspicio final

INTRODUCCIÓN
Eucaristía: la libertad de Dios va al encuentro de la libertad del hombre

I. Asombro eucarístico

Cuando celebramos la Eucaristía, “los fieles pueden revivir de alguna manera la experiencia de los dos discípulos de Emaús: ellos abrieron los ojos y la reconocieron”
(Lc 24, 31) [1]. Por esto Juan Pablo II afirma que la acción eucarística suscita asombro [2]. El asombro es la respuesta inmediata del hombre a la realidad que lo interpela. Manifiesta el reconocimiento que la realidad le es amiga, es un positivo que encuentra sus mismas expectativas constitutivas. San Pablo, escribiendo a los Romanos, explica la razón: la realidad custodia el designio bueno del Creador. A tal punto que el Apóstol ha podido decir sobre los hombres que “se ofuscan en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció” que son “inexcusables” porque “habiendo conocido a Dios” desde el momento en que “desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad”, “no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias” (cfr. Rm 1, 19-21)
Incertidumbre y temor, en cambio, pueden presentarse en un segundo tiempo en la experiencia del hombre, cuando, a causa de la finitud y del mal, en él se abre paso el miedo a que la positividad de la realidad no permanezca.
Así, por una parte, la acción eucarística, como además todo el cristianismo en cuanto fuente de asombro [3], se inscriben en la experiencia humana como tal. Sin embargo, por otra parte, Ella se manifiesta como un acontecimiento inesperado y totalmente gratuito. En la Eucaristía se revela que el de Dios es un designio de amor. En Ella el Deus Trinitas, que en Sí mismo es amor (cfr. 1Jn 4, 7-8), asume la condición humana en el Cuerpo donado y en la Sangre derramada por Cristo Jesús, hasta hacerse comida y bebida que alimentan la vida del hombre (cfr. Lc 22, 14-20; 1Cor 11, 23-26).
Como los dos de Emaús, regenerados por el asombro eucarístico, retomaron el propio camino (cfr. Lc 24, 32-33) así también, el pueblo de Dios, abandonándose a la fuerza del sacramento, es impulsado a compartir la historia de los hombres.
Juan Pablo II con gran visión de futuro, que Benedicto XVI hizo inmediatamente suya, quiso prolongar los benéficos frutos del Gran Jubileo en el especial Año de la Eucaristía [4], estableciendo que esta XI Asamblea General del Sínodo de los Obispos fuese dedicada a La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La solemne celebración eucarística con la cual ayer hemos comenzado en la Basílica de san Pedro, nos ha abierto objetivamente a esa actitud de asombro que, si oportunamente secundada durante nuestros trabajos, contribuirá a redescubrir la centralidad y la belleza de la Eucaristía a la Iglesia difundida en todo el mundo.
¿Por qué la Eucaristía es el fascinante corazón de la vida del pueblo de Dios destinado a la salvación de la entera humanidad? Porque ella revela y hace presente en el hoy de la historia a Jesucristo como sentido cumplido de la existencia humana en todas sus dimensiones personales y comunitarias [5]. Y lo documenta a nivel antropológico, cosmológico y social.
“El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”[6]: en la Eucaristía, esta central afirmación conciliar, revela todo su realismo. En el pan y en el vino, frutos de la tierra y del trabajo, se recapitula el ofrecimiento total que el hombre, uno en alma y cuerpo[7], hace de sí mismo, de sus afectos y de su obrar; se expresa su relación de permanente interacción con el cosmos y, al mismo tiempo, se documenta su originaria solidaridad con todos los hermanos hombres, a partir de la familia y de la comunidades más próximas para alcanzar hasta los extremos confines de la tierra.
En el don eucarístico se le consiente al creyente el acceso a la Verdad viviente y personal que hace “realmente libres”. (cfr. Jn 8, 36). En la Eucaristía la invitación de Jesús “si quieres ser perfecto” (Mt 19, 21) asume toda su densidad. El hombre es provocado para salir de sí mismo e ir hacia los otros y hacia toda la realidad, para que sea satisfecho el deseo inextirpable de felicidad que lleva en su propio corazón [8]. En la Eucaristía Jesús se convierte concretamente en Camino hacia aquella Verdad que da la Vida (cfr. Jn 14, 6) [9].
En Ella, la Iglesia, realidad a la vez personal y social llega a ser concretamente un pueblo de pueblos, esa admirable entidad étnica sui generis de la que hablaba Paulo VI[10].
Fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia “es todo el Triduum Paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico” – en cuanto actúa - “una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”[11].
Por esto desde hace dos mil años el pueblo santo de Dios, a cualquier generación, clase social, raza o cultura pertenezca, se reúne cada domingo en la eclessia eucarística, confesando públicamente su propia fe. La Eucaristía, de hecho, en sí misma y en su conexión con el septenario sacramental, revela todo el alcance del misterio de la fe [12]. Esto explica concretamente la razón por la cual aún en tiempos y en lugares de mayor sufrimiento, la Iglesia sostenida por el Espíritu, nunca ha flaqueado. A impedirlo ha contribuido precisamente la praxis bimilenaria[13] de poner en el centro la acción eucarística dominical.
Son estos, en extrema síntesis, los motivos que pueden suscitar el asombro eucarístico en hombres y mujeres de todo tiempo y de todo lugar. La presente Relatio ante disceptationem se propone ilustrarlos un poco. En el cuadro preparatorio trazado por los Lineamenta antes y por el Instrumentum laboris después, sin tener la pretensión de que sea completo, pero sin evitar los principales problemas, ella tiene solamente la finalidad de abrir el diálogo entre los Padres Sinodales.
Para mayor comodidad, anticipo las articulaciones. Después de haber hecho referencia al asombro eucarístico, la Introducción (Eucaristía: la libertad de Dios va al encuentro de la libertad del hombre) evidencia el nexo de la Eucaristía con la evangelización y con la ratio sacramentalis propia de la Revelación. En el Primer Capítulo (El novum del culto cristiano) trataré de poner de relieve la novedad del culto cristiano. El Segundo Capítulo (La acción eucarística) tratará la acción eucarística en sus elementos distintivos y en el necesario nexo entre ars celebrandi y actuosa participatio. Un Tercer capítulo (Dimensión antropológica, cosmológica y social de la Eucaristía) quiere mostrar de qué manera la Eucaristía posee intrínsecamente una dimensión antropológica, una dimensión cosmológica y una dimensión social. La Conclusión (La existencia eucarística en los sufrimientos contemporáneos) ofrecerá una exposición sintética de la materia desarrollada para terminar con un breve auspicio para nuestros trabajos.

II. La Eucaristía implica evangelización

Los datos recogidos de el Instrumentum laboris, preparado en vista de esta Asamblea Sinodal, muestran que la práctica eucarística es muy variada en las grandes áreas del globo. Esto ciertamente tiene que ver con sus significativas diferencias culturales, que se manifiestan de manera evidente en la calidad de la participación a la Eucaristía que, a su vez, está relacionada a la autenticidad del ars celebrandi.
Un relevamiento general, sin embargo, es necesario. El apagarse del asombro eucarístico depende, en último análisis, de la finitud y del pecado del sujeto. Frecuentemente esto encuentra un terreno de cultura en el hecho que la comunidad cristiana que celebra la Eucaristía está lejos de la realidad. Vive abstractamente. Ya no le habla al hombre concreto, a sus afectos, a su trabajo, a su descanso, a sus exigencias de unidad, de verdad, de bondad, de belleza. Y así la acción eucarística, separada de la existencia cotidiana, ya no acompaña al creyente en el proceso de maduración del propio yo y en su relación con el cosmos y con la sociedad.
La Asamblea Sinodal deberá indagar atentamente este estado de cosas y sugerir los remedios posibles. No podrá limitarse a ratificar la centralidad de la Eucaristía y del dies Domini. Objetivamente la misma está fuera de discusión, pero la dificultad está en cómo reavivar el asombro, generado por la Eucaristía, en los numerosos bautizados no practicantes (en algunos países europeos pueden superar el 80%). “Antes que los hombres puedan acercarse a la liturgia - no debemos olvidarlo -, es necesario que sean llamados a la fe y a la conversión”[14]. Son, por lo tanto, indispensables el anuncio y el testimonio personal y comunitario de Jesucristo a todos los hombres con el fin de suscitar comunidades cristianas vitales y abiertas. Además la vida de tales comunidades requiere una sistemática formación al “pensamiento de Cristo” (1Cor 2, 16) (catequesis -de manera especial la que se refiere a la iniciación cristiana de los niños y de los adultos-, cultura). Pasa a través de la educación a lo gratuito (caridad, compromiso en el compartir social). Requiere una comunicación universal de la vida nueva en Cristo (misión). En una palabra, los factores constitutivos de la evangelización y de la nueva evangelización son implicaciones esenciales de la acción eucarística.

III. La Eucaristía y la ratio sacramentalis de la Revelación

El Concilio Vaticano II, sobre todo en la Constitución Dogmática Dei Verbum, ha puesto en evidencia el carácter de acontecimiento propio de la Revelación. De esta manera ha ofrecido una sólida base doctrinal al realismo eucarístico que sólo garantiza la contemporaneidad entre el Triduum salvífico de la Pascua y el hombre de cada tiempo. La Constitución profundiza la enseñanza del Vaticano I en clave cristocéntrica. La Revelación se cumple y completa en la Persona y en la historia de Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, crucificado, muerto y resucitado por nosotros los hombres y por nuestra salvación[15]. En Su obra de redención Él revela el rostro misericordioso del Padre que, mediante la potencia del Espíritu del Resucitado, nos hace hijos en el Hijo (cfr. Ef 1, 5). “Nomen Trinitatis publicando”[16] Jesucristo, a través del don total de Su vida inocente, resuelve el enigma del hombre y, de tal manera, valoriza su libertad permitiéndole decidir sobre sí mismo. Jesucristo, de hecho, le pide a la libertad de cada hombre que acoja, mediante la obediencia de la fe, éste Su don en cada acto de la propia existencia (cfr. Ap 3, 20). Tal acogida implica a su vez, por parte del hombre, el don total de sí (cfr. Mt 19, 21). A esto se sigue la exclusión de toda concepción mágica del sacramento en general y de la Eucaristía en particular.
El evento único e irrepetible del Tridiuum Paschale ha sido Cristo mismo anticipado en la Cena con los Suyos, que Él ha querido fuertemente (cfr. Lc 22, 15). Sentándose a la mesa con los apóstoles en el cenáculo, Jesús ha instituido la Eucaristía. A través del don del Espíritu Santo que hace posible actuar eficazmente el mandamiento “haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19; 1Cor 11, 25). Él abre al creyente de todos tiempos la posibilidad de participar de la salvación.
En la acción eucarística, por lo tanto, la libertad de Dios encuentra afectivamente la libertad del hombre. A partir de este encuentro de libertad el cristiano, signado por el reconocimiento del don de Dios y de la comunión con Él y con los hermanos, se ve impulsado a dar a toda su vida una forma eucarística[17]. Y esto porque en la Eucaristía se manifiesta en modo eminente lo que Fides et ratio llama la “ratio sacramentalis de la revelación”[18]. Ella permite al fiel descubrir que, a través de todas las circunstancias y todas las relaciones de las que está objetivamente constituida la existencia humana, el evento de Jesucristo llama su libertad a una progresiva implicación en la vida de la Trinidad. Es Jesucristo mismo que lo acompaña en esta experiencia: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
(Mt 28, 20). Por esto Él asegura a la comunidad cristiana Su amorosa presencia: “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. (Mt 18, 20).
Así ha vivido desde el comienzo la comunidad primitiva: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones.” (Hch 2, 42). Y sobre la vida de este pueblo de Dios que atraviesa la historia, arroja una luz fulgurante la perspectiva escatológica en la cual Jesús ha colocado, desde su institución, la acción eucarística: “Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre”. (Mt 26, 29; Mc 14, 25; Lc 22, 18).
La ratio sacramentalis implicada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, muestra que la vida de todo hombre es objetivamente vocación. Cada estado de vida[19] -matrimonio, sacerdocio, virginidad consagrada- recibe del misterio eucarístico la raíz última de la propia forma. Por lo tanto, en la convocatoria eucarística, cada creyente encuentra el origen y el sentido de la propia vocación que imprime a su existencia una forma eucarística.

CAPÍTULO PRIMERO
El novum del culto cristiano

El dato imponente de la praxis bimilenaria de la celebración eucarística dominical, decisivo para la génesis y el crecimiento de las comunidades cristianas de todo tiempo y lugar, no es casual. Este primado de la Eucaristía como acción se explica exhaustivamente a partir de la ratio sacramentalis de la revelación de la cual brota la forma eucarística de la existencia cristiana. Por esto es necesario poner con decisión en el centro de nuestros trabajos sobre la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia, la profundización de la acción eucarística misma. Esta elección permite superar toda falsa oposición entre teología y liturgia.

I. La “logike latreia (Rm 12, 1)

Aunque se reconozca junto con los estudiosos una cierta diferenciada continuidad antropológica con los ritos propios de las variadas formas religiosas, de manera particular con los ritos sacrificiales del Antiguo Cercano Oriente, con la cenas helenistas y en especial con las comidas del judaísmo de la época helenista, hoy es reconocido por todos que la Eucaristía de Jesús en la Ultima Cena ha dado vida a un novum.
La institución de la Eucaristía se inserta en una cena ritual, cuyo contexto pascual es un dato indudable (cfr. Mt 26, 19-20; Mc 16-18; Lc 22, 13-14; Jn 13, 1-2)[20], como la singular acción mediante la cual Jesús asocia a los Suyos a Su hora y su misión anticipando el sacrificio de su Pascua, camino definitivo para la Instauración del Reino. Comiendo Su Cuerpo y bebiendo Su sangre, los discípulos son incorporados a Cristo: de tal modo se aplica esa comunión que constituye la Iglesia.
En la Última Cena de Jesucristo, “dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas”[21], se ofrece a Sí mismo como única víctima proporcionada al Padre (cfr. Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-24; Lc 22, 19-20; 1Cor 11, 23ss). En este acto Él implica también a los Suyos, no para el recuerdo formal y triste de Su persona y de Su acción, sino para la permanente y activa participación a su ofrecimiento por parte de sus discípulos hasta el final de los tiempos: “haced esto en recuerdo mío” (Lc 22, 19).
Emerge así el vínculo indisoluble que liga la Eucaristía a la Iglesia y la Iglesia a la Eucaristía. No por casualidad ecclesia es el término técnico que, desde del comienzo, indica la acción de la unión eucarística de los cristianos (cfr. 1Cor 11, 18; 14, 4-5.19.28). “La Iglesia vive de la Eucaristía desde sus orígenes. En ella encuentra la razón de su existencia, la fuente inagotable de su santidad, la fuerza de la unidad y el vínculo de la comunión, el impulso de su vitalidad evangélica, el principio de su acción de evangelización, el manantial de la caridad y la pujanza de la promoción humana, la anticipación de su gloria en el banquete eterno de las Bodas del Cordero”. (cfr. Ap 19, 7-9)[22].
A partir de todo lo dicho, la acción eucarística emerge con toda su fuerza de fuente y cumbre de la existencia eclesial del cristiano, porque manifiesta, al mismo tiempo, tanto la génesis como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiken latreian: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual”. (logiken latreian) (Rm 12, 1). En esta visión paulina del nuevo culto como ofrecimiento total de la propia persona –“Él haga de nosotros un sacrificio perenne agradable a Ti”[23]-, se supera definitivamente toda separación entre lo sagrado y profano. El culto cristiano no es un paréntesis en el interior de una existencia vivida en un horizonte profano. Tampoco es un puro acto sacrificial y reparatorio de las ofensas o del alejamiento de la mirada de Dios. El nuevo culto cristiano se convierte en expresión de toda la existencia renovada: “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”. (1Cor 10, 31). Todo acto de libertad del cristiano está llamado a ser acto de culto. De aquí toma su forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la espiritualidad cristiana.
Puesto que asume lo humano en toda su densidad histórica, la Eucaristía, vértice del septenario sacramental[24], hace posible, día a día, la progresiva transfiguración del hombre predestinado y llamado por gracia a ser a imagen del Hijo mismo (cfr. Ef 1, 4-5). Pensemos en la extraordinaria eficacia del Bautismo: descubrimos que los hijos, incorporados a Cristo en la Iglesia, son nuestros porque son hijos del Padre nuestro que está en los cielos. La Confirmación revela a quienes se confirman, llamados al testimonio, que los efectos y el trabajo reciben su verdad del don del Espíritu de Jesucristo muerto y resucitado. A través del sacramento la experiencia determinante de la vida afectiva, el Matrimonio, es confiada por la Iglesia al Señor. Sólo Él está en condiciones de realizar el para siempre” del amor que cada esposa y cada esposo, cuando ama verdaderamente, tiene en el corazón. ¿Y no es tal vez la más humana y delicada atención a la libertad –muchas veces herida por el pecado- la que la Iglesia nos ofrece invitándonos a la reconciliación con Dios y con los hermanos en el sacramento de la Penitencia? Cuando, más tarde el hombre es herido en la propia carne por la inevitable prueba de la enfermedad, la Unción de los enfermos expresa la cercanía especial de Jesús que tanto ha padecido y ha muerto y resucitado por nosotros. Una cercanía del todo especial, siempre que esté acompañada por la regular posibilidad ofrecida a los enfermos para recibir la Comunión y, cuando es necesario, el Santo Viático. Esto es para que nosotros podamos sanar rápidamente y, en todo caso, no perdamos la esperanza de resucitar con Él y así reencontrarlo y reencontrarnos en nuestro verdadero cuerpo. Otros, no por sus méritos sino por iniciativa del Espíritu de Jesús, son llamados al servicio del pueblo de Dios como ministros ordenados (sacramento del Orden).
De esta manera la vida litúrgica de nuestras comunidades no hace otra cosa que testimoniar cómo en el concreto desenvolverse de la humana existencia –nacimiento, relaciones, amor, dolor, muerte, vida después de la muerte – Jesús se hace presente a todos los hombres cada día, en cada situación[25]. En el cuadro trazado surgió aquí nuevamente la fuerza de la ratio sacramentalis propria del genio católico.

II. El valor del rito eucarístico

En esta visión inaugurada por la Eucaristía cristiana no sólo el culto sino también el rito asumen una fisonomía radicalmente nueva .La de la acción de Cristo mismo que, con el don del Espíritu Santo, admite a los Suyos ante la presencia del Padre para “cumplir el servicio sacerdotal”[26].
Por su naturaleza de manantial de la logiken latreian la acción ritual eucarística es también objetivamente la más esencial y decisiva de todas las acciones humanas. De hecho, en el rito eucarístico, y en un determinado momento, hace irrupción el significado cumplido de la historia, y por tanto su verdad. De este modo el rito eucarístico lleva a cabo una pausa en el sucederse de las vicisitudes cotidianas del hombre, pero es precisamente en el espacio abierto por dicha pausa cuando el hombre aprende a decidirse por la verdad que le es donada objetivamente en el mismo rito. Esta elección se da en la fe: se puede relacionarse con la verdad donada sólo en la total entrega de sí. Por lo tanto la acción eucarística es fuente y cumbre de la existencia eclesial cristiana en virtud de la fuerza de la celebración misma del rito que, en toda su sustancial plenitud, expresa adecuadamente la fe vivida del pueblo cristiano.
Incluida temporal y espacialmente en la trama de la existencia cotidiana, pero al mismo tiempo proveniente “de lo alto” en cuanto sacramento, es decir signo e instrumento eficaz de la gracia divina, la acción ritual eucarística se convierte en paradigma de toda la existencia del hombre[27]. El rito eucarístico no es accidental con respecto a la existencia personal y social, ni extrínseco al inevitable ser del hombre para el mundo, sino centro de la vida real de la nueva criatura (cfr. 2Cor 5, 17; Gal 6, 15). Su existencia es totalmente humana y por lo tanto histórica, pero al mismo tiempo, gracias a la memoria eucarística del Cuerpo donado y de la Sangre derramada del Crucificado Resucitado, ella vive ya en la perspectiva eterna de la resurrección (cfr. 1Cor 15, 19-22)[28]. En la acción eucarística la liturgia terrenal está íntimamente unida a la celestial[29]. El intercambio de comunión entre vivos y muertos, del que la Misa de sufragio para los difuntos es una importante expresión, constituye un testimonio permanente de la fe de la Iglesia en el nexo inseparable entre la vida terrena y la vida eterna[30].
Esta visión unitaria de la acción eucarística como corazón de toda la existencia cristiana está siempre presente en la conciencia eclesial. Desde la identificación con la acción llevada a cabo por Jesús tal como se conserva en el canon bíblico, hasta la traditio que en su incesante ritmo de transmisión y de recepción la asegura a lo largo del tiempo y del espacio; desde las formas litúrgicas de los primeros siglos en toda su variedad que aún se reflejan en los ritos litúrgicos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la predominancia del rito romano; desde las precisas indicaciones del Concilio de Trento y del Misal de Pío V hasta la reforma del Vaticano II: cada etapa de la vida de la Iglesia confirma que la acción eucarística, fuente y cumbre de la existencia eclesial cristiana, coincide con el rito sacramental que genera y lleva a cabo el culto nuevo y definitivo (logiken latreian).
La consideración del rito en toda su plenitud permite evitar toda fragmentación y yuxtaposición entre la acción eucarística y las exigencias de la nueva evangelización, que van desde el anuncio testimonial en cada ambiente de la humana existencia hasta las necesarias implicaciones antropológicas, cosmológicas y sociales que la Eucaristía pone en marcha. Además, permite a la comunidad cristiana seguir, simultáneamente, con fidelidad las rúbricas litúrgicas y con gran ductilidad las instancias de la inculturación.

III. La celebración eucarística hace la Iglesia

El asombro eucarístico de los dos discípulos de Emaús se refleja en la maravilla de la acción litúrgica de la celebración eucarística. Ésta es el acto del culto llamado a manifestar de modo eminente el único evento pascual.
En la Ultima Cena Jesús manifiesta claramente con Sus gestos y con Sus palabras el vínculo intrínseco entre el reino del Padre y Su destino personal (cfr. Mt 26, 29; Mc 14, 25, Lc 22, 15-16; Jn 12, 23-24). En la identificación transformadora del pan y del vino con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (presencia real[31]), la Última Cena anticipa sacramentalmente el sacrificio de la nueva Pascua como la forma mediante la cual el Padre lleva a cabo, en el Hijo y con la obra del Espíritu Santo, Su designio redentor de salvación: “Tomó luego pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de cenar,tomó la copa, diciendo: Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros”. (Lc 22, 19-20). A nadie se le escapa la dificultad que el lenguaje sacrificial, empleado por la Escritura y por la tradición de la Iglesia[32], encuentra en la cultura actual[33]. Sin embargo, si se quiere respetar toda la densidad del don incondicional que Jesucristo hace de Sí mismo, hoy urge redescubrir la Eucaristía como sacrificio. Jesucristo llama a los Suyos a esa forma integral de culto (logiken latreian) que es el ofrecimiento de toda su propia vida, en la cual el cristiano es modelado de manera progresiva y precisamente mediante la plena, consciente y activa participación en la celebración eucarística[34].
La invitación a comer Su Cuerpo y a beber Su Sangre (comunión) constituye el camino seguro hacia la salvación (cfr. Jn 6, 47-58)[35]. Por tanto, el memorial, en continuidad con la pascua hebrea (cfr. Dt 16, 1ss), posee la concreción física de la asunción de la especie eucarística, al reparo de toda reducción intelectualista de la fe. El fruto de esta acción es la comunión sacramental con Cristo (cfr. 1Cor 10, 16), hecha posible por el amor con el cual el Espíritu glorifica la carne del Resucitado. El mismo Espíritu que movió a Cristo al don total de Sí mismo mueve a los Suyos a acogerlo en la obediencia de la fe, los mueve a permanecer en Él y a recibir así la vida como Él la recibe del Padre (cfr. Jn 14, 26; 16, 13).
Este sacramento es dado por la comunión de los hombres en Cristo. Para Pablo la koinonia es el fruto de la Eucaristía mediante la cual los cristianos, incorporados a Cristo, se convierten en un solo cuerpo y participan de un solo Espíritu (cfr. 1Cor 10, 16-17) [36]. Ellos constituyen el nuevo pueblo de Dios que, guiado por los sucesores de los apóstoles cum et sub el sucesor de Pedro, recorre la historia con la esperanza cierta de que Jesús Resucitado constituye el anticipo de su personal resurrección (cfr. 1Cor 15, 17-20).
Fuera de esta comunión eucarística y sacramental la Iglesia no está plenamente constituida[37]: La Eucaristía hace la Iglesia. El nuevo pueblo de Dios (cuerpo eclesial) se configura a partir del Cuerpo eucarístico de Cristo que hace sacramentalmente presente el Cuerpo de Jesús nacido de la Santísima Virgen María[38]. El cuerpo eclesial llega de esta manera modelado como cuerpo de Cristo presente en el tiempo y en la historia, en virtud del vínculo que lo liga inseparablemente con el Cuerpo eucarístico de Cristo[39]. Y precisamente en la celebración ritual de la Eucaristía, es donde la Iglesia materializa la forma misma de su identidad de pueblo reunido por el amor de Dios.

1. Una primera confirmación: el Obispo, liturgo por excelencia

Aún aparece más claro si se vuelve la vista hacia la venerable tradición que siempre ha reconocido en el Obispo al liturgo por excelencia y al administrador de los sacramentos[40]. El Obispo no preside la Eucaristía, en virtud de una razón meramente jurídica, porque sea el “jefe” de la iglesia local, sino por la fidelidad al mandamiento mismo del Señor que ha confiado el memorial de su Pascua a Pedro y a los apóstoles. Los ha constituido fieles dispensadores de Sus misterios y, en virtud de esto, primeros responsables del anuncio evangélico en el mundo entero. Por esta razón “el Obispo diocesano es el guía, el promotor y el custodio de toda la vida litúrgica. En las celebraciones que se llevan a cabo bajo su presidencia, sobre todo en la eucarística, celebrada con la participación del presbítero, de los diáconos y del pueblo, se manifiesta el misterio de la Iglesia” [41]. Esto es particularmente evidente en la ordenada celebración eucarística “que manifiesta en modo apropiado la unidad del sacerdocio”[42] La comunión con el Obispo es la condición para que sea legítima la concelebración eucarística a favor del pueblo de Dios.
Se hace nuevamente evidente la fecundidad de la ratio sacramentalis de la revelación: el sujeto eclesial (personal y comunitario) no participa completamente en la redención si no recibe la modalidad sacramental que constituye el modo que Jesús ha elegido para permanecer dentro de las vicisitudes humanas.

2. Una segunda constatación: la naturaleza del templo cristiano

Una segunda constatación de cómo la celebración eucarística hace la Iglesia, es la radical diversidad entre el templo cristiano y el pagano y el mismo templo judío. Mientras el templo pagano y el judío estaban caracterizados por la presencia de la divinidad y a causa de tal presencia eran considerados sagrados y sacralizantes, el “lugar” de culto cristiano consiste en un cierto sentido en la misma acción de la celebración del misterio. El vocablo ecclesia indica la acción del reunirse los cristianos. Sólo como consecuencia pasó a indicar el lugar mismo en el cual, en dicha reunión, se materializa la presencia divina.
Además, mientras en el templo pagano y, en cierto sentido, también en el judío, el encuentro de los fieles es de alguna manera casual, en el lugar de culto cristiano dicho encuentro es constitutivo del templo mismo. Los fieles individuales son las piedras vivas del templo (cfr. 1Pt 2, 5).El Espíritu es el cemento que los unifica (cfr. Ef 2, 22).
Esto explica el cuidado con el que la Iglesia no cesa de ofrecer indicaciones referidas a la arquitectura y al arte sacro[43]. Los templos, de hecho, deben ser modelados en base a la asamblea litúrgica en actu celebrationis, como “epifanía” de la communio hierarchica que es la Iglesia.

3. Una tercera confirmación: ¿“Intercomunión”?

Un problema pastoral muy delicado, ligado al ámbito ecuménico, permite una ulterior verificación del hecho de que, en el interior del inseparable nexo entre Eucaristía e Iglesia, la causalidad de la Eucaristía sobre la Iglesia (la Eucaristía hace la Iglesia) es esencial y prioritaria con respecto a la de la Iglesia sobre la Eucaristía (la Iglesia hace la Eucaristía)[44].
Este dato conduce a subrayar el peso decisivo de la Eucaristía en la praxis ecuménica.
Se conocen ya numerosos estudios sobre la materia[45]. Ellos son, al mismo tiempo, consecuencia y causa del intenso trabajo ecuménico del XX siglo. Antes que nada se debe destacar la sustancial comunión de fe entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas sobre el tema Eucaristía y sacerdocio[46], comunión que, a través de una mayor y recíproca profundización de la Celebración Eucarística y de la Divina Liturgia, está destinada a crecer[47]. Se debe además recibir positivamente el nuevo clima a propósito de la Eucaristía en las comunidades eclesiales nacidas a partir de la Reforma. Según diversos grados y con alguna excepción, también tales comunidades subrayan cada vez más el carácter decisivo de la Eucaristía como elemento clave en el diálogo y en la praxis ecuménica.
En base a esto y a otros datos se puede entender que, aún después de los pronunciamientos del Magisterio sobre este tema[48], no cesa de presentarse la siguiente cuestión: ¿la “intercomunión” de los fieles pertenecientes a diversas Iglesias y comunidades eclesiales puede constituir un instrumento adecuado para favorecer el camino hacia la unidad de los cristianos?
La respuesta depende de una atenta consideración de la naturaleza de la acción eucarística en toda su plenitud de mysterium fidei[49]. La celebración eucarística, de hecho es por su naturaleza profesión de fe integral de la Iglesia.
Al incluir el sacrificio del Gólgota en la Última Cena, el Señor lleva a cabo la comunión de Su Persona con Sus discípulos y la hace posible a todos los fieles de todos los tiempos y lugares. La participación a tal comunión supera la capacidad del amor humano y de sus, sin duda, nobles intenciones. Mediante la escucha de la Palabra que se realiza plenamente en el acto de acoger el ofrecimiento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, la acción eucarística expresa la plenitud de la fe y la unidad visible de los fieles a cuyo servicio Jesús envía a los apóstoles come sacerdotes y pastores.
Sólo cuando aplica la plena profesión de fe apostólica en este misterio, la Eucaristía hace la Iglesia. Si es la Eucaristía la que asegura la verdadera unidad de la Iglesia, una celebración o una participación en la Eucaristía que no implique el respeto de todos los factores que llevan a su plenitud, terminaría, más allá de toda buena intención, dividiendo, posteriormente y desde el primer momento, a la comunidad eclesial. La intercomunión, por lo tanto, no parece un medio adecuado para alcanzar la unidad de los cristianos[50].
Esta afirmación sobre la intercomunión no excluye que, en circunstancias totalmente especiales y respetando las condiciones objetivas[51], se puedan admitir en la comunión eucarística, en cuanto panis viatorum, individualmente a personas pertenecientes a Iglesias o comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En este caso el necesario rigor eclesial exige que se hable de hospitalidad eucarística. Estamos en presencia de la solicitud pastoral (histórico-salvífica) de la Iglesia que sale al encuentro de una especial circunstancia de necesidad de un fiel bautizado [52]. En estos casos la Iglesia católica admite en la comunión eucarística a un fiel no católico si éste lo pide espontáneamente, si manifiesta su adhesión a la fe católica en lo relativo al sacramento eucarístico y está espiritualmente bien dispuesto.
Las problemáticas que subyacen a la inadecuada categoría de “intercomunión” y la praxis de la hospitalidad eucarística urgen una ulterior reflexión, a partir del intrínseco nexo entre Eucaristía e Iglesia, sobre la relación entre comunión eucarística y comunión eclesial. En este sentido podrá resultar útil que la Asamblea Sinodal vuelva sobre este argumento.
Al responder a la impostergable urgencia del camino ecuménico no se debe, sin embargo, descuidar el camino principal. El no poder acceder a la concelebración eucarística y a la comunión eucarística por parte de los cristianos de diversas Iglesias y comunidades eclesiales y el carácter de excepción de la hospitalidad eucarística, no pueden ser sólo causa de dolor; más bien deben representar un estímulo permanente para la continua y común profundización del mysterium fidei que exige de todos los cristianos la unidad en la integral profesión de la fe.

CAPÍTULO SEGUNDO
La acción eucarística

Después de haber expuesto estos elementos de carácter metodológico para explicar el novum del culto y del rito cristiano, en este momento sería oportuno examinar de cerca la acción eucarística en sí misma. Antes que nada serán examinados los principales elementos distintivos de la celebración eucarística. En una segunda parte se propondrán reflexiones sobre el ars celebrandi y la actuosa participatio.

I. Elementos distintivos de la celebración eucarística

Una mirada sintética a los elementos distintivos de la celebración de la Eucaristía revela la fuerza de la armoniosa y articulada unidad del rito eucarístico. Aquí no se pretende hacer un análisis exhaustivo de los distintos momentos de la celebración eucarística, sino que nos limitaremos a identificar el núcleo esencial: la inseparable unidad de liturgia de la palabra y liturgia eucarística. A partir de cuanto se ha expuesto hasta ahora la consideraremos en su naturaleza esencial de don. Y, por consiguiente, se deberá poner de relieve cómo, frente a la presencia eucarísticamente concedida por Jesús, los fieles están llamados a la adoración , y cómo, frente a un misterio tan grande, deben confesar los propios pecados invocando el perdón. Ni se dejará de hacer referencia a la tarea (ite missa est) que por su naturaleza genera un don semejante.

1. Inseparable unidad de liturgia de la palabra y liturgia eucarística

En la evolución histórica que va desde la Última Cena de Jesús a la Eucaristía de la cual hoy la Iglesia vive, el núcleo constitutivo y permanente de la acción ritual está formado por la estrecha unidad entre liturgia de la palabra y liturgia eucarística[53].
En esta unidad “eulogia” y “eucaristía” proponen a la fe de los seguidores de Cristo el misterio pascual a través de la escucha y la explicación de las Escrituras (homilía )[54], inseparable de la actualización del sacrificio (oración eucarística) que culmina en la comunión con el pan y el vino transformados en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo [55]. Esto se ve en la estructura comparada de las narraciones de su institución, se puede captar en el acto de Emaús, se confirma en la descripción que de la vida común de los primeros cristianos nos ofrece los Hechos 2, 42. Así como, sin solución de continuidad, toda la historia da testimonio de la celebración eucarística hasta la hoy trazada en el actual Misal.
De esta inseparable unidad surgen algunos elementos constitutivos de la única Eucaristía de Jesucristo que representa la fe de los cristianos.
Ante todo, el protagonista de la acción litúrgica es Jesucristo. Él, concentrando Su Persona y Su historia en el evento de la Pascua, se revela al mismo tiempo como sacerdote, víctima y altar.
En cuanto sacerdote, Jesucristo, por el poder del Espíritu, se convierte en el pontífice entre Dios Padre y el pueblo (cfr. Eb 5, 5-10)[56]. Como testimonian los relatos de la Cena, Él mismo interpreta Su misión sacerdotal objetivamente en la eulogia escriturística y en la ofrenda del sacrificio. Pero Jesús es, al mismo tiempo, víctima propiciatoria (cfr. 1Gv 2, 2; 4, 10) y, de este modo, Su sacerdocio implica la entrega total de Sí mismo que se manifiesta en la ofrenda del pan y del vino transformados en Su Cuerpo entregado y en Su Sangre derramada (sacrificio[57]), del que el pueblo físicamente toma parte (comunión) [58]. Este sacerdote, que es también víctima, ofrece Su sacrificio en la cruz [59]. Clavado en la cruz baja del cielo a la tierra, reconciliando (redención) al hombre con Dios (cfr. Ef 2, 14-16; Col 1, 19-20). La cruz levantada en el Gólgota representará a todo el cosmos, y Cristo, sacerdote y víctima, llegará a ser una sola cosa con la cruz a la que está clavado. Se hace así también altar cósmico.
La conciencia de este hecho debería impedir el progresivo debilitamiento del sentido del misterio al que hoy están expuestas no pocas comunidades cristianas, sobre todo en la celebración eucarística. Para no caer en una visión “sacral” ciertamente no cristiana, se corre el riesgo, por así decirlo, de hacer de la liturgia una mera expresión de la dimensión “horizontal” de la comunidad, olvidando la “vertical”.
Jesucristo, único e irrepetible protagonista del rito eucarístico, convoca en el Espíritu a la asamblea de los cristianos, llamada a tomar parte de la fe (Credo), de manera articulada y ordenada, en los santos misterios celebrados en su favor (Misas pro populo). En el silencio, en el diálogo, en el canto, en los gestos se desarrolla la acción eucarística a través de la cual se comunica la salvación a la asamblea de los fieles [60]. Teniendo en cuenta todo lo dicho hasta ahora, resulta evidente la absoluta necesidad de una profundización de la formación litúrgica dirigida a todo el pueblo de Dios -nuestra catequesis debería recuperar la fundamental dimensión mistagógica de los primeros siglos- y, en especial, a todos aquellos que están llamados a desarrollar ministerios u oficios durante la celebración (presbíteros, diáconos, lectores, acólitos, ministrantes, schola cantorum).
Durante el desarrollo de los oficios de la celebración, en el interior del templo cristiano orientado hacia el altar, en coordinación con el ambón y la sede, el sacerdote cumple su singular ministerio con la especial asistencia del diácono. En el momento decisivo de la celebración él actúa in persona Christi capitis[61] asegurando, en virtud del sacramento del orden, no por casualidad incluido por Cristo mismo dentro de la institución eucarística de la Ultima Cena, lo que la común Tradición de oriente y occidente llama la economía sacramental[62]. Ella es obra del Espíritu Santo invocado durante la Eucaristía a través de la epiclesi para que lleve a cabo la conversión sustancial del pan y del vino en el. Cuerpo y la Sangre de Cristo[63] y para que genere la res eucarística que es la unidad de la Iglesia[64].
Así se explica cómo la indivisible unidad entre liturgia de la palabra y liturgia eucarística desemboca en la comunión sacramental[65], a la cual los fieles son admitidos, con signiticativo realismo a través del acto físico de la procesión. Mediante la asimilación de las sagradas especies, como ha profesado siempre la Iglesia, los fieles son asimilados a Cristo, a Él incorporados, para su salvación[66] y para la salvación del mundo[67]. Tiempo y espacio, insuprimibles coordenadas de la vida del hombre, son asumidos y transformados por la acción eucarística con vistas a esta salvación. Si la configuración del tiempo manifiesta esta transfomación del espacio, la belleza y la articulación del Año Litúrgico a partir del Triduo pascual pasando por el dies Domini y los tiempos litúrgicos, expresan eucarísticamente la redención del tiempo: ya no es una sucesión de instantes destinados a desvanecerse sino que se convierte en sacramento de lo eterno.

a.El don eucarístico: ni derecho ni posesión

El carácter de don propio de la acción eucarística, que implica la comunicación de la libertad del Deus Trinitas, en Jesucristo, le pide a la libertad de los hombres que su gratuidad no sea nunca desconocida. Aunque provoque un gran sufrimiento, su falta no confiere al fiel y al pueblo de Dios derecho alguno a la Eucaristía.
Por la misma razón, el don de la Eucaristía no puede ser nunca idolátricamente “poseído” por parte del hombre, no tolera una actitud casi gnóstica de pretendido dominio. Ni la adoración eucarística puede resolverse en una mirada que pretenda “com-prender” la latens deitas, aunque Jesucristo, en acto de extrema humillación, se une a la permanencia de la especie.

a1. Asambleas dominicales en espera de sacerdote.

El problema de la escasez de presbíteros se debe afrontar con coraje en el panorama de la Eucaristía como don. Esta situación ha dado lugar a un incremento considerable de las “asambleas dominicales en espera de sacerdote” (liturgias de la Palabra con o sin distribución de la Comunión, celebraciones de la Liturgia de las Horas o de devociones populares)[68].
En este sentido, es importante, ante todo, ratificar la pertenencia de cada comunidad, sobre todo, parroquias, a una diócesis[69]. Nunca se privó de la Eucaristía a la Iglesia particular. Por esta razón es una buena práctica pastoral alentar al máximo la participación a la Eucaristía en una de las comunidades de la diócesis, aún cuando esto requiera un cierto sacrificio.
En segundo lugar es útil subrayar claramente a los fieles el carácter propedéutico a la Eucaristía de cada celebración dominical en espera de sacerdote. Allí donde una cierta movilidad no fuese accesible, la conveniencia de estas asambleas se verá, precisamente, a partir de su capacidad para acentuar en el pueblo el ardiente deseo de la Eucaristía.
Los sacrificios, y hasta el heroísmo, cumplidos por no pocos cristianos perseguidos por vivir la Eucaristía muestran que su ausencia nunca puede ser colmada por otras, aunque significativas, formas de culto. Deseamos por ello rendir homenaje a la extraordinaria experiencia eucarística del difunto Cardenal Van Thuan durante su encarcelamiento.

a2. Viri probati?

Para atender a la escasez de sacerdotes, algunos, guiados por el principio salus animarum suprema lex, proponen ordenar fieles casados, de comprobada fe y virtud, los llamados viri probati. La solicitud, con frecuencia, está acompañada por el reconocimiento positivo de la bondad de la secular disciplina del celibato sacerdotal. Ellos, sin embargo, afirman que esta ley no debería impedir de dotar a la Iglesia de un número adecuado de ministros ordenados, cuando la penuria de canditatos al sacerdocio celibatario asumiese proporciones extremamente graves.
Es superfluo insistir aquí sobre los motivos teológicos profundos que han conducido a la Iglesia latina a unir la atribución del sacerdocio ministerial al carisma del celibato. Se impone, más bien, la pregunta: ¿esta elección y esta práctica son pastoralmente válidas aún en casos extremos como los que aquí han sido mencionados?
Parece razonable responder en sentido positivo. Al estar íntimamente ligado a la Eucaristía, el sacerdocio ordenado participa de su naturaleza de don y no puede ser considerado un derecho. Si es un don, el sacerdocio ordenado necesita ser incesantemente solicitado (cf. Mt. 9, 37-38). ¡Y se hace muy difícil establecer el número ideal de sacerdotes en la Iglesia, desde el momento que ella no es una “empresa” a la que se debe dotar de una determinada cuota de “personal directivo”
En el plano práctico, la impostergable urgencia de la salus animarum nos lleva a insistir con fuerza, sobre todo aquí, en la responsabilidad que cada Iglesia particular tiene frente a la Iglesia universal y, por lo tanto, frente a todas las otras Iglesias particulares. Serán, por lo tanto, de gran utilidad las propuestas que se harán en esta Asamblea Sinodal para individualizar los criterios para una más adecuada distribución del clero en el mundo. En este sentido, el camino a recorrer, se muestra aún largo.
Conviene, tal vez también, recordar que, a lo largo de la historia, la Providencia ha sostenido el valor profético y educativo del celibato, incluso al solicitar una disponibilidad especial para el ministerio sacerdotal en el ámbito de la vida consagrada, en el respeto de su carisma y de su historia. Se puede aquí citar la praxis de la ordenación de los monjes en las Iglesias orientales o en la tradición benedictina [70].

2. Adoración

El carácter de don proprio de la Eucaristía permite superar, precisamente a partir de una atenta consideración del rito de la Misa en su naturaleza de acción litúrgica, una contraposición impropia, que se creó, a veces, a partir de la época moderna, entre la Eucaristía como alimento que debe ser comido (convite) y como presencia divina para ser adorada.
Si es verdad que en el primer milenio la adoración eucarística no se manifestaba en las formas que nosotros conocemos actualmente, se puede afirmar sin embargo que, desde el origen, estuvo muy presente en la conciencia del pueblo de Dio. El segundo milenio explicitó ulteriormente su valor, no sin obtener beneficio de la controversia sobre la presencia real en el medioevo y sobre la presencia de Cristo en las especies eucarísticas con la Reforma.
Durante la Última Cena, la conciencia entre los comensales de la concreta presencia de Cristo, que se identifica con el pan y el vino consagrados (cf. Mc 14, 22-24; Mt 26-26-28; 1Cor. 11, 24-25; Lc 22, 19-20) pidiendo adoración, es imponente. Es innegable, por lo tanto, que la práctica de la adoración eucarística, tal como se lleva a la práctica hoy en la Iglesia latina, ha puesto aún más en evidencia un dato que pertenece a la esencia de la fe en el misterio eucarístico [71].
Poner como una alternativa el comer y el adorar significa no tener en cuenta la integralidad y la unidad articulada del misterio eucarístico [72]. La Cena eucarística no es únicamente una comida en común, sino que es el don que Cristo hace de Sí mismo. Participar de este don comiendo Su Cuerpo implica ya estar postrado con fe en adoración [73]. Por tanto, la adoración del Santísimo Sacramento es un todo con la celebración de la cual proviene y a la cual remite [74]. “En la Eucaristía, la adoración se debe convertir en unión” [75]. Esta plena conciencia del valor de la adoración se manifiesta en la importancia artístico arquitectónica que se le concede a la custodia del Santísimo Sacramento en nuestras iglesias [76].
Sin embargo, es necesario insistir en el hecho de que, como la manducación, también la adoración eucarística es una acción eclesial [77]. No puede ser concebida como una práctica de piedad individual. Adorar a Cristo durante la consagración y la comunión y adorar su presencia en el tabernáculo, significa reconocerse y comportarse como miembro de Su Cuerpo eclesial. Así pues, el eucarístico no es un encuentro que se agota en el acto de la manducación, sino que es un encuentro permanente, como es permanente, en virtud de la presencia eucarística, la continua venida del Señor a Su Iglesia [78].
A la luz de la naturaleza eclesial de la adoración, se comprende mejor por qué la piedad cristiana ha unido a la adoración eucarística, también la “reparación” por los pecados del mundo: frente al Señor, todos nosotros, miembros de Su Cuerpo, somos responsables los unos de los otros [79].

3. Actitud de confesión y penitencia

Recibir, en la celebración eucarística, el don del Cuerpo y de la Sangre del Señor Jesús, es la expresión culminante de la secuela de quien se reconoce como discípulo y se deja introducir en la comunión con Él.
La diferencia radical entre Aquel que se dona y aquel que recibe el don, bien evidenciada por la desproporción entre la inconmensurable riqueza del evento pascual y la extrema pobreza de las especies del pan y del vino, abre al fiel a la conciencia del mysterium tremendum de la Eucaristía. No nos podemos acercar a Ella sin percibir toda la propia indignidad y sin prepararnos invocando el perdón de los pecados[80].
De este modo tenemos, no sólo el significado del acto penitencial de los ritos de introducción, hecho solemne en algunos casos por la aspersión con el agua bendita que evoca el bautismo, sino, sobre todo, la intrínseca relación entre la Eucaristía y el sacramento de la reconciliación[81].
Cuando los fieles, incorporados a Cristo por el bautismo, comenten un pecado mortal, se separan de la comunión con Él y con Su Iglesia, cuya expresión plena es la comunión sacramental[82]. Sin embargo, el Padre misericordioso no los abandona, sino que, a través de la medicina querida por Jesús mismo[83], los inivta a la libre, personal, humilde confesión de las culpas para volver a acogerlos con un abrazo más intenso -a través de la contricción, la confesión de los pecados, la absolución por parte del ministro, que también en este caso, actúa in persona Christi capitis, y la penitencia[84]- en la comunión con Aquel que se ofrece a todos los hermanos. Por esta razón, una adecuada catequesis eucarística nunca puede ser separada de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Cor 11, 27-29)[85].
En la confesión hunde también sus propias raíces la venerable práctica del ayuno eucarístico, al que sería útil dedicarle alguna reflexión en esta Asamblea.

a. Los divorciados que se vuelven a casar y la comunión eucarística

En esta óptica, merece una particular atención la singular modalidad con la cual los divorciados que se vuelven a casar están llamados a vivir la comunión eclesial.
A nadie se le escapa la difundida tendencia a la comunión eucarística de los divorciados que se vuelven a casar, más allá de lo indicado por las enseñanzas de la Iglesia.
Es necesario constatar que en la base de esta tendencia non existe solamente superficialidad. Más allá de las considerables diversidades de situaciones en los distintos continentes, se debe reconocer que -sobre todo en países de prolongada tradición cristiana- no pocos bautizados se unieron en matrimonio sacramental por adhesión mecánica a la tradición. Algunos de ellos se divorcian y se vuelven a casar. Al practicar la vida cristiana, algunos de ellos manifiestan un grave malestar y hasta un evidente dolor frente al hecho de que la unión seguida al matrimonio les impide la plena participación en la reconciliación sacramental y la comunión eucarística. Valiosas indicaciones doctrinales y pastorales fueron ofrecidas por Familiaris consortio y por otros documentos[86]. Es necesario que toda la comunidad cristiana acompañe a los divorciados que se vuelven a casar en la toma de conciencia de que no están excluídos de la comunión eclesial. Su participación en la celebración eucarística permite, en todo caso, esa comunión espiritual que, si es vivida bien, es un reflejo del sacrificio mismo de Jesucristo.
Por otra parte, la relativa enseñanza del Magisterio no está sólo orientada a evitar el desbordamiento de una mentalidad contraria a la indisolubilidad del matrimonio y al escándalo del pueblo de Dios, sino que también nos sitúa frente al reconocimiento del nexo objetivo que une el sacramento de la Eucaristía a toda la vida del cristiano y, en particular, al sacramento del matrimonio[87].
De hecho, la unidad de la Iglesia, que siempre es don de Su Esposo, emana continuamente de la Eucaristía (cf. 1 Cor 10, 17). En el matrimonio cristiano, por lo tanto, en virtud del don sacramental del Espíritu, el vínculo conyugal, en su naturaleza pública, fiel, indisoluble y fecunda, está intrínsecamente ligado a la unidad eucarística entre Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5, 31-32)[88]. De tal modo, el recíproco consentimiento que marido y mujer se intercambian en Cristo y que los constituye en comunidad de vida y de amor conyugal tiene, por llamarlo así, una forma eucarística.
En la presente Asamblea se deberán, sin embargo, profundizar ulteriormente y, prestando gran atención a los complejos y bien diferenciados casos, las modalidades objetivas para verificar la hipótesis de nulidad del matrimonio canónico. Verificación que, para respetar la naturaleza pública, eclesial y social del consentimiento matrimonial no podrá no tener a su vez, un carácter público, eclesial y social[89]. El reconocimiento de la nulidad del matrimonio, por lo tanto, debe implicar una instancia objetiva que no puede reducirse a la conciencia singular de los cónyuges, ni siquiera si es sostenida por la opinión de una iluminada guía espiritual.
Precisamente por esto, sin embargo, es indispensable seguir reflexionando sobre la naturaleza y la acción de los tribunales eclesiásticos para que sean cada vez más una expresión de la normal vida pastoral de la Iglesia local[90]. Además de la continua vigilancia con respecto a los tiempos y los costes, se podrá pensar en figuras y procedimientos jurídicos simplificados y que respondan más eficazmente al cuidado pastoral. No faltan experiencias significativas al respecto en varias diócesis. Los Padres sinodales, en esta misma Asamblea, tendrán ocasión de dar a conocer otras experiencias.
En cualquier caso, sigue siendo decisiva la acción pastoral ordinaria de preparación lejana, próxima e inmediata de los novios al matrimonio cristiano, así como también el acompañamiento cotidiano en la vida de las familias dentro de la gran morada eclesial. En fin, es de particular importancia el cuidado y la valorización de las numerosas iniciativas orientadas a acompañar a los divorciados que se vuelven a casar y a ayudarles a vivir con serenidad en el seno de la comunidad cristiana el sacrificio objetivamente exigido por su condición.

4. Ite missa est

La Eucaristía es alimento viatorum para los fieles que caminan en la historia hacia la vida eterna. Se trata de una verdad que, en particular, la tradición litúrgica de las Iglesias Ortodoxas no ha dejado de proponer[91]. La acción de alabanza y de gracia que se lleva a la práctica en la celebración eucarística, memorial sacramental de la Pascua de Cristo, llena al fiel de una singular gratitud. Ella no se manifiesta solamente en el “agradecimiento” devoto después de la comunión, que la praxis eclesial recomienda a través del silencio y que puede ser acompañado por el canto meditativo, sino que se expresa plenamente en el mandato de extender esta comunión a todos los hermanos hombres. Este resultado misionero de la participación eucarística no tiene el carácter de un “deber”, sino el del testimonio gratuito de la transformación progresiva de toda la propia existencia hecha posible por el don sacramental, acogido por la humana libertad, en favor de todos[92].
El testimonio coincidirá entonces con esa logike latreía mediante la cual la comunión con Cristo abarca todas las circunstancias y todas las relaciones que se instauran en los ámbitos de la existencia humana. En la vida pasada y presente de la Iglesia, figura emblemática de tal testimonio es el mártir. Como Cristo, él, por pura gracia, hace de la entrega eucarística de la propia vida una ofrenda agradable al Padre.
De este modo y con naturalidad, la Eucaristía recorre y transforma la historia personal, comunitaria y social. En esto consiste principalmente la misión evangelizadora de la Iglesia[93].

II. Ars celebrandi e actuosa participatio

De esta visión centrada en la Eucaristía como acción eclesial que se expresa en la unidad del rito eucarístico -cuyo corazón es la liturgia de la palabra intrínsecamente ordenada a la eucarística[94], don acogido en espíritu de adoración, que exige una actitud de confesión y urge a la misión-, surge un dato sobre el que habría que insistir.
Afirmar que la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia significa, ante todo, reconocer la necesaria obediencia de la Iglesia misma en relación al sacramento eucarístico. Aquí se manifiesta el primado de la traditio sobre la receptio: en la Última Cena la iniciativa es de Jesús que se entrega a los Suyos; en el paso de la Cena a la liturgia eclesial, Pablo nos afirma que nos está transmitiendo aquello que ha recibido (cf. 1 Cor 11,23); en el diferenciarse de los ritos y en el subseguirse de las reformas litúrgicas, el criterio guía es siempre el del primado de la traditio[95]. En cada celebración eucarística, por lo tanto, la comunidad vive la experiencia que fue a su vez de los apóstoles en el cenáculo: los fieles son llamados a recibir a Aquél que se dona.
Este elemento constitutivo de la acción eucarística conduce a una consecuencia pastoral decisiva: la necesidad de superar todo dualismo entre la ars celebrandi y la actuosa participatio. La participación consciente, activa y fructuosa del pueblo de Dios[96] -sobre todo con ocasión del precepto dominical- coincide, de hecho, con la adecuada celebración de los santos misterios. Una vez más el carácter de don propio de la Eucaristía está en primer plano. Si se cuida y cuando se cuida el arte de la celebración, la participación puede volverse verdaderamente plena, consciente y actuosa[97]. Se trata de obedecer al rito eucarístico en su extraordinaria integridad, reconociendo la fuerza canónica y constitutiva desde el momento en que, no por casualidad, desde hace dos mil años asegura la existencia de la Santa Iglesia de Dios.
Este criterio debe orientar, en el respeto de las diversas sensibilidades culturales, las modalidades con las cuales solicitar la participación de todos los fieles al rito mismo. Para no reducirse a mera repetición de fórmulas y gestos, ésta requiere la ofrenda consciente de sí mismo por parte de cada fiel que lleva a cabo de este modo el sacerdocio bautismal del pueblo de Dios. En este contexto se comprende también la valiosa utilidad de las normas litúrgicas que la Santa Sede, las Conferencias Episcopales y los Ordinarios ponen a disposición de las Iglesias.
En el cuadro trazado deben ser entendidos y vividos también todos los ministerios y los oficios relacionados al rito litúrgico. Su función no es la de gratificar a quien los desarrolla como sugiere una idea impropia de participación activa de los fieles, a decir verdad, muy superficial . Su acción esencial tiene como finalidad asegurar a toda la asamblea la belleza y la dignidad objetiva de la celebración[98].
Sin entrar en los problemas específicos importantes, en esta ponencia será útil poner en evidencia que también el arte puesto al servicio de la acción eucarística -sobre todo en lo que concierne a los ornamentos sagrados[99] - así como también los cantos y la música- reciben a su vez plena luz del ars celebrandi. Llevan a la actuosa participatio si respetan esta objetiva ars celebrandi[100].

CAPÍTULO TERCERO
Dimensión antropológica, cosmológica y social de la Eucaristía

I. Dos premisas

La consideración del rito eucarístico como acción sacramental que por sí sola es capaz de justificar la Eucaristía como fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia, no sería completa si no se mostrase su fuerza de transformación de la vida personal y comunitaria de los fieles y, a través de ella, su fecundidad en relación a toda la familia de los hombres y de los pueblos. En otras palabras, la Eucaristía, confiriendo a la existencia cristiana forma eucaristica, influye no solamente a las personas y a las comunidades eclesiales, sino que a través de ellas, también las sociedades, las culturas, así como también determina la interacción del hombre con el cosmos.

1. Eucaristía y evangelización

La unicidad del evento pascual, que da origen a la intrínseca unidad de Eucaristía e Iglesia documentada en el unitario acto de culto que es el rito eucarístico, genera también la profunda unidad entre la vida y la misión del cristiano y la de la Iglesia toda. El testimonio común del gratuito y satisfactorio encuentro con Cristo desemboca en el anuncio y en la invitación a todos los hermanos hombres, sin excluir a nadie, a tomar parte en la vida de la comunidad cristiana. Con el fin de alcanzar en la comunidad la educación a la gratuidad, al pensamiento de Cristo y a la universalidad, los cristianos son animados a empeñarse con todos los hombres a nivel cultural, ecológico y social.
Concebida de este modo, la vida cotidiana del sujeto cristiano (espiritualidad eucarística), siempre personal y comunitaria, está llevando a cabo la evangelización y la nueva evangelización en la cual está siempre implicada la promoción humana.

2. Eucaristía, interculturalidad e interculturación

La evangelización, en base a la naturaleza del hombre y en virtud del dinamismo de la Encarnación, está siempre históricamente situada y está llamada a interactuar con las más diversas culturas. Así se entiende el cuidado que, después del Concilio Vaticano II, pusieron diversas Iglesias en el proceso de inculturación de los ritos litúrgicos. Esta urgencia fue ratificada muchas veces por el Magisterio en los últimos decenios[101]. Vale la pena recordar que la condición decisiva para el necesario desarrollo de este importante proceso que, por su naturaleza, precisa ser sometido a una verificación continua, es el reconocimiento previo de la originaria interculturalidad del evento celebrado. La celebración eucarística vuelve a presentar el evento pascual que establece, por sí mismo, las condiciones de su comunicabilidad a todas las culturas humanas. Ésta se hace posible gracias a la universal singularidad de la Persona y de la historia de Jesucristo que, precisamente a través de la Encarnación, asume la entera condición humana. Para expresar la dimensión intercultural de la Eucaristía es valioso -sobre todo en ocasión de grandes celebraciones internacionales o en las Iglesias donde sea relevante el aflujo de visitantes extranjeros- el empleo de la lengua latina.
En el respeto de esta perspectiva, el uso de las lenguas vernáculas y el ponderado recurso a formas expresivas peculiares del rito, en los templos, en los ornamentos y en los cantos para celebrar la acción eucarística, que debe permanecer en cada caso siempre y en cualquier latitud, la única Eucaristía instituida por Cristo[102], pueden volverse expresión fecunda y paradigmá