La densidad del instante

Adviento
Luigi Giussani

El inicio, antes que en la semilla, está en la tierra, cuando todo está determinado por la es¬pera y el hombre no tiene nada en sus manos, ni si¬quiera la semilla para sem¬brarla en el huerto, y por esto está a merced de la om¬nipotencia del Misterio que hace todas las cosas. La es¬pera es el lugar de quien tiene hambre y sed. y ex¬tiende la mano: atiende, tiende a aquello que le hace vivir, a aquello por lo que podrá vivir.
No hay nada que refres¬que y equilibre la concien¬cia del hombre como darse cuenta de su pobreza, de su desposeimiento de todo. Re¬fresca y equilibra porque es la verdad, simplemente la verdad. Y el hombre encuen¬tra su equilibrio y vuelve a sentir la frescura de la vida, incluso en medio de sus pro¬pios pecados, sólo si está en la verdad, o, por utilizar un término en desuso en estos tiempos, si vive la humildad.
El inicio del nuevo año litúrgico está totalmente do¬minado por la idea de la fi¬nalidad. Quizá una oración del Adviento Ambrosiano sea la más expresiva sintéti¬camente de lo que quisiera comunicar:

Declinant anni nostri et dies adfinem.
Quia lempas est, corriga- mus nos ad laudent Christi.
Lampades sinr accensae, quia exceIsus Index venit in¬dicare gentes.


Nuestros años se van, de¬clinan hacia el fin. Mientras estemos todavía a tiempo, corrigamus nos, palabra de difícil traducción con toda su fuerza latina, literalmente: corrijámonos (ndt. Co-reg-gere: co-sostener, co-endere-zarse, co-regirse). Corrijá¬monos por el amor de Cristo, rijámonos juntos, sostengámonos el uno al otro; por el amor de Cristo sostengámonos, para que nuestra vida sea la gloria de Cristo. Que nuestra lámpara esté encendida: estemos vi¬gilantes, no tengamos sueño, no estemos distraídos o des¬memoriados, porque el Juez excelso, el Juez supremo —excelsus Index— viene para juzgar a los hombres, para juzgar la sociedad.
Dante dice que el hom¬bre debe seguir el propio ser, y el ser propio de un hombre es la razón: concien¬cia de aquel a quien se va, esto es, la finalidad de la ac¬ción. El reclamo de la liturgia al comienzo del Adviento es, simplemente, el reclamo a ser razonables, es decir, cons-cientes de que en cada inicio es necesario estar llenos de la finalidad, de tal modo que la conciencia de los propios pa¬sos pueda ser también plena.
He aquí la cuestión: el inicio debe estar preñado del fin, porque sólo así ilumina realmente un camino; de otro modo, no hay ni si¬quiera un inicio, no hay nada. Bien, este inicio se llama ’instante”.
Esta es la palabra que indica el momento áureo del tiempo, del tiempo de la vida: el instante. Fuera de este término no existe nada, nada; es decir, existen solamente "pabe¬llones hinchados” —diría Pascoli en una poesía suya, il Cieco— de nuestros resentimientos, de nuestros recuerdos áridos, infecundos, o de nuestros proyectos incon¬sistentes, de nuestros sueños; porque es en el instante cuando tú eres, y es en el instante cuando tú vives, y es en el ins¬tante cuando las cosas son para ti. La densidad, la fuerza creativa, lo su¬gestivo y lo atractivo de la vida se desarrollan to¬dos ellos en el instante.
El instante es como el Adviento, porque el ins¬tante no es todavía el cum¬plimiento. Y, si bien está ya cumplido porque Cristo ha venido, si el instante lleva en su seno un "ya”, incluso en este sentido es todavía espera del cumpli¬miento; o mejor, es espera de que se manifieste lo que ya ha acontecido y que el instante porta en su seno.
Por esto, la palabra más amiga del instante es la palabra "Adviento”. Y el sentimiento que domina el instante y lo hace llegar a estar lleno de paz, cargado de vigilancia y utilidad, es, precisamente, la espera.
Age quod agis —haz lo que haces— es la norma suprema del actuar, ine¬vitablemente, no hay otra. Una vida de hombre afron¬tada cristianamente, una vida vivida en la fe, es do¬nación del instante, amor al instante, reconocimiento de la preciosidad del instante.
No estoy hablando del instante vacío o cronoló¬gico, sino del instante humano: de ti, que lavas los platos; de ti, que estás arrancando el coche que no se pone en marcha por el frío; o de ti, que te hierve la sangre al llegar a casa y comprobar que tu mujer —o tu marido— no ha realizado cierta tarea.
La primera coordenada de esta resultante que es el instante es. por lo tanto, la conciencia de la finali¬dad, es decir, la concien¬cia del fin. porque la fina¬lidad es el fin. Porque, ¿cuál es el fruto del tiempo? ¿En que consiste el cumplimiento del hom¬bre, su realización? El fruto de la vida es Cristo, porque todo, todo aquello que estás haciendo, no tiene más que una finali¬dad: realizar a Cristo. Es decir, el Dios dentro de la realidad, el Dios a través de la realidad: Dios, aque¬llo en lo que toda la reali¬dad consiste y en la que se revela. "Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo”, dice san Pablo: todo lo que eres y haces pertenece a Cristo. La conciencia de esto, que es memoria de Cristo, genera el instante.
La segunda coordenada del instante es la circunstan¬cia que lo marca de un modo preciso, de tal modo que no es tuyo, puesto que está totalmente determinado, incluida la gran circunstan¬cia de tu libertad. Para vivir el instante debes «»cogerlo y abrazarlo. En esto consiste la obediencia: en abrazar algo que no es tuyo, para que la vida sea tuya. En el instante el hombre obedece a Dios, por eso abraza aquello que espera como su felicidad. El hombre debe obedecer precisamente a aquello mismo que el instante aguarda, a aquello que de¬sea, que ama: en el instante el hombre se adhiere a lo que vendrá.
No existe nada más sabio, más apasionante, más grande que esta norma suprema de la ascesis, o del camino del hombre hacia su Destino: vivir el instante con la conciencia del fin, que es Cristo. Tanto que un hombre, para ser él mismo, es decir digno de su Destino, digno de Dios, digno de la eternidad, no tendría necesidad de nada más que del instante. El instante procura, merece, construye lo eterno, por¬que es el punto de llegada de toda la historia.
Como ejercicio, apren¬damos el valor del ins¬tante, ¡aprovechando estas semanas que nos sepa¬ran de la Navidad! Pero aprendámoslo también en las semanas sucesivas, porque la Navidad es el ejemplo supremo del valor absoluto del instante.