En el ancho mar de la vida cotidiana, una continua novedad
Página UnoApuntes de una meditación de Luigi Giussani en un retiro de los Memores Domini. Gudo Gambaredo, 13 de junio de 1971
1. «Sancta Trinitas, unus Deus». La vida como ofrecimiento
El misterio de la Trinidad gobierna la vida del hombre y del mundo. El tiempo litúrgico que sigue a Pentecostés se abre significativamente con el domingo de la Santísima Trinidad, que es como el emblema de todos los domingos. Domingo: el día del Señor, Dominus. Pero el domingo es el emblema de todos los días de la semana, de cada día, porque todos los días son del Señor –como vi que tenía colgado en la pared de la habitación uno de vosotros: «Todos los días de mi vida»–. Cada día de nuestra vida está dominado por el misterio de la Trinidad, debe estar dominado por Él. El misterio de la Trinidad es el «Dominus», es verdaderamente el Señor, el dueño, aquel que nos posee, puesto que hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados1: no hay suspiro del alma ni sentimiento del corazón que no obtenga energía y consistencia de él.
«Sancta Trinitas, unus Deus». Creo que este debe ser el objeto de nuestra meditación y el reclamo para todo el tiempo que nos espera, hasta que la liturgia renueve su invitación, a finales del verano, en el siguiente Retiro. Este largo periodo litúrgico después de Pentecostés es precisamente –para compendiar así todas las alusiones anteriores– el símbolo de la vida entera. Este tiempo es el emblema de la vida, del largo camino de la vida, como largo es el espacio que marcan los domingos tras Pentecostés. No hay otro tiempo litúrgico tan extenso: señala justamente el ancho mar de la vida en el que navegamos.
El tema que domina –«Dominus»–, es este: «Sancta Trinitas, unus Deus». Situado a comienzos del verano, este largo periodo que se abre con el domingo de la Santísima Trinidad puede ser –debe ser– una oportunidad para que retomemos con conciencia la señal de la cruz: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, «Sancta Trinitas, unus Deus».
La oración sobre las ofrendas del día de la Santísima Trinidad me ha llamado la atención desde siempre, desde el liceo en el seminario, y la tenía yo también copiada en mi mesa. Dice: «Por la invocación de tu santo nombre santifica, Señor, estos dones que te presentamos, et per eam nosmetipsos, tibi perfice munus aeternum»2, y por la gracia de Cristo, por su cruz y resurrección, cumple nuestra vida, haz de nosotros una oblación eterna, una ofrenda (munus) “agradable” a Dios, un ofrecimiento a ti. La vida, «todos los días de mi vida», como ofrecimiento a ti: la vida como ofrenda para ti, la vida como sacrificio, toda ella como un sacrificio agradable a Dios, sacrificio de alabanza. Podríamos decir también: toda la vida como una oración. Ya sabemos qué es la oración cristiana y lo que la distingue, y en cierto sentido la separa, de otras oraciones que hace el hombre moviéndose a tientas por el deseo y la espera que lleva dentro por naturaleza, al margen de la gracia de Cristo, lo que define la oración cristiana, según la plenitud que recibe el hombre llamado, es la memoria del hecho de Cristo. Pero, ¿cuál es el contenido de la memoria de Cristo? La revelación de la Trinidad. Cristo es el enviado –«medium», mediador– que nos revela la Trinidad, el Misterio que hace todas las cosas: «No os llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que soy os lo he dado a conocer»3.
La liturgia del Bautismo –que celebramos de nuevo ayer en nuestra comunidad, aunque fuera ante la distracción y la indiferencia de muchos, que se guardan bien de sacrificar su tiempo para participar en estos que son los únicos gestos totalmente puros y capaces de renovar de verdad nuestra fe– dice: «Estos niños entrarán en la comunión cristiana, en la comunidad de la Iglesia y se dirigirán a Dios llamándole “Padre”». «Nadie como nosotros puede llamar a Dios “Padre”», exclama san Pablo4.
Entonces, si la Trinidad es el Señor de nuestra vida, al que no se le escapa ninguna palabra ociosa5, del que depende todo, hasta los cabellos de nuestra cabeza –mientras que nosotros, como recordaba el otro día el evangelio, no podemos hacer blanco o negro ni uno solo de nuestros cabellos6–, si la Trinidad es el Dominus, el Dios, el Señor de nuestra existencia y de la del mundo, entonces en verdad nuestra vida tiene consistencia y significado únicamente como «munus», como «ofrenda» a Él, para Él. «Munus aeternum», un ofrecimiento eterno. La verdad permanente, la verdad real de nuestra vida es que Dios la posee; es decir, desde nuestro punto de vista, la vida es ofrecimiento, sacrificio, oración, tal como manifestó de forma suprema Cristo a la hora de afrontar su muerte. El ofrecimiento de nuestra vida, reconocer que Otro nos posee totalmente, que estamos profundamente sujetos a Él, no adviene sin atravesar una apariencia de muerte, sin pasar por la cruz, por la experiencia de la cruz.
Son estos los pensamientos que deben ocuparnos en estos meses: la Trinidad como el único Dios, «Sancta Trinitas, unus Deus», y como consecuencia ética a la hora de concebirnos y actuar, la vida como ofrecimiento, el ofrecimiento de un sacrificio. Una ofrenda ante el altar. Por otra parte, tal vez no reparamos nunca en lo que dice el sacerdote en el canon de la misa, al comienzo de la plegaria eucarística, extendiendo las manos: «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad; por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor»7. Lo que tenemos ante nosotros es un signo eficaz. Signo “eficaz” porque contiene a Cristo. Pero, ¿de qué es signo? Lo que tenemos delante, bajo las manos extendidas, es signo de nosotros mismos. ¿Qué son estos dones? Allí están el pan y el vino en la eucaristía que deben convertirse realmente en el cuerpo y la sangre de Cristo; siguen siendo pan y vino, pero se convierten en cuerpo y sangre de Cristo. La apariencia mantiene esta contradicción, pero lo que tenemos delante en la misa es el cuerpo místico de Cristo, es el Cristo total, del que son signo el pan y el vino. Y “estos dones” que deben ser santificados para que se conviertan en cuerpo místico de Cristo somos nosotros, cada uno de nosotros, nuestra vida, en definitiva. Es nuestra vida, todos los días de tu vida, cada día, todo lo que somos, la carne, el corazón y el espíritu, lo que se hace cuerpo de Cristo y, por tanto, ofrecimiento, sacrificio –en el sentido literal de la palabra– al Misterio que es señor de todas las cosas: «Sancta Trinitas, unus Deus».
Si no podemos concebir nuestra persona más que como memoria de Cristo, nuestra vida concreta no puede ser más que un ofrecimiento. De ahí que nuestra existencia sea misión. Aunque sea de paso, conviene recordar con gratitud –«Magnificat anima mea Dominum»8– la riqueza, la hondura, la intensidad y la utilidad de nuestra vida incluso en sus momentos más escondidos. Ni un solo aliento es ajeno a dicha grandeza. Tomar conciencia de ello ensancha lentamente nuestra alma, le otorga magnanimidad, que es lo que más necesita la vida –lo necesita radicalmente– para poder afrontar el tiempo y sus fatigas. De ahí procede la verdadera autonomía de la persona, la verdadera “consistencia en uno mismo”, a imitación de Dios que consiste en Sí mismo.
«Santifica estos dones, para que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Cristo». ¿Qué quiere decir «santifica estos dones»? Tal vez lo entendamos leyendo el prefacio del domingo pasado en el rito ambrosiano (la liturgia ambrosiana tiene unos prefacios después de Pentecostés extremadamente hermosos, que la liturgia romana posterior no ha sabido crear): «Tú instruyes sin descanso a los hijos de tu Iglesia y no les niegas nunca tu ayuda, para que tengan conciencia del bien a hacer y la capacidad de cumplirlo»9. Esta es la santificación: la conciencia de lo que somos –posesión Suya–, de lo que es nuestro ser, y la energía necesaria para vivirlo, la capacidad de cumplirlo («Consummatum est»10, clamó Jesús antes de exhalar el último aliento). Realizar la verdad es cumplir la propia existencia según la conciencia clara de lo que somos. Lo cual quiere decir ser verdaderos, no ser mentirosos. «Y la verdad del Señor permanece para siempre»11.
2. El Espíritu de Cristo «renueva la faz de la tierra»
Reza el prefacio: «Tú instruyes sin descanso a los hijos de tu Iglesia y no les niegas nunca tu ayuda»; es decir, instruyes dando la fuerza para ser verdaderos ante la instrucción recibida, es decir, para cumplirla. Instruyes. Ante la palabra “instrucción”, ¿cuál es el nombre del misterio de Dios que enseguida nos viene a la mente? ¿A través de quién instruye el Misterio que hace todas las cosas a los elegidos? «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a vosotros el Paráclito, y entonces os enseñará [os revelará] todas las cosas»12, os hará comprender todo. En la liturgia de Pentecostés hay otra oración preciosa que dice así: «Te suplicamos, Señor, que el Espíritu Santo, según la promesa de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, nos revele más abiertamente el misterio de este sacrificio [nos haga comprender mejor el misterio de este sacrificio, el sacrificio de Cristo muerto y resucitado, el sacrificio de la Eucaristía –«haced esto en memoria mía»–, que es por tanto el signo del cuerpo místico de Cristo] y nos desvele benigno toda verdad [porque todas las verdades están en función de esta “nueva criatura” que está en el mundo, del bautizado que es principio del mundo nuevo, de los cielos nuevos y de la tierra nueva, en función del cuerpo místico de Cristo, que es su Iglesia]»13.
El Espíritu Santo es el autor de la conciencia del bien que debemos hacer, el principio de la conciencia nueva de uno mismo y de la vida, es decir, el que nos hace comprender qué es la Trinidad para nosotros y el que otorga a nuestro corazón la energía para obedecer («se hizo obediente hasta la muerte»14, «todos los días de mi vida»). Aquel que concede a nuestro corazón la energía para obedecer es el Espíritu Santo. En Pentecostés empieza la larga serie de los domingos del verano, que son símbolo de la vida misma gobernada, penetrada, sostenida por la Trinidad.
El Señor Jesús decía a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro don [Paráclito] que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.[...] El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él [su señorío se convierte en la unidad del amor: «No os he llamado siervos, sino amigos»; ningún corazón está tan dominado, ninguna vida está tan señoreada por otro como cuando ese otro es amado, como en la amistad: es la única verdadera posesión]. El que me ama guardará mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre [su “nombre” es su muerte y su resurrección, porque “nombre” quiere decir “poder”; por la muerte adquirió el derecho, el poder sobre el mundo entero], será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy»15.
Es el Espíritu Santo. «Hermanos, Dios nos lo ha revelado por el Espíritu, y el Espíritu lo sondea todo, hasta la profundidad de Dios. ¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Pues lo mismo, lo íntimo de Dios lo conoce sólo el Espíritu de Dios. Y nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo, es el Espíritu que viene de Dios, para que tomemos conciencia de los dones que de Dios recibimos [¿cuál es este don? Él mismo], de los cuales también hablamos, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. Aquel que está privado del Espíritu no comprende esas palabras, para él no tienen sentido. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo; y él no está sujeto al juicio de nadie [lo que quiere decir que está en la posición del juicio final, en la posición definitiva, tiene el criterio último]. Porque “¿Quién conoce la mente del Señor para poder instruirlo?”. Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo»16. Por eso decimos: «Envía tu Espíritu y volverá a mí la vida, envía tu Espíritu y renovarás la faz de la tierra»17. Creo que esta es la tarea concreta para vivir este largo tiempo: la conciencia de estar dominados por el misterio de la Trinidad, «Sancta Trinitas, unus Deus»: en el nombre del Padre, en el poder del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Nadie experimenta como nosotros el gusto profundo de ser dominados; solo puede compararse –pero es una comparación por defecto– con la alegría y el gusto que experimenta el niño de ser poseído por su madre, o el hombre y la mujer de ser poseídos el uno por el otro. Son signos humanos, analogías naturales, que son como una sombra con respecto a la profundidad de la paz –es la palabra que usó Cristo–, único gusto verdadero de la vida, de la conciencia de uno mismo y posibilidad de alegría.
La tarea, por tanto, es invocar al Espíritu para que todo lo que hemos dicho suceda en nuestra vida a lo largo de estos meses, para que reconozcamos su Señorío, lo aceptemos y observemos su mandato, es decir, para que cada uno acepte a su Señor y viva ofreciéndose a Él. Y su mandato es el amor, porque «Dios es amor»18.
Creo que nada nos ayudará más en el trabajo que nos aguarda como invocar juntos al Espíritu Santo, reclamarnos mutuamente a ello, saber que también el otro lo invocará, pedir los unos por los otros el Espíritu de Cristo: «Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra, renueva la faz de mi tierra y volverá a mí la vida». No valen «palabras que provienen de la sabiduría humana» o propósitos y proyectos que se apoyan en nuestra voluntad, nuestra capacidad para actuar, nuestro gusto por el trabajo, sino una conciencia que se expresa plenamente en pedir el Espíritu y una energía que procede únicamente de esta invocación. Tal invocación es el sustento de la conciencia, lo que la clarifica, lo que alimenta nuestra capacidad de bien, nuestra energía para realizarlo, lo que nos lleva hacia la plenitud.
Fijáos en que «Sancta Trinitas, unus Deus» significa que el Espíritu es enviado por Cristo. No aislemos nuestro modo de pensar en el Espíritu Santo del contexto total. Es una sola realidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Es el Espíritu de Cristo. Como no se puede aislar a Cristo del Padre, no se puede comprender al Padre más que a través de Cristo que nos envía su Espíritu. Y sólo en la súplica, en la invocación a su Espíritu, podemos comprender a Cristo, porque incluso a Cristo lo he mirado con los ojos de la carne, decía san Pablo19, con ojos carnales.
En efecto, al considerar a Cristo lo concebimos a menudo según nuestra mentalidad –y por tanto, lo reducimos– lo mismo que hacemos cuando decimos a otro: «te quiero» o nos decimos cristianos. Reducimos a Cristo a la medida de nuestra mente, según una sabiduría humana, y reducimos la palabra de Cristo, su mandato, al ámbito de ideales y de sentimientos de nuestra carnalidad, al ámbito de nuestro amor propio. Reducimos por tanto a Cristo a nuestro modo de concebir y sentir, en vez de convertir continuamente nuestra conciencia a Cristo, en lugar de convertir continuamente nuestra afectividad a Cristo. Daos cuenta: que nuestra conciencia, pensamiento y afecto, nuestro modo de amar, se conviertan a Cristo quiere decir que conciencia y afecto se ven continuamente llevados a donde nunca hubieran pensado, provocados a salir de sus medidas, a abrirse, y llevados a un terreno insospechado, más allá de lo que hubiéramos podido concebir o sentir antes. Y son introducidos siempre en lo desconocido, es una medida que se ensancha: la conciencia y la afectividad son introducidas continuamente en un horizonte imprevisto, más allá de todas nuestras medidas. Más allá: algo que no se sabía antes. Hasta el punto de que a menudo nuestra medida se ve trastocada. Experimentamos una sorpresa y un descubrimiento que no vienen de la sabiduría que teníamos antes, que no derivan del sentimiento y del afecto que teníamos un minuto antes: es algo nuevo. Por eso implica una mortificación, un desgarro: «Cuando seas mayor, otro te ceñirá y te llevará a donde no hubieras pensado ni querido»20. En vez de cambiar continuamente nuestra medida y convertir nuestra conciencia y afecto a Cristo, tendemos a reducir a Cristo a nuestros cálculos, reducimos la verdad de Cristo y el amor y la caridad de Cristo a la medida de nuestro modo de pensar y de amar.
Esta conversión a Cristo, este “conocimiento” de Cristo y este amor a Cristo, este «no saber más que a Cristo, y Cristo crucificado»21, este vivir que no es ya un vivir para nosotros, sino para Cristo «que murió por mí y se ofreció en sacrificio por mí»22, es fruto del Espíritu. La luz del intelecto, la plenitud de la conciencia y la energía para cumplir, vienen de la acción del Espíritu Santo en nosotros. Es Él el que transforma y «renueva continuamente la faz de nuestra tierra, la realidad concreta de nuestra vida».
Recordemos también –es un corolario a lo que hemos dicho antes– que el Espíritu no es (tal como todos lo conciben, al menos para mí ha sido así durante mucho tiempo, y es una tentación continua todavía; y como muy a menudo veo que es para otros, al menos como tentación) una luz y una fuerza que agudizan nuestras medidas: no se trata de invocar al Espíritu para conseguir una capacidad agudeza mayor en sabiduría humana, ó una eficacia mayor según nuestras medidas. Invocar al Espíritu es pedir que nos haga salir de nosotros mismos y penetrar en la profundidad insondable de Cristo, nos haga comprender las medidas de Cristo, por tanto participar del hecho de Cristo, y nada más; que nos haga comprender y formar parte del cuerpo de Cristo; que nos haga comprender y realizar el misterio del hecho de Cristo en la historia que es la Iglesia, y nada más.
Por tanto, la tarea de estos meses es invocar al Espíritu: que Pentecostés renueve también nuestra tierra, cambie nuestro ser, y lo abra a la misión, como le sucedió a Pedro y a los apóstoles nada más bajar sobre ellos el Espíritu Santo. La misión no es otra cosa que la influencia que nuestro cambio ejerce sobre el mundo, como bien dice nuestro nombre: Comunión y Liberación. Es el cambio que sucede lo que libera al mundo, y nada más. Pero, ¿qué cambio? El cambio que edifica la Iglesia, es decir, el cuerpo de Cristo.
Hagamos también el propósito de que en nuestros encuentros –y también en la reunión de la casa–, cada vez que nos juntemos para rezar, ya seamos muchos o pocos, nos acordemos de esto y procuremos vivirlo invocando al Espíritu. La frase del salmo tiene una expresividad fantástica: «Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae», «envía tu Espíritu y volverá la vida, y renovarás la faz de la tierra, la faz de mi tierra».
3. La conciencia de la misericordia
Hay una última cosa que nos sugiere la liturgia de hoy23. No es un detalle, aunque lo parezca. Creo que nada como lo que voy a decir nos obliga a comprender lo que es Dios para nosotros, lo que es la Trinidad, el señorío absoluto de la Trinidad sobre nosotros y lo que somos, poseídos por ella. En la medida en que no lo comprendiéramos iríamos a tientas en la oscuridad y nuestros ojos estarían nublados, todavía estaríamos algo perdidos, desconcertados. Por eso estemos atentos a las lecturas durante la misa. Os digo solo la idea central. El profeta Natán va a David y le dice: «“¡Cuántas cosas te ha dado Dios! ¡Te lo ha dado todo! Y tú has querido también a la mujer de Urías, el hitita, yendo contra su ley”. David dice a Natán: “¡He pecado contra el Señor!”. Y Natán responde a David: “El Señor ha perdonado tu pecado: no morirás”»24.
En la carta de Pablo a los Gálatas leemos: «Si por la ley obtuviéramos la justificación [si lo que me salva es que soy capaz de respetar la ley, de ser un hombre honrado, de hacer el bien, si lo que me salva es esto, si lo que me salva es mi práctica de la ley], entonces ya no necesitaríamos la fe en Jesucristo, que habría muerto en vano»25. En cambio, hacer su voluntad, cumplir su mandato, obedecer, es gracia, es únicamente don de Dios; don de su Espíritu. Nadie será nunca justificado por su coherencia moral, por su capacidad de ser coherente hasta el fondo, sino solo por el hecho de que Él, tal como somos –¡tal como somos!– nos ha llamado “amigos” (dice el fariseo en el evangelio de hoy: «Si ese fuera profeta sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando»26). El don supremo del Espíritu es reconocer el hecho de que Él, tal como soy, me llama amigo y yo lo reconozco. En definitiva, el don supremo del Espíritu es aceptar el perdón de Dios y comprender que es otra la fuerza que me cambia, que me transforma: es la fuerza de Cristo y no mis pensamientos y sentimientos, porque mis pensares y sentires nunca me salvan, no me justifican, no son justos, no logran ser justos.
Ahora bien, si es Otro que me salva, Otro que me justifica, ¿quién es este Otro? Es el hecho de Cristo, es Cristo que me implica en su historia, es Cristo que me incorpora a su Iglesia. Y, ¿cómo actúa el hecho de Cristo? De forma misteriosa. Por eso los tiempos y los caminos no están en nuestras manos. Es como el fermento en la masa, una semilla en la tierra: no se sabes cómo ni cuándo, pero actúa. Actúa si yo lo amo, es decir, si lo reconozco y lo acepto, si yo vivo de este perdón, si acepto ser perdonado. Esta es la seguridad de la vida, la certeza de que mi vida se santificará, de que mi vida se redime, de que mi vida es redimida, es decir, cambia.
Por una parte, experimentar el perdón en la vida (la memoria de Cristo es memoria de su muerte y resurrección, es decir, de su perdón: «La misericordia de Dios llena la tierra»27) me empuja siempre a desear hacer su voluntad y, por otra, hace que me sienta continuamente rescatado, sean cuales sean mis errores. La resurrección rompe la terrible ley de la naturaleza: «Lo hecho, hecho está»28. Rompe esta ley porque «renueva la faz de la tierra» y crea de nuevo.
Por eso aceptar el perdón otorga una seguridad inagotable y la vida transcurre en la paz, en una posibilidad continua de alegría: porque Él ha muerto por mí, dio su vida por mí, resucitó y en Él he resucitado yo, porque «Si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos»29, para que «ya no viva para mí mismo». Yo estoy seguro de que esto está sucediendo y de que crece –como la semilla, como la levadura– con el tiempo, el tiempo de Dios. Y en la oscuridad llena de humillación por mi constante disparidad, por mi delito, por mis errores, en esta oscuridad yo estoy lleno de certeza de luz, de bien y de cumplimiento en este mundo, que es mundo de Dios, en esta vida, que es la vida de Dios en mí, en este tiempo –«Nunc tempus acceptabile»30, tiempo agradable a Dios–, que es el tiempo de Dios, porque lo reconozco, es decir, porque vivo de la fe. Tengo fe. Desde la fe Dios es la misericordia, desde la fe se descubre cómo el señor de todas las cosas, el «Deus» –esta «Sancta Trinitas, unus Deus»– es misericordia. Su signo experimentable es Cristo en la cruz, muerto por nosotros y resucitado; su misericordia no oculta el error, lo rescata y nos devuelve la vida, convierte en bien nuestro mal. Y así crecemos hacia «la plenitud de Cristo»31.
El fruto supremo del Espíritu es la conciencia de la misericordia, la conciencia de uno mismo como alguien continuamente perdonado, y la memoria de Cristo como perdón (muerto y resucitado por nosotros), la evidencia cada vez mayor de que Su perdón renueva la vida, la convierte, la cambia. Este es el poder supremo que Dios manifiesta en nuestra existencia y en la de todos: el perdón. No nos justificamos nosotros. Nos justifica la gracia de reconocer a Cristo, esa Presencia poderosa que obra en nosotros, el único hecho en el que se apoya nuestra esperanza, el único del que podemos obtener criterios, motivos e inspiraciones para vivir, el único del que aguardamos la fuerza necesaria para cambiar, el único que renueva nuestra tierra. Comprenderlo, empezar a saberlo, es la acción suprema del Espíritu en nosotros. Su acción en nosotros es esta, su don supremo. Es el Espíritu, por tanto, quien lleva a cabo en nosotros la obra de la redención: no queda encubierta nuestra presunción ni nuestra debilidad justificada (como a menudo hacemos al reducir a Cristo a nuestra imagen y medida), el amor a Cristo no se confunde ni se baraja con el fruto de nuestras manos. Su perdón nos redime. Necesitamos el perdón, y no es una forma de hablar. Porque inevitablemente nuestra mente y nuestra voluntad, nuestra libertad, intervienen frenando todo, son incapaces de estar a la altura; en resumen, siempre decaemos, fallamos siempre, necesitamos siempre el perdón: «No tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia, y conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad»32. En la medida en que participamos del hecho de Cristo se nos comunica su Espíritu, fuente única de novedad aquí en la tierra, tanto en nosotros como en el mundo. Es Él el que crea la Iglesia, es Él el que nos hace piedras vivas. Piedras vivas de su Iglesia.
Notas
1 Cf. Mt 10, 30.
2 Oración sobre las ofrendas de la solemnidad de la Santísima Trinidad.
3 Cf. Jn 15, 15.
4 Cf. Ga 4, 6.
5 Cf. Mt 12, 36.
6 Cf. Mt 5, 36.
7 Plegaria eucarística II.
8 Lc 1, 46.
9 Prefacio del primer domingo después de Pentecostés, rito ambrosiano.
10 Jn 19, 30.
11 Fil 2, 8.
12 Cf. Jn 16, 7.13.
13 Oración sobre las ofrendas de la solemnidad de Pentecostés, rito ambrosiano.
14 Fil 2,8.
15 Cf. Jn 14, 15-27.
16 Cf. 1Co 2, 10-16.
17 Cf. Sal 104, 30.
18 1Jn 4, 8.
19 Cf. 2Co 5, 16.
20 Cf. Jn 21, 18.
21 Cf. 1Co 2, 2.
22 Cf. Ga 2, 20.
23 Undécimo domingo del tiempo ordinario, año C.
24 Cf. 2 S 12, 7-10.13.
25 Cf. Ga 2, 21.
26 Cf. Lc 7, 36-39.
27 Cf. Sal 33, 5.
28 O.V. Milosz, Miguel Mañara, Encuentro, Madrid 1991, p. 34.
29 Cf. 2Co 5, 14-15.
30 2Co 6, 2.
31 Cf. Ef 4, 13.
32 Oración de la misa después del Padrenuestro.