La diferencia de una obra. Apuntes de la Asamblea de la “Escuela de Obras” para los asociados de la CdO Obras Sociales
Bernhard Scholz. La Escuela de Obras nació para permitir un diálogo, una confrontación, una formación continua sobre todos los temas que afectan a las obras sociales. Hemos hablado de la libertad como fuente de una construcción real, como factor determinante en aquellos que no delegan en otros, sino que se ponen en juego en primera persona; hemos hablado de la inserción laboral de los jóvenes, de la sostenibilidad económica, que no es una finalidad sino un instrumento absolutamente decisivo, de la apertura de las obras al mundo, de la colaboración, porque también esto es decisivo para el desarrollo de una obra. En todo este recorrido se ha evidenciado cada vez más que todo esto depende del sujeto, o mejor, del conjunto de personas que trabajan para una obra y dentro de ella. También somos ahora más conscientes de que en este mundo – en donde hay muchos proyectos que tratan de sustituir a la persona y su responsabilidad con automatismos, modelos o mecanismos – descubrimos una belleza humana cuando caemos en la cuenta de que todo, la obra y la profesionalidad, son expresiones de un “yo” que se pone en juego. Se necesita por tanto una posición auténticamente humana para que la obra pueda estar realmente al servicio del hombre. Por eso estamos verdaderamente agradecidos de que esta tarde esté con nosotros don Julián Carrón, que ha aceptado nuestra invitación; es una gran ocasión para descubrir cada vez más en qué consiste esta auténtica humanidad, en qué consiste una posición verdadera, creativa, capaz de transformar la realidad para el bien de todos.
Mónica Poletto. Las preguntas que planteamos esta noche nacen ante todo del trabajo de la Escuela de Obras de este año, y tocan distintos temas. A lo largo del diálogo y del recorrido de estos años han surgido puntos críticos y dificultades. A partir de un momento dado, hemos empezado a mirar todo esto con simpatía, porque nos hemos dado cuenta de que afrontar todos los aspectos críticos que emergen en nuestro trabajo forma parte de un camino que recorremos como hombres y como amigos. El hecho de afrontar esta noche algunas de estas dificultades está relacionado con la percepción de una gran positividad: esto nos hace capaces de mirarlo todo.
Intervención. Trabajando en el tema de la formación, que para nosotros significa ayudar a las obras a ser más profesionales, más capaces de una solidaridad operativa, nos interesa profundizar en el nexo entre dos afirmaciones que a veces parecen estar en conflicto, cuando no en clara contradicción. La primera es que «por el fruto se conoce el árbol», y por tanto, de algún modo el resultado tiene que ver con la validez de nuestra acción. La otra afirmación, que nos repetimos entre nosotros con frecuencia, es que «hay que ser libres del resultado». A menudo encontramos en nosotros una resistencia a mirar con realismo el resultado de nuestras acciones. Es más fácil permanecer en la premisa – las razones por las que hacemos las cosas – y percibir el resultado de forma parcial, enfatizando casi exclusivamente los éxitos y censurando en cambio los puntos críticos, los que reflejan una incapacidad. Nos hemos dado cuenta de que decir de una cierta manera: «Somos libres del resultado», cuando no es sino expresión de una irresponsabilidad, encierra un gran miedo a mirar el resultado, porque sentimos que en ese resultado está nuestra consistencia. De igual modo, estamos descubriendo como algo fascinante y humanamente conveniente la tensión por mirar el resultado de nuestras acciones con el deseo de que emerjan todos los factores, de modo que podamos dejarnos corregir por lo que sucede, por el resultado. ¿De qué modo se unen la tensión por aprender del resultado de las acciones, por un lado, y la libertad del resultado mismo, por el otro?
Julián Carrón. Para poder dar una respuesta adecuada no basta simplemente con una aclaración; es muy importante que nos demos cuenta de que no bastan las explicaciones, de que lo realmente necesario es lo que hace posible que nosotros podamos llevar a cabo lo que hemos percibido como respuesta. Para poder reconocer y realizar lo que hemos percibido como respuesta hace falta una experiencia humana, una consistencia sin la cual la respuesta se queda como algo teórico. Esto es decisivo. Por eso, si la asamblea de hoy no se inserta dentro del camino que estamos haciendo en la Escuela de comunidad, os aseguro que es una pérdida de tiempo, aunque consigamos responder punto por punto a todas las preguntas, porque no es suficiente con “saber” las respuestas. Se trata de un ejemplo evidente: ¿cómo puedo, en el fondo, ser libre del resultado? Lo primero que hace falta comprender para empezar a ser libres – como cada uno puede reconocer enseguida en su propia experiencia – es reconocer que cada obra, cada intento de respuesta a una necesidad, es siempre imperfecto. Y esto no sólo porque seamos pecadores: también las obras de los mayores santos son intentos irónicos. Si empezamos a reconocer la imperfección de cada acto humano, de cada gesto humano, de cada intento humano, entonces podremos poco a poco ser libres para empezar a mirar lo que no funciona, para reconocerlo, sin sentirnos juzgados o puestos en discusión sólo por esto, porque es propio de todo gesto humano ser imperfecto. A pesar de ello, que todos reconocemos porque lo experimentamos todos los días, a veces, decís, estamos disponibles para reconocer las cosas que funcionan enfatizando los éxitos, pero no estamos tan disponibles para reconocer los puntos críticos. ¿Por qué? Porque existe un gran miedo. Yo lo recuerdo perfectamente, no había nada menos apetecible para los profesores de la escuela que yo dirigía que juzgar lo que sucedía. Yo planteaba una pregunta muy sencilla: «¿Qué experiencia ha hecho un chico de nuestro colegio después de cuatro años? ¿Podemos dar un juicio para empezar a comprender cuál es el resultado de nuestro trabajo educativo, incluso para mejorar y para cambiar?». Estaban abiertos a todo menos a dar un juicio. Como mucho queda un sentimentalismo, por el que los alumnos, una vez terminada la escuela, te saludan con gusto si se cruzan contigo por la calle. ¡Enhorabuena! ¿Es lo máximo a lo que podemos llegar? Muchas veces tenemos miedo porque ponemos nuestra consistencia en lo que hacemos. Lo expresa muy bien don Giussani en un artículo del año 2000, publicado nuevamente en la revista Huellas del mes de junio, en el que defendía a Juan Pablo II, que pedía perdón por los errores que había cometido la Iglesia a lo largo de la historia. En un momento dado, dice: «Todas las ideologías tienen un rasgo común: en ellas el hombre está seguro de algo que hace él». Es decir, las ideologías ponen su consistencia en lo que hacen. ¿Cuál es la consecuencia de esto? «No querrá renunciar ni poner en cuestión jamás» lo que hace. Sencillo, cristalino como el agua. Esto es la ideología; «sin embargo, el cristiano sabe que en todos sus intentos, en lo que posee y en lo que hace, siempre debe ceder ante la verdad». Porque es imperfecto, y por tanto la verdad es más grande que lo que conseguimos hacer. Esto vale tanto a nivel personal como a nivel operativo, sea cual sea la obra que llevamos a cabo. ¿Qué le permite entonces a un hombre reconocer los límites de lo que hace? Don Giussani lo expresa con esta frase: «El cristiano no está apegado a nada, mas que a Jesús» (L. Giussani, «Esa gran fuerza del Papa arrodillado», publicada en Huellas-Litterae Communionis, n. 4, 2000, p. IV). Sólo si nosotros estamos apegados a Jesús, si no ponemos nuestra consistencia en otra cosa que no sea Jesús, podremos conseguir reconocer los límites de lo que hacemos. Por eso es importante que nos demos cuenta de que no basta con saber que la obra es imperfecta, y que no basta con saber que las ideologías ponen su consistencia en lo que hacen, que no basta con saber que la única posibilidad es tener a Jesús, sino que hace falta que Jesús esté tan presente realmente, sea una experiencia tan real, que yo pueda mirar incluso mi límite, mi mal y mi imperfección sin escandalizarme, porque mi consistencia no está ahí, sino que está verdaderamente en Cristo: «El cristiano no está apegado a nada, mas que a Jesús». Y esto no se improvisa llevando a cabo una obra, porque no pertenece a la obra, sino que pertenece al camino de fe que hace cada uno. Y si no lo hace, a la larga se refleja en la incapacidad de reconocer los límites de la obra; muchas veces, los problemas son problemas personales no resueltos. No son problemas de la obra, son problemas nuestros: no tenemos la consistencia adecuada para reconocer lo que es imperfecto y lo que no funciona. Por tanto, sólo alguien que tiene una consistencia puede tender siempre a aprender, siendo libre del resultado. Sin una experiencia así – que uno puede tener previamente o que madura a través de lo que uno hace – no conseguimos resolver las preguntas, aunque conozcamos la respuesta teórica.
Intervención. Al comienzo, cuando la obra es pequeña, es muy fácil no perder el origen; la finalidad de la obra resulta clara, y generalmente las personas que la guían tienden a no olvidar el objetivo. Pero para muchos, a medida que se va creciendo, se produce una desviación en el recorrido, y cuando uno se da cuenta de ello ya no tiene la claridad de la finalidad de la obra y de su origen. Lo que me preocupa es que nuestra obra crece cada vez más, llegan nuevos voluntarios y estos traen nuevas propuestas de modificación. Esta presión por cambiar tiene un aspecto positivo, porque nos pone en movimiento y no nos deja tranquilos; pero conlleva el riesgo de alejarnos del origen y de la finalidad de la obra. Cada día libramos batallas reales para mantener viva la finalidad de la ópera, y a veces tengo la impresión de que no conseguiré mantenerla viva durante mucho tiempo. Me gustaría que me ayudaras a comprender cómo puedo vivir este crecimiento natural de la obra sin que se aleje del origen y pierda la claridad de su finalidad.
Intervención. Nosotros, en estos años, también hemos tenido que hacer las cuentas con la crisis que estamos viviendo. Algunas obras corren el riesgo de ver finalizada una experiencia que puede considerarse rica para los demás y para los que la llevan a cabo. Seguramente no se trata de un momento fácil. Ante la crisis, la operatividad normal se reduce, es necesario aprender, introducir y desarrollar algunas funciones que hasta ahora no eran habituales como, por ejemplo, la función comercial o la de gestión. Es necesario revisar la tipología y la calidad de los servicios. Hace falta, en definitiva, interactuar profundamente con la realidad que tenemos ante nosotros, con un contexto que está cambiando profundamente. No digo que este trabajo sea espontáneo o natural. «¿Qué estamos haciendo?», «¿A dónde nos dirigimos?», son preguntas que constantemente nos planteamos entre nosotros. Al afrontarlas, con frecuencia sale a la luz la pregunta sobre el origen de la obra, sobre su finalidad. Muchas cooperativas nuestras, de hecho, han nacido de experiencias de voluntariado, de caritativa, eran obras en cierto modo pioneras hace algunos años, con una forma absolutamente innovadora de responder con generosidad a las necesidades de las personas que encontrábamos, y las personas que las han fundado se han dejado la piel para que existieran. En este trabajo de confrontación constante con la situación actual he percibido que cierto modo de referirse al origen de la obra, sobre todo cuando esta no ha estado alimentada por la experiencia vivida en los últimos años, y por tanto se ha quedado un poco encasillada en la modalidad inicial, bloquea este impulso de confrontarse con el contexto, y por tanto el desarrollo de la obra misma. ¿Cómo se supera esta forma casi posesiva del origen de la obra, que en la experiencia se revela como un obstáculo al desarrollo de la misma? ¿Cuál es la fuente de este error?
Carrón. Es evidente que en cualquier obra en la que se dé una vida, hay un riesgo. Si existe la vida y la vida se mueve, siempre existe el riesgo. Y esto es inevitable de por sí, porque la vida pasa constantemente entre nosotros a través de la libertad. Por tanto, no es un problema tanto de crecimiento o no crecimiento; el problema es que cada obra pasa siempre a través de la libertad de la persona. Aunque no creciese, de hecho, no estaría por ello asegurada la permanencia del origen. La dificultad a la que os referís es otra prueba del nihilismo del que hablamos en los recientes Ejercicios de la Fraternidad. Nos gustaría que todo fuese siempre mecánico, que no hubiera riesgos. Llegamos siempre a este punto: el escándalo de la libertad. Ya os he contado el episodio en el que un taxista, cuando se dio cuenta de que yo era cura, me dijo que era un escándalo que Dios hubiera dado libertad a los hombres; yo le dije: «Pero, ¿a usted le gustaría que su mujer le quisiera sin libertad, porque estuviese obligada por un mecanismo biológico?». «¡No, en absoluto!». «¿Y usted cree que el Misterio tiene un gusto distinto del suyo? El Misterio ha generado un ser libre precisamente porque no tiene un gusto distinto del suyo». Todas las leyes del universo no valen lo que un «sí» dicho libremente. Cuando alguien te quiere, esto afecta mucho más a tu vida que todas las leyes del universo. La libertad no es por tanto el peaje que hay que pagar o algo que soportar, sino que es esa facultad fascinante que tenemos nosotros, los hombres, que nos permite no ser mecánicos y vivir, arriesgar, participar en la aventura; y por tanto crecer, llegar a ser cada vez más nosotros mismos porque nos implicamos cada vez más en lo que hacemos. Entonces, en vez de asustarnos por esto, debemos aprovechar todas las oportunidades, todas las ocasiones, porque posibilitan que crezca nuestra autoconciencia. Y si llegan otras personas y se implican en vuestras obras, esto supone un desafío para cada uno de vosotros, porque es la posibilidad de generarles también a ellos en esta perspectiva, de hacer que sean hombres, de hacerles partícipes de lo que vivís. ¿Para qué sirve una obra si no hace a los hombres más hombres? No serviría para nada, habría fracasado nada más empezar. En cambio, si cada uno que llega es una posibilidad y un desafío para nosotros (porque hace que no demos las cosas por descontado, porque nos reclama a estar presentes como si fuese el primer día), entonces puede ofrecernos una contribución increíble para no cerrarnos en nuestro discurso, en nuestra inercia, en nuestras cosas ya sabidas, porque tenemos que testimoniar ante el que acaba de llegar qué es lo que nos mueve. Y esto, paradójicamente, es la mejor ocasión para que la obra no pierda su origen. ¡Soy yo el que tiene constantemente necesidad del origen para poder vivir cada situación! Por eso no se puede hablar del origen como algo estático, porque es necesario que yo responda y afronte los desafíos que plantea el presente, que es el lugar de la verificación del origen mismo (de si es capaz o no de aceptar todos los retos que plantea una realidad siempre nueva). Bastaría con que pensáramos en que la fe ha tenido que afrontar siempre, en cada época de la historia, el reto de comunicar el mismo mensaje con otro lenguaje, comprendiendo que para permanecer fiel a sí misma era necesario que se desarrollase. No era suficiente con repetir mecánicamente ciertas palabras, porque su significado había cambiado o se usaban otros términos. Entonces era necesario desarrollar el origen, pues de otro modo se perdía. ¿Lo veis? Es lo contrario: el origen sólo permanece como algo vivo. Si no es así, está acabado o se ha perdido por el camino al cambiar la fuente de la que brotaba. En cambio, precisamente la constante necesidad del origen de afrontar el desafío del presente hace posible que el origen permanezca vivo. Tenemos necesidad de ello; y por esto no basta con repetirlo formalmente. Decía don Giussani que para comunicar el cristianismo hace falta de alguna manera “recrearlo” continuamente. Si Giussani no lo hubiera hecho, muchos de nosotros no estaríamos aquí. No basta con una repetición formal del origen, porque el origen nunca es formal. El origen es un evento, el punto ardiente que, en un momento dado, ha hecho brotar la libertad de alguien. Si ya no existe, entonces todo se vuelve plano. Por eso don Giussani ha repetido incesantemente que el método es siempre el mismo: algo que se da antes. Pero no sólo en el origen: es algo que se da antes siempre, en cualquier punto del camino, precisamente porque es un evento. El origen es un evento, un empuje, una genialidad, una novedad. Este origen debe permanecer, no como en el inicio sino recuperando la esencia del inicio.
Intervención. Estamos comprendiendo lo importante que es que los lugares en los que se guían las obras sean lugares en los que se asume una responsabilidad. Pues bien, a menudo, la asunción de responsabilidad ha sido y es evitada entre nosotros con la afirmación: «Estoy en ese lugar por mí». Sin embargo, nos parece que hay que juzgar este dualismo como tal; en mi experiencia yo no consigo pensar que un lugar es para mí si no asumo la responsabilidad implicada en ese lugar. Dicho esto, nos damos cuenta con frecuencia de que todavía cuesta un poco el paso de lo que llamamos irónicamente “monarquía” a una guía compartida; y el trabajo que cuesta compartir va a la par con el trabajo que cuesta delegar, es decir, hacer crecer a las personas. Allí donde se ha producido este paso, hemos asistido a experiencias impresionantes. Hay cooperativas que en este periodo de crisis han contemplado una asunción de responsabilidades por parte de todos: pero esto ha sido fruto de un trabajo de la persona que las guía y de una implicación del resto. No es algo que te puedas inventar. Al mismo tiempo, se trata de un fruto por el que todos estamos agradecidos. En las obras empieza a haber muchos jóvenes que crecen y que se vuelven responsables. Nos parece que esta dificultad que permanece depende de un problema de concepción. Yo no vivo una corresponsabilidad si no pienso que esto es un plus para mí, que forma parte de mi naturaleza, que se trata de algún modo de responder a la realidad a través de la adquisición de nuevos factores, que es un bien para mí y para la obra.
Carrón. Asumir la responsabilidad es un signo de madurez del adulto; si no asumimos la responsabilidad somos todavía como niños. Entonces, asumir la responsabilidad es el signo de que estamos creciendo como hombres. Y esto es decisivo para nosotros, porque es así como realizamos nuestra humanidad. Nosotros nos realizamos como personas en este camino. No es que la realización de mi vida vaya por un lado y la obra por otro, como si existiese un dualismo. No: yo me realizo afrontando todos los desafíos que la vida me plantea en casa, en las relaciones, en el trabajo, y también en la responsabilidad que debo asumir. Por eso la vida consiste en aprender la relación que existe entre el “yo” que es cada uno de nosotros y las personas, las cosas, los desafíos, las circunstancias que salen a nuestro encuentro. Si no respondemos a esto, no respondemos a la modalidad con la que el Misterio nos llama a través de la realidad, y por tanto no crecemos. Imaginad qué pasaría si la realidad no os desafiara, si no existiera, si estuviese ahí sin provocaros. Nuestro encefalograma sería plano, como el de muchas personas a nuestro alrededor. Si uno empieza a mirar la realidad de este modo, empieza a ver que el hecho de que la realidad le provoque es un bien, es un bien porque hace que la persona no permanezca en un estado de encefalograma plano. Entonces empieza a mirar la realidad como amiga, empieza a mirar cada circunstancia como amiga. Y cualquiera que entra en mi horizonte, independientemente de las intenciones con que lo hace, tenga razón o esté equivocado, me pone en movimiento. Si cada uno de nosotros no responde a esto, la vida pasa sin que se cumpla la finalidad para la que existe, que es hacernos cada vez más conscientes de nosotros mismos. Por eso don Giussani, en el capítulo décimo de El sentido religioso, dice que una persona que no es desafiada intensamente por la realidad no puede tener la misma conciencia de sí misma que otra persona que sí lo ha sido. Pero no porque sea más o menos capaz, más o menos inteligente. No, es sencillamente porque si la realidad no te desafía, no te provoca y no pone en movimiento todos sus recursos, es como uno que no hace ejercicio físico alguno; si no hace nada, no es que se lesione, simplemente permanece ahí, paralizado; no hace nada “en contra”, pero como el ejercicio forma parte esencial del estado físico, sabemos lo que sucede si uno no lo hace. Es un ejemplo banal de lo que sucede en la vida, en el ser humano: si mi inteligencia no se ve desafiada, si mi libertad no se ve desafiada, si mi afecto no se ve desafiado, soy como un muerto viviente. Entonces, si no entendemos que esto es un bien, nos defendemos, nos zafamos y nos lamentamos siempre de los retos de la vida. Por el contrario, si empiezo a entenderlo, entonces no quiero que se me ahorre ningún desafío, porque es una ocasión, porque cualquier cosa que el Misterio permite, aunque no la comprendamos, se nos da para nuestra madurez, para nuestro crecimiento, para nuestra humanidad. Este es el valor del tiempo, de la historia: hacer que cada vez seamos más nosotros mismos. Si no llegamos a entender esto, acabamos defendiéndonos. ¿Y de qué nos defendemos más? De lo que más nos puede desafiar: el “tú” del otro. ¿Por qué tenemos muchas veces esta concepción “monárquica”? Porque el otro me importuna, y sería mejor que no estuviera. Se trata de una concepción que difícilmente ponemos en discusión. Es una concepción del “yo” equivocada: pienso que puedo decir «yo» sin decir «tú». Y me defiendo del otro, en vez de reconocer – como sucede muchas veces, si somos leales – que si nos sentamos a la mesa con otros surgen un montón de ideas que a mí solo no se me ocurrirían. Entonces vemos que el otro es un punto decisivo, que me ofrece algo que me conviene, y que por tanto defenderme del otro es una estupidez. De este modo, el otro no es algo a evitar, algo de lo que alejarse porque “molesta”; al contrario, empiezo a mirar al otro como alguien que puede ofrecer una contribución a mi obra, a lo que quiero construir. Porque el otro puede contribuir únicamente si yo le dejo espacio para hacerlo. Podéis ver cuál es nuestra concepción con una prueba muy sencilla: ¿os defendéis del otro o lo veneráis como un bien y un recurso? Respondiendo a esta pregunta entenderéis la concepción que tenéis de vuestra persona. La vida es sencilla, porque en cada cosa con la que nos relacionamos nos demostramos a nosotros mismos si el otro forma parte de la modalidad con la que yo digo «yo» o si el otro es extrínseco y yuxtapuesto a mi «yo». La persona se concibe como relación o como aislamiento. He aquí el gran desafío.
Intervención. Otro aspecto de la responsabilidad sobre el que nos hemos dado cuenta de que hay mucho juego es la cuestión de la coincidencia entre forma y sustancia de las cosas. El hecho de no obedecer a la forma que es la obra – que hace que los lugares de responsabilidad formal no coincidan con los lugares de responsabilidad sustancial – introduce un punto de desobediencia dentro de la obra que repercute en todo, también en el hecho de que el que guía se proyecta a sí mismo y proyecta su imagen.
Carrón. Aquí se percibe el dualismo en la obra. Si queréis vaciar los lugares de responsabilidad, basta con una cosa muy sencilla: decidid fuera de esos lugares. Entonces habréis matado la obra, porque lleváis al lugar de la responsabilidad cosas que habéis decidido de antemano. ¡Es una tomadura de pelo! De este modo, los lugares de responsabilidad se vuelven formales. Es una tomadura de pelo hacia las personas a las que invitáis a los lugares de responsabilidad: «Si ya has decidido, ¿por qué me invitas? Y si me invitas aquí, ¿por qué no decides aquí? Eso quiere decir que no me necesitas». Debéis tener la libertad de mandar a paseo al que se comporta así con vosotros, si podéis tenerla: «No vuelvo a venir a un lugar formal». Porque esta es la tumba de vuestras obras, porque esto favorece los personalismos que no producen nada bueno. Si nos dotamos de ciertos órganos para la dirección, no es porque no nos fiemos, sino porque conocemos nuestros propios límites. Cuando yo era director, una de las cosas que más problemas creaba era hacer los horarios de las clases. Era el gran debate anual, porque si uno tiene un buen horario, el curso académico es muy distinto. ¿Cuál era la forma de salir de esta situación? Decir: «Para evitar que yo pueda hacer algo llevado de mi subjetivismo y que vosotros podáis chantajearme, pongámonos de acuerdo de antemano: decidamos los criterios, así dejaréis de importunarme. Porque no quiero ceder a mi subjetivismo (puedo ceder por mi fragilidad, como vosotros); pero también vosotros podéis ceder, no sólo yo. Entonces démonos un criterio que luego podamos aplicar». Por eso, desde que estoy en Milán para guiar el movimiento, sigo una única regla: cada uno es libre de relacionarse con quien quiera, esto no sólo no es negativo, sino que es un bien para todos nosotros; sin embargo existen lugares de decisión, y que nadie se permita decir algo con respecto al movimiento en cuanto tal fuera de ellos. Ya está. No hay otra regla. Esta es la modalidad para no vaciar un lugar de guía, porque si las cosas se deciden fuera, entonces lo vacías automáticamente.
Intervención. En 2009 dijiste en la CdO: «Que la gratuidad penetre en las entrañas de nuestros cálculos debe estar siempre ante nosotros como ideal, como algo a lo que tender. Porque nosotros, siendo todos pecadores, no estamos en absoluto exentos de la decadencia de la gratuidad que se precipita en un puro cálculo, imaginándonos que seremos preservados sólo por pertenecer a una amistad como la nuestra. El riesgo, que no es sólo un riesgo, de enrocarnos en una defensa corporativa de lo que hacemos, que tal vez incluya un proyecto de hegemonía política, está siempre al acecho. Que la gratuidad sea la máxima conveniencia significa una carrera en la búsqueda del bien que pasa por el respeto de las leyes, pero que hace que esta gratuidad se convierta en afecto, en construcción para el bien común, en corrección sin reticencias frente a la caída continua (J. Carrón, «Tu obra es un bien para todos», Huellas-Litterae communionis n. 11, 2009, p. VIII). Esto ha empezado a ser un punto de partida en nuestro trabajo. Ahora quiero contar un hecho. En un reciente trabajo institucional hemos sido llamados a dar un juicio sobre un proyecto de ley con poquísimo tiempo. Esto podría ser una gran fuente de lamentos: la administración pública de siempre, que hace como que tiene en cuenta nuestras opiniones, es un trabajo inútil que no llevará a fruto alguno, prevalecerán otras dinámicas, etc. En cambio, nos hemos puesto hacer un trabajo de profundización seguros de que, en un mundo que está cambiando, el verdadero recurso es la participación activa y sin lamentos. Como resultado inesperado de este intenso y ferviente trabajo, nuestros interlocutores han tenido presentes nuestros juicios. Una de nosotros comentaba: «Este es el método. El verdadero recurso es la participación activa y sin lamentos». Esto no es para resaltar lo estupendos que somos, sino para decir que el trabajo humilde de confrontación, y una posición abierta que valora como ideal el bien común, da como resultado en primer lugar una grandísima satisfacción, y, a Dios gracias, trae también estos frutos inesperados. Pero hay momentos en los que en las relaciones institucionales nos topamos con posiciones ideológicas, con una dureza del interlocutor a la que sigue inmediatamente una queja que frena la gratuidad, la tensión al bien común de la que hablabas. Con mucha frecuencia, parece que la posición que domina es la de una inercia que choca con la posición que hemos descubierto recientemente. ¿Cómo ayudarnos a mantener despierta esta tensión hacia la gratuidad, incluso en momentos en los que el choque con la institución parece el único camino accesible?
Carrón. ¿Cómo mantener despierta la gratuidad? En otras palabras: ¿qué experiencia de la vida hace que permanezca despierta? Esto no depende de la institución, no depende de nuestra capacidad, sino de participar de un lugar vivo que te despierta constantemente, que te hace cada vez más capaz de participar en la experiencia que hace que desborde en ti esa plenitud de la que puede nacer la gratuidad. Porque la gratuidad es el desbordar, el rebosar de una plenitud. Nosotros podemos partir de una plenitud o de un vacío. Si partimos de un vacío, estaremos siempre a merced del resultado, de lo que consigamos hacer. Y si es así, en cuanto el camino se ponga cuesta arriba nos cansaremos y tiraremos la toalla. En cambio, para poder vivir la gratuidad no basta con decir la palabra «gratuidad» o saber de qué se trata, es necesario que la gratuidad suceda, es necesario que participemos en una experiencia tal que ninguna derrota nos pueda parar, porque no dependemos de ella, porque el punto del que surge nuestra gratuidad reside en otro sitio. Este es el valor de la experiencia cristiana como punto del que surge una modalidad nueva de estar en la realidad, una modalidad verdaderamente nueva. El resto de la gente, en el fondo, se lamenta. ¿Por qué? Es inevitable que se lamenten, no porque sean malos, sino porque no tienen una experiencia presente que les llene constantemente. Y esto no es un problema de la obra, del otro que no os hace caso, de la institución… Podrían incluso haceros caso todos y el problema de nuestra gratuidad seguiría sin resolverse. Lo único que nos hace protagonistas del trabajo es un origen distinto; protagonistas no de un trabajo aproximativo, sino de un trabajo profundo. No pensemos que se nos va a ahorrar este trabajo porque vivimos una experiencia bonita, como si bastase con decir una palabra mágica. No, es necesario entrar en el meollo de la cuestión y mostrar a través de lo que hacéis que tenéis presentes todos los factores, que sabéis resolver mejor los problemas que se plantean. Y esto – lo sabemos perfectamente – no se produce de un día para otro, sino que es fruto de un trabajo, como has expresado acertadamente. Pero a veces tenéis que luchar contra una posición ideológica. Se trata entonces de un desafío para tu creatividad. ¿Acaso no tienes que hacerlo a veces con tus hijos, cuando se confunden y se bloquean? ¿Qué haces entonces? ¿Les mandas a paseo, o son un desafío para ti? «¿Qué les puedo decir? ¿Qué les puedo contar? ¿Qué les puedo dar para que lean?». Y te vas a dormir, te levantas por la mañana y te vas a trabajar. Y entonces te sucede algo – «¡esto es!» – que te sugiere un punto de partida para ofrecerles a ellos. No es distinto con los interlocutores en el trabajo, porque se trata de relaciones. Entonces, mira a ver si cada vez que te encuentras ante una cierta situación te pones manos a la obra; imagínate que, en vez de lamentarte por la ideología del otro, empiezas a preguntarte constantemente: «¿Cómo puedo entrar en relación con este? ¿Qué le puedo decir para que no se defienda? ¿Qué le puedo ofrecer? ¿Qué le puedo contar?». Puede ser que muchas veces el otro no entienda. Utilizo con frecuencia el ejemplo de Abrahán. Imagínate que cuando fue llamado hubiera ido a Dios a lamentarse: «Oye, que estos no me hacen caso, no comprenden, son ideológicos…» (todas las cosas que decimos nosotros). ¿Qué le habría dicho Dios? «¡Te he llamado a ti precisamente por eso! Ellos no entienden: por eso te he llamado a ti, para que empiecen a entender». Dios concede a uno la gracia para que, a través de ese, pueda llegar a todos. Pero nosotros echamos la culpa a los demás porque no entienden. ¡No! Tú has tenido esta percepción, esta gracia, esta intuición de comenzar algo: la gracia es para ti, y a través de ti llegará a los demás de un modo y a través de un designio que tú no conoces. Imagínate que Abrahán hubiera empezado a medir cuánto tiempo tenía que pasar para que los demás comprendieran… Se habría cansado después de algunos días. El designio de Dios de hacer partícipes a los demás de lo que nos da no lo decimos nosotros.
Intervención. Eso que tú llamas «el proyecto de hegemonía» parece un atajo. A veces parece que esta posición de gratuidad es una posición más débil. Me gustaría profundizar en este punto, porque me parece que, en cambio, el resultado que obtienes es cualitativamente distinto, porque la hegemonía presupone que no existe la libertad.
Carrón. Exacto. Con la hegemonía tú puedes llegar a tu destino porque tienes un compañero de cordada, pero no porque lo hayas convencido. No haces un trabajo sobre las razones de tu contribución al mundo. Muchas veces podemos contentarnos con prevalecer hegemónicamente, pero en el fondo perdemos culturalmente; en cambio, podemos ganar culturalmente aunque no prevalezcamos hegemónicamente. Esto quiere decir que no tenemos otra cosa que comunicar a nuestro prójimo que lo que nos ha sucedido (y no sabemos cuánto tiempo necesitaremos y qué hará falta para que esto venza; cuando san Benito empezó, ¡quién se imaginaba cuántos siglos harían falta!). Pero nosotros pensamos: o meto la moneda en la máquina para que salga la bebida o es que estoy haciendo algo equivocado. No, no está equivocado, es sencillamente que el ritmo lo decide Otro, el designio es de Otro. Por eso, si uno no tiene un fundamento adecuado, ¿cuánto tiempo resiste? El problema no es que las cosas no funcionen según lo que hemos previsto, sino que no tenemos una consistencia. Y entonces nos lamentamos, empezamos también nosotros a participar del lamento general. O bien, simplemente, tiramos la toalla. Por eso es facilísimo que muchas personas, después de una, dos o tres veces, se cansen y abandonen. El problema es la tensión. Es lo mismo que haces con tus hijos. Imagínate que tu mujer midiese cuántas sonrisas tiene que hacer para provocar la primera sonrisa del niño. ¡Piensa cuántas veces has tratado así a tus interlocutores en el trabajo! Piénsalo y verás que no hay mucha diferencia.
Intervención. La pregunta es inherente al trabajo con los demás colaboradores. El puesto de trabajo es un lugar de formación y de educación. Al entrar en la realidad laboral, se aprenden a la vez la profesión y la estatura humana. Uno de los aspectos más significativos de mi trabajo es la formación de los trabajadores (los profesores, los tutores, los educadores). Al tener la responsabilidad de enseñar un oficio, sobre todo al tener muchos jóvenes que empiezan a trabajar conmigo, debo preocuparme por la transmisión de un método. Y el método nunca es un tecnicismo, no puede agotarse en un aspecto únicamente profesional, y al mismo tiempo es a través de la diligencia en la transmisión de un método profesional como se transmite una posición humana. Percibo todavía una dificultad con respecto esta unidad (entre el aprendizaje de una profesión y una posición auténticamente humana), porque me doy cuenta de que puedo caer fácilmente en una aproximación a la enseñanza del oficio, quedando al final el reclamo a una posición humana como una mera exhortación.
Carrón. Esto no es suficiente, porque sólo a través de lo que haces es posible despertar la posición humana. ¡No se trata de que tú canses a tus estudiantes durante la hora de clase y luego les sueltes la homilía en los cinco minutos finales! El problema es si consigues mantenerlos en tensión durante una hora, por lo interesante que es lo que explicas (a través de los instrumentos con los que explicas, del método que utilizas). De este modo, enseñas un método y despiertas la humanidad. En caso contrario, el despertar de la humanidad se reduce a una charla… Aquí, como nos ha enseñado siempre Giussani, contenido y método coinciden. Jesús no le suelta primero el rollo a Zaqueo y luego le dice: «Hoy voy a tu casa». No. Sólo le dice una cosa: «Hoy voy a tu casa». Zaqueo entiende enseguida y le recibe contentísimo. El contenido (la mirada) y la palabra que dice (el método) coinciden; no son dos cosas distintas. Por tanto, si no cuidamos el método, es porque no amamos el contenido. De hecho, el contenido se comunica únicamente a través de una forma, de un método. Por eso don Giussani estaba tan apegado a la cuestión metodológica, porque a través de la metodología haces entrar algo en las fibras del ser de los chicos. Esta mañana me hablaba un profesor acerca de una colega estupenda que encanta a los estudiantes por el modo que tiene de explicar cosas que para otros son aburridas. Tanto es así que una madre le ha dicho: «¡Tengo envidia de mi hija por tener una profesora así!». ¡Qué habrá visto la madre de esta chica! ¡Qué le habrá contado su hija para hacerle experimentar esta envidia! Esta identidad entre contenido y método no se puede inventar en un día.
Intervención. Todavía hoy, cuando se nos pide que describamos cuál es el origen, el acto que ha generado nuestras obras, normalmente decimos que ha nacido tratando de responder a una necesidad. Pero la experiencia nos ha enseñado que el desarrollo de una obra no puede estar determinado por la necesidad, y debe caracterizarse por el realismo y la prudencia. Don Giussani dijo en Assago en 1987: «Las obras que produce una responsabilidad auténtica deben caracterizarse por el realismo y la prudencia. El realismo deriva de que el fundamento de la verdad es la adecuación del intelecto a la realidad; mientras que la prudencia, que en la Summa de santo Tomás se define como el recto criterio en las cosas que se hacen, se mide por la verdad de la cosa misma antes que por su moralidad, su aspecto ético de bondad. La obra, precisamente por esta necesidad de realismo y prudencia, se convierte en signo de imaginación, de sacrificio y de apertura» (L. Giussani, El yo, el poder, las obras, Encuentro, Madrid 2001, pp. 154-155). Por otra parte, sabemos que cualquier actividad que hacemos, cualquier actividad humana en general, encierra una porción de riesgo; es lo que llamamos «lanzar el corazón más allá del obstáculo». A menudo lo hemos constatado en la experiencia: justamente en los momentos menos estructurados, menos programados, sucedía algo, y la Providencia nos abría caminos nuevos e imprevisibles. Sin embargo, corremos constantemente el riesgo – y este es el meollo de la cuestión – de enjaular y desnaturalizar nuestras obras en el intento de garantizar su sostenibilidad económica. Con mucha frecuencia, la necesidad económica que prevalece y el mantenimiento de los puestos de trabajo, sobre todo ahora, hacen que corramos el riesgo de desnaturalizar y enjaular la obra misma. Mi pregunta es: ¿cómo hacer para que este realismo y esta prudencia no se conviertan en una medida y un freno al desarrollo? Ante una invitación de la realidad – una necesidad que te encuentras, una ocasión, una propuesta, una nueva relación que nace, el deseo de ayudar a nuevas obras –, ¿de qué modo pueden el realismo y la prudencia sugerir los pasos a dar?
Carrón. Realismo y prudencia deben haceros establecer constantemente los términos de la situación. Si la situación cambia, realismo y prudencia os pueden llevar a redimensionar la obra. No debéis continuar de forma testaruda, contra el realismo y la prudencia, siguiendo adelante como si no pasara nada. El realismo y la prudencia son la manera de superar el dualismo. La fe despierta la razón y nos hace usarla con sus características de conocimiento de la realidad según todos los factores, por tanto con realismo y con la aplicación de la prudencia como recto criterio (como dice santo Tomás) en las cosas que se hacen. Si empezáis a hacer abstracción de esto en la obra, entonces empezáis a ir contra la razón. ¿Queréis responder a una necesidad o queréis afirmaros a vosotros mismos? Jesús habría podido resolver el problema de las ONG en el Tercer mundo, habría bastado con ceder a la primera tentación en el desierto: «Haz que estas piedras se conviertan en panes». Habría podido hacerlo, y el problema se habría resuelto. ¿Por qué no lo hizo? Porque no era el designio de Dios, habría sido una forma de afirmarse a sí mismo contra el designio del Padre. Entonces no todo lo que parece bueno, si está contra el designio de Dios, es justo, porque muchas veces no sabemos si estamos afirmando el designio de Dios o sólo nuestro ombligo. ¿Y cómo lo sabemos? Si obedecemos a la modalidad con la que el Misterio nos da los recursos. Si tenemos recursos para hacer cinco – lo digo siempre – no nos contentemos con hacer cuatro y medio, hagamos cinco. Pero si sólo podemos hacer tres, hagamos tres. Porque antes de responder según nuestra medida debemos aprender a obedecer. Por lo demás, aunque se hiciesen veintiocho en lugar de tres, siempre sería una gota en el océano de la necesidad. Esta es nuestra presunción: pensamos que inflando un poco más la obra resolvemos algo. ¡Pero no resolvemos nada! Resolvemos únicamente un pedacito de una necesidad que es ilimitada con respecto a todo lo que queda por hacer. Por tanto, si en un momento dado es necesario redimensionar la obra por realismo y por prudencia, debéis hacerlo. Porque esta es la forma de obedecer. Si luego la situación cambia y podéis hacer nuevamente lo que hacíais antes, es necesario redimensionarla de nuevo, porque se trata siempre de obedecer. Si no hacéis esto (en nombre de la necesidad, en nombre de lo que es bueno, en nombre del hecho de que es una obra justa, en nombre de no sé qué cosas), vais a lo vuestro, os afirmáis a vosotros mismos porque no aceptáis los signos de la realidad, y acabáis metiéndoos en problemas. Pero este no es el designio de Dios. Es la afirmación de vuestro ombligo. Que una obra sea verdaderamente una presencia no depende de las dimensiones de la obra, depende de la diferencia que lleva en sí. Por eso don Giussani usaba la palabra «ejemplo». Las obras no son el intento de responder a toda la necesidad que existe, son sólo un ejemplo. Por eso me habéis escuchado otras veces decir que Jesús no curó a todos los enfermos de su tiempo. Habría podido hacerlo, no es que no tuviera recursos para hacerlo. Pero el designio de Dios era otro. Si Dios no lo hace, ¿es porque no tiene recursos suficientes o porque Su designio es otro? Tal vez debamos hacernos esta pregunta sencillísima, porque nos dará paz, no para acomodarnos y dejar de hacer lo que tenemos que hacer (como si fuese un narcótico que nos tranquiliza), sino para hacer memoria de que es el designio de Dios lo que debe “gobernar” las obras. ¿Cómo sabemos que estamos obedeciendo el designio de Dios? Sencillamente si obedecemos a los signos. Un ejemplo: con ocasión del Congreso Eucarístico, a nuestros amigos de Irlanda se les ocurrió hacer algo significativo. Uno dijo: «Traigamos la exposición “Con los ojos de los apóstoles”, sobre la vida de Jesús en Cafarnaúm, presentada en el Meeting 2012». ¡Una locura! Parecía una locura. «Intentémoslo. Tratemos de ver si conseguimos encontrar los medios para hacerlo». Parecía algo imposible: una comunidad tan pequeña, un gasto tan grande. Yo les animé desde el principio: «La única condición es: obedezcamos a los signos. Si llegamos a encontrar personas que comprenden el alcance que esto puede tener para la Iglesia en Irlanda, podremos hacerlo. En caso contrario, paz, será que el Señor no lo quiere. Si lo quiere, moverá lo que tenga que mover». ¡Y lo ha movido, y han conseguido hacer la exposición a lo grande! Hoy me hablaban de las cosas increíbles que están sucediendo. Esta es la modalidad. Si se puede, hagámoslo, con audacia, sin ahorrarnos nada. Pero si no lo conseguimos, detengámonos para evitar un perjuicio mayor.