En busca de un rostro humano

Palabra entre nosotros
Luigi Giussani

Apuntes de la lección de Luigi Giussani en los Ejercicios espirituales de los universitarios de Comunión y Liberación
Rimini, 9 de diciembre de 1995

La única respuesta práctica y con¬creta a la situación descrita en la meditación de esta mañana, que de un modo bastante sintomático ha sido definida como «pulverización del yo» —la realidad vista a través de una nube de polvo, dentro de una nube de polvo, en vez de ser una realidad que debería verse a la luz del sol, en la serenidad de la luz—, la única res¬puesta es ésta: hay gente, una compa¬ñía de gente, distinta, humana, como todos nosotros, y, por ello, con todos sus motivos de desprecio y los esca¬sos motivos de nobleza que percibi¬mos, que espolean nuestra humani¬dad, ya sea como carga o haciéndola respirar; humana como todos noso¬tros, pero distinta, dicho con más pro-piedad, «cambiada». Cambiada de forma insólita, de un modo imprevis¬to y, en el fondo, envidiable, al menos en algunos aspectos, por la forma de ver y vivir la vida. Sin decirlo, sentimos en nuestro corazón: «¿Cómo pueden ser así?». La cris¬tiandad los llamaría santos; pero no sólo la cristiandad, la gente sencilla y del pueblo, por la atención que pres¬tan a sus necesidades, los llama san¬tos: «¡Éstos son santos!». Pero tam¬bién quiero subrayar la característica que me parece más reveladora: son personas que tienen valor. No por ser héroes. Es un valor sin grandeur: ¡Su valentía se llama «testimonio»! Estos hombres tienen la valentía de juzgar y proclamar valores profundamente diferentes de los de la mentalidad común. Cuando uno les ha oído hablar, se percata de que son más jus-tos, mejores que los demás —en determinados aspectos, al menos—, más humanos, paradójicamente más próximos a nosotros, más “nuestros", más cercanos a nuestra humanidad, a esa humanidad normalmente ensom¬brecida y olvidada.
Digo esto porque quien está aquí —cualquiera que esté aquí— ha teni¬do un encuentro con personas así, ya sea intuido o reconocido por un impacto potente, chocante. Y además, nunca se trata de una persona aislada. Un hombre así no se queda solo, sino que testimonia una compañía, en definitiva, indica un recorrido, un «camino». Entonces viene a la mente
lo que setecientos años antes de Cris¬to decía el profeta Isaías en el gran libro, el libro hebreo —porque Jesús dijo: «La salvación viene de los judí¬os», y ésta no es la última razón por la que, fácilmente, quien tiene el poder en el mundo les odia—: «He aquí, dice el Señor, que yo obro algo nuevo». Es necesario oír esta voz en el estruendo o en la niebla provocada por la pulverización descrita esta mañana: «He aquí que yo realizo algo nuevo, ¡ahora mismo germina! ¿No os dais cuenta? Yo abriré un camino en vuestro desierto».
Para comprender bien esta sor¬prendente respuesta —porque la respuesta; si hay una respuesta, es ésta; cualquier otra empeora la situa¬ción descrita por la mañana, la confir¬ma y la agrava—, a mi juicio, es necesario añadir un punto a lo que ya hemos dicho, es decir, identificar el origen de la quiebra, del desastre que se produce cuando la nube polvorien-ta, cuando el marchitarse de todo y la sombra del descuido del yo, penetran en nosotros. ¿Por qué razón vuestra tierra, nuestra tierra, se deja invadir sin poder frenarlo, por la disolución del ideal soñante —¡de esa realidad grande!— que es el ser humano? A mi entender, el origen está aquí: la sociedad no os ama a vosotros, sino que ama lo que puede obtener de vosotros, siempre que resulte útil a la ideología de su conveniencia —la conveniencia del poder— o de su instintividad. Aunque pueda parecer muy extraño, lo más trágico es que muchas veces —¡cuántas veces!— vosotros mismos sufrís el que vues-tros padres, vuestros mismos padres, no os aman a vosotros, sino a una idea que se han hecho sobre vosotros, especialmente sobre la imagen de vuestro futuro, por la fama y el honor que puedan obtener de vuestras per¬formances con sus amigos o en la sociedad y, sobre todo, por el com¬prensible deseo de obtener de voso¬tros seguridad y beneficio cuando sean viejos.
Fragmentos de un amor real podéis encontrar en vuestros amigos, rara¬mente, pero entre los amigos; y toda¬vía de forma más excepcional —lo digo con amargura, pero con una seguridad que pretende desafiaros— en un enamoramiento. Semejante amor, como quiera que sea, tiene dos polos, dos puntos-límite. Por un lado, una admiración desmesurada por lo que se percibe en vosotros y que no habéis hecho vosotros. Imaginaos a un chico verdaderamente enamorado de una chica: siente una admiración desmesurada por algo que ve en ella y que no ha hecho ella, que no se ha dado ella; por ejemplo, la belleza que conlleva la frescura de cierta edad, belleza que no podéis detener en la tela del cuadro del mañana. Por otra parte, una compasión igualmente des¬medida por vuestra desdicha (contex¬to, circunstancias no favorables, dañi¬nas), por la desdicha que amenaza y que nuestra debilidad favorece —esta debilidad sí que es nuestra, es tuya—. Admiración y compasión: un amor real no puede no agitarse entre estas dos orillas.
Los padres y la sociedad bendicen esa debilidad, porque más que tener compasión, es decir, más que sentir dolor porque presienten y perciben la inutilidad de lo que, sin embargo, estiman en vosotros, se sirven de ella. ¿Para qué servirá lo que estiman? ¿Qué será de ello? ¿Qué quedará? Por tanto, de vuestra aridez o fragili¬dad extraen una justificación, incluso de lo que es más bello en vosotros sacan la justificación para poder poseeros, para reteneros en la pruden¬cia, o cautela, que ellos establecen como medida: ¡una medida que salve lo salvable!
¡Qué desgracia tenéis con una sociedad tan incapaz de valorar vues¬tra humanidad, impotente para valo¬rarla, ¡esclava de quien tiene la suerte de tener más poder! Una madre o un abuelo pueden decir al niño que cre¬ce: «¡Qué desgracia tenéis con una sociedad así!». Pero, ¡qué desgracia tenéis también con una familia así! Tan pequeña, encerrada en sí misma, como el jardín de los condes Finzi Contini: devorado, invadido, organi¬zado en función de la mentalidad dominante, a pesar de estar embalsa¬mado en el amplio cerco de los muros de la casa.
Por tanto, si el origen de la quiebra está allí donde el amor se hace tan impersonal e instintivo que tiende a convertirse en posesión, uso, consu¬mo, funcionalización del otro a uno mismo, a las propias ideas, imágenes o necesidades, ¿cuál puede ser el res¬cate? Si la respuesta a la pulveriza¬ción del yo descrita: esta mañana (de la que apenas he indicado el origen) es solamente aquel encuentro afortu¬nado al que he apuntado abriendo nuestro diálogo, el remedio emerge sin pensarlo, sin preverlo. Así, impre¬vistamente, aparece la figura de Cris¬to: en el horizonte confuso, plano y uniforme, en lo grisáceo de nuestra historia y en la del mundo, emerge la figura de Cristo.
«Iba de camino a una ciudad lla¬mada Naím, y lo acompañaban los discípulos y una gran multitud. Cuan¬do estaba cerca de la puerta de la ciu¬dad, vio que había un cortejo fúnebre, un hijo único de una madre viuda, y mucha gente de la ciudad estaba con ella. Viéndola, el Señor tuvo compa¬sión y, adelantándose, le dijo: “¡Mujer, no llores!”». ¿Cómo «no llores»? Pero, ¿se puede decir «no llores» a una mujer en esas condicio¬nes? ¿Viuda, sola, que va detrás del féretro de su hijo? Intentad imaginar qué ola o qué mar de ternura debía haber en aquel hombre extranjero que, viéndola, da un paso hacia ade¬lante, quizás poniéndole una mano en el hombro, y le dice: «¡Mujer! Mujer, ¡no llores!». «Y acercándose, tocó el féretro, mientras los porteadores se pararon, y después dijo: “Joven, a ti te lo digo: ¡levántate!". El muerto se incorporó sentándose y comenzó a hablar y Él se lo entregó a la madre»
Pero, ¡resucítalo de inmediato! ¡Acér¬cate y resucítalo! ¡O. grita desde el lugar en el que estás, que el muerto vuelva a la vida! ¿Qué necesidad había de ir allí, dar un paso adelante y decir: «¡Mujer, no llores!»? ¡Pero si Él mismo lloraba! Algo en Él lloraba. ¡En Él estaban esta potencia y esta piedad, este afecto y ternura, este dominio y poder sobre la realidad!
Así, sin pensarlo, se presenta la figura de Cristo. Imaginaos a sus doce amigos, a la luz tenue de las antorchas, aquella noche del jueves de la última cena: Él hablando y los doce escuchando atentos. Y habla. Es su diálogo más largo. En un cierto momento dice: «Sin mí no podéis hacer nada». Llegado un cierto momento, esta persona, este hombre, se manifiesta. Y al final de aquel lar¬go discurso, antes de que su corazón casi se acallase y conmovido hablase directamente a Aquel a quien llama¬ba, con un aire de gran misterio. Padre, dijo: «Os he dicho estas cosas para que tengáis la paz en mí. Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena». Es lo contrario de lo que he descrito esta mañana. Porque el hom¬bre es cuando es posible para él, en él, la alegría. El gozo es el contenido pleno, feliz, fresco, vibrante, de cada factor del hombre, de cada cabello, con todo lo que le circunda, cada flor e hilo de hierba. Y añadió: «Vosotros tendréis tribulaciones en el mundo, pero tened fe. Yo he vencido al mun¬do». Quedaban pocas horas para que lo mataran.
Sin embargo, quien no reconoce esta presencia, quien anula esta pre¬sencia, anula todo. Habiendo encon¬trado una presencia así, no se puede permanecer como antes, aunque se nos presente a través de una voz que repite Sus términos, los contenidos de Su discurso, la narración de Sus ges¬tos, el final y el inicio de Su historia (todas las veces que aparece en la escena del texto escrito dice: «No temáis»; con esta palabra entró en el mundo por primera vez el anuncio de Él). Quien no reconoce esta presencia es como si se volviera incapaz de reconocer cualquier cosa, y entonces se reducen a cero su padre, su madre, la mujer a la que ama, el hijo que tiene delante. Todo —¡todo!— se reduce a nada; es el nihilismo del que hemos oído hablar esta mañana.
Lo que impide reconocer esta pre¬sencia es un prejuicio, siempre es un prejuicio: un prejuicio ideológico inherente al tipo de mentalidad a la que se pertenece. Pero especifique¬mos. Este “prejuicio” consiste en un juicio “por imposición”, porque nos lo imponen (la sociedad, y, por tanto, la familia, el colegio, la educación), o un juicio “por disolución”, debido a la debilidad en la que todo se corrom¬pe. El hombre queda disuelto en su debilidad, disuelto y confundido por su debilidad, por lo cual la única sal¬vación es la distracción, no una dis¬tracción ocasional, sino patológica¬mente determinante. Imposición o distracción son el origen del prejuicio que anula, o intenta anular, a esta pre-sencia —la figura de Cristo— ante los propios ojos y en la propia con¬ciencia.
En cualquier caso, aquellos que, por imposición o por distracción, nie¬gan la figura de Cristo están aboca¬dos a reducir la realidad —tal como se transparenta imponente en la expe¬riencia, tal como se impone y se transparenta en nuestra experiencia-, están condenados a reducir esta reali¬dad a nada. Es decir, reniegan de la amplitud del «corazón» del hombre: la realidad es breve y efímera. Preci¬samente la palabra «efímero» indica eso, que dura un día, una hora, un instante. El año pasado, poco antes de los Ejercicios Espirituales, uno de vosotros me contó que había conoci¬do a una estudiante danesa que estaba estudiando en Italia, y que se había quedado impactada, según ella misma le dijo, por nuestro modo de utilizar la palabra «corazón». Para ella «cora¬zón» había indicado siempre algo absolutamente privado, tan suyo que no tenía nada en común con los demás, indicaba algo íntimo; sin embargo, nosotros utilizábamos la palabra «corazón» de modo distinto; el «corazón» era un algo en común, una realidad que se tiene en común con todos. La amplitud del corazón —las exigencias que estructuran este aspecto sintético y profundo del hom¬bre que la Biblia llama «corazón»: no conocemos palabra más adecuada que nos haga sentirnos felices y des¬graciados al mismo tiempo— lo juz¬ga todo con su sed de verdad, de belleza, de bondad, de plenitud, de perfección, de satisfacción y de feli-cidad, todo lo inviste sin tregua con su lengua de fuego, sin descanso. Tanto es así que esta palabra — «corazón»— es tomada en serio sólo en el vocabulario conocido por noso-tros, sólo en el léxico impreso en la Iglesia o bien impreso en aquella pre- iglesia que potencialmente es, al menos por algunos meses, el corazón de una madre, de una mujer que ha tenido un hijo.
Los que niegan la presencia de Cristo reniegan de la amplitud de corazón del hombre. Además resultan incapaces de admitir verdaderamente, es decir, tienden a renegar, a no mirar a la cara y después a renegar —como hacen algunos filósofos que arrecian desde las columnas de los periódicos actuales—, de la palabra que indica el introducirse en nuestra experiencia de algo nuevo que, de hecho, enriquece y precisa los recuerdos que el tiempo deja en nosotros, haciendo de nuestra vida un camino: acontecimiento. No pueden llegar a comprender esta pala¬bra, no pueden entender qué quiere decir acontecimiento. Y niegan esta palabra con ira furibunda. Más aún, más profundamente, reniegan de que en la experiencia del hombre se trans¬parente una realidad, una realidad «real». Como Moravia, que afirmaba que la existencia no tiene razones suficientes para ser afirmada —para él la realidad sería «insuficiente», incapaz de persuadir al hombre de su efectiva existencia—, de modo que ya no tendría razones suficientes para decir: «Bebo un vaso de agua». Son las tesis de los mayores filósofos que expresan la conciencia sistemática y crítica de hoy.
Quien niega a Cristo, quien lo anu¬la —es cierto, queda todo el proble¬ma. el drama y el riesgo entre la fe en Él y la duda, o incluso la negación de todo; pero no una negación teórica, sino muy concreta—, ante todo, mer¬ma la realidad, restringe la amplitud de la exigencia del corazón y. por tanto, del conocimiento humano y del destino humano. Niegan el aconteci¬miento, que es la novedad que entra en nuestra vida, y niegan que a la experiencia pueda corresponder la existencia de algo real que en la experiencia misma se puede ver. De este modo están forzados incluso a reducir la fuerza de la razón. La fuer¬za de la razón, efectivamente, se sos¬tiene, toda ella, en la «categoría de la posibilidad», como nosotros solemos decir. No puedes negar lo que piensas como posible, a menos de que esto contradiga una evidencia incontrover¬tible (como es incontrovertible la evi¬dencia de que esto es una mesa), que la razón describe exhaustivamente en su factura (en efecto, la categoría de posibilidad se mantiene, también como fuente original de la mentira, más allá de ser fuente original de la búsqueda de la verdad). Dice San Agustín (es una frase que en los pri¬meros años de mi historia con los jóvenes de mi instituto citaba durante casi todas las horas de clase): «Quid fortius de sideral anima quam verita- tem?». «¿Qué desea más potentemen¬te el corazón del hombre, sino lo ver¬dadero, sino la verdad?». Pero «Quid est veritas?», «¿qué es la verdad?». «Vir qui adest», «un hombre que está presente», experimentalmente presen¬te, como volveremos a decir después.
En cualquier caso, Einstein com¬partía lo que estamos diciendo. Recuerdo que dos días después de la muerte de Einstein, en Il Corriere della Sera, salió un largo artículo de cuatro columnas del gran matemático Francesco Severi, que relataba el últi¬mo diálogo mantenido con Einstein el día anterior a su muerte. De aquel lar¬go diálogo recuerdo esta frase de Einstein: «Quien no reconoce el mis¬terio insondable no puede ser ni siquiera un científico». Porque la categoría de posibilidad es necesaria para poder investigar; es necesario admitir la posibilidad del descubri¬miento, la posibilidad de concebir el descubrimiento por hacer.
En el fondo es lo que decía Mónta¬le, con la sencillez sugestiva del poe¬ta, al final del poema Antes del viaje: «Un imprevisto / es la única esperan¬za». Un imprevisto. ¡Cristo es “el imprevisto"! ¡Más “imprevisto” que una figura como la de Cristo! Podéis sustituir la palabra que queráis: «Un imprevisto es la única esperanza». Se trata de una definición real, que se experimenta. Porque en cualquiera de nuestras experiencias, de todas nues¬tras experiencias posibles, podemos describir uno a uno todos los facto¬res: cuando los hayamos contado todos y el último vuelva al primero, hay siempre algo que falta, que nos remite «más allá», según el verso de otra poesía de Montale.
«Un imprevisto / es la única espe¬ranza. Pero me dicen / que es una necedad decírselo». He aquí la impo¬sición, que se convierte en prejuicio: «Pero me dicen que es una necedad decírselo». Se trata de una restricción trágica de la posibilidad de constatar lo que existe y de la fuerza de recono¬cer lo que existe (para reconocer es necesario una fuerza, que no impone, en absoluto, como objeto del recono¬cimiento algo que no existe, ni dilata —tan imprudente como gratuitamen¬te— lo que existe; dilatar lo que exis¬te siempre es imprudente, y tres minutos después caes en la cuenta, te das cuenta). Esta trágica restricción de la posibilidad de constatar lo que existe y de la fuerza de reconocer lo que existe, constituye una maldición demoniaca sobre la vida del hombre, sobre el esplendor de la naturaleza, sobre la grandeza del ánimo, que resultan de éste modo cercenados, cortados de cuajo, en la raíz misma de toda su capacidad y significado.
Lo mismo se puede afirmar acerca de la posibilidad de una recuperación. La figura de Cristo se impone, preva¬lece a pesar de que quede sin respon¬der la petición que brota de Su rostro lleno de ternura que mira a la mujer y le dice: «¡Mujer, no llores!», o bien de Su poder que le hace exclamar diciendo: «¡Surge! ¡Resurge, Lázaro sal fuera!». Sin embargo, en la men¬talidad dominante —que tiende a renegar, debido a la imposición que el uno realiza sobre el otro, o a la dis¬tracción que cede a la debilidad (una distracción por ello morbosa, patoló¬gica, permanente, determinante)—, se encuentra una excepción. Existe una excepción en esta negativa men¬talidad común; en la multitud de gen¬te definida por la descripción de la mañana, hay una excepción, como una rama que se ve todavía verde y viva antes de que la llama la reduzca a cenizas: se llama juventud. Hay una excepción en la sociedad: los jóve¬nes. Pero, ¿cómo? ¿No son ellos las víctimas? ¡Sí! Paradójicamente son las víctimas, pero permanecen —aun siendo víctimas— como una excep¬ción. Aun cuando todo es negativo, ellos viven la necesidad de dar una respuesta, de sugerir unas indicacio¬nes; ellos viven una necesidad sin conocerla, sin que nadie se lo diga o les ofrezca una esperanza frente a ella.
Os digo: es necesario que vosotros jóvenes os deis cuenta de que en el pasado se pueden documentar y en el presente se pueden ver figuras que tienen la estatura de vuestros deseos. Fijaos, ¡qué estatura tiene aquel hom¬bre que se llamaba Pablo!
«Encargados de este servicio por la misericordia de Dios, no nos aco¬bardamos; al contrario, hemos renun¬ciado a la clandestinidad vergonzan¬te, dejándonos de intrigas y no adul¬terando la palabra de Dios; en vez de eso, nos recomendamos delante de Dios a la presencia de todo hombre. Porque no nos predicamos a nosotros, predicamos que Cristo es Señor, y nosotros, siervos vuestros por Jesús. (...) Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desespera¬dos; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes lleva¬mos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mien¬tras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por cau¬sa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra car¬ne mortal. Así, la muerte está actuan¬do en nosotros, y la vida en vosotros. Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: “Creí, por eso hablé”, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, tam¬bién con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros. Todo es para vuestro bien. Cuantos más reciban la Gracia, mayor será el agradecimien¬to, para Gloria de Dios. Por eso no nos desanimamos. Aunque nuestra condición física se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día. (...) No volvemos a recomendarnos ante vosotros; solamente queremos daros ocasión para gloriaros de noso¬tros y así tengáis cómo responder a los que se glorían de lo exterior, y no de lo que está en el corazón. En efec¬to. si hemos perdido el juicio, ha sido por Dios; y si somos sensatos, lo es por vosotros. Porque nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Por tanto, no valoramos a nadie por criterios humanos. Si alguna vez juz¬gamos a Cristo según tales criterios, ahora ya no. El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado».
Escuchad estos testimonios (loma¬dos de la causa de canonización) de San Ricardo Pampuri, que vivió mil ochocientos años después de San Pablo. «Yo le conocí en la Universi¬dad. Para mí fue un verdadero com¬pañero de estudios. Si bien extraño a nuestros contubernios, estaba siempre con nosotros y para nosotros. (...) Recuerdo un hecho preciso. Lo estoy viendo, durante una sublevación estu¬diantil, acercarse a los cadáveres de dos estudiantes asesinados, el único que osó hacerlo. Rezó ante ellos, reti¬rándose después serenamente. Los manifestantes que estaban cerca, en una ventana, le respetaron, mientras que dispararon inmediatamente a otro que intentó acercarse. No fue sola¬mente una prueba de valor». ¡Qué años! En aquel pueblecillo perdido de los campos de la Bassa milanesa. No tenía un instante de reposo, más aún, no se daba ni un instante de reposo. Podían llamarle a cualquier hora del día o de la noche. Era el hombre de la caridad. (...| Había instituido una mutualidad por la que los inscritos pagaban dos liras al año y él reco¬giendo esta miseria les visitaba en cualquier momento. Luego, como la mutua no incluía las especialidades, las pagaba él de su bolsillo. Esto cuando no pagaba las facturas que llegaban a sus enfermos del panade¬ro, del carnicero... Con el resultado de que a mitad de mes ya no tenían más dinero y tenía que pedirlo presta¬do».
En cualquier caso, quiero comple¬tar esta figura que he señalado, evi¬dentemente tan distinta de la de San Pablo, pero también ella tan corres¬pondiente a la medida de nuestros deseos de hombres —tal como nos aparecía Pablo cuando desembarca para ver a los cristianos, o para hablarles, desde Salónica hasta Rodas, y en las costas de África, qui¬zás incluso hasta España o en Roma—. La figura de San Pampuri, para muchos de nosotros, ¡cómo se ha precisado más que en estos recuer¬dos! aunque ellos nos abran una ven¬tana sobre la potencia del jovencísimo y silencioso medico de la Seguri¬dad Social. Para muchos de nosotros hay algo más valioso e inmediato que estos recuerdos, y que se puede testi¬moniar; todas las semanas, desde hace algunos años, desde que empe¬zamos a invocarlo como ayuda para quien está mal entre nosotros, para nuestros padres y familiares, todas las semanas —digo, al menos a noso¬tros—. nos llegan noticias precisas de milagros, de milagro. Muchos, creo que muchísimos, entre vosotros, pue¬den dar alguna noticia al respecto.
Yo siempre he entendido lo que afirmo del milagro: el milagro es un acontecimiento, algo que ocurre, que uno no preveía, y que no se puede explicar cómo, pero ocurre; es el con-tenido de un acontecimiento que te obliga a pensar en Dios. Te obliga. No necesariamente obliga también a los demás. La Iglesia, en efecto, dis¬tingue el milagro que tiene un valor privado —es decir, que tiene como fin reclamarte a lo que ocurre (o bien: ocurre a un familiar tuyo, a un amigo tuyo, y también a ti te alcanza el pen¬samiento inexorable: Dios)— del milagro que es, sin embargo, tan imponente en su posibilidad de docu¬mentación, que puede ser proclamado a todos los hombres de todos los tiempos. Por ejemplo, el milagro que le ocurrió a Pietro De Rudder —justa¬mente Tracce le ha dado publicidad, a raíz de las conversaciones entre nosotros sobre estas cuestiones—, es un milagro verdaderamente impresio¬nante, sin posibilidad de ser desmen¬tido.
El milagro es un acontecimiento que me reclama a Dios. Porque Dios entra en la circunstancia breve —casi imperceptible, de puro pequeña— de lo que ocurre. Dios se ha hecho fami¬liar al hombre. Que Dios se haya hecho hombre, Jesucristo, quiere decir que Dios se ha hecho familiar al hombre; su modo de relacionarse con mi vida, aquel deseo de felicidad que, creándome, me ha dado, se expresa en una familiaridad que se puede experimentar: yo soy conducido, ilu¬minado, sostenido, reclamado, perdo¬nado, soy objeto de misericordia, abrazado como por un padre y una madre, como por una esposa, o por un esposo, como quien abraza al ami¬go de corazón.
La relación del hombre con Dios es lo contrario de lo que toda la men¬talidad mundana imagina: grandes esfuerzos y grandes operaciones para llegar a investigar los astros, intentos de explorar los barrios bajos (o altos) del ser. ¡No! ¡Tú eres mi Padre! Dice Jesús: «¡Amigo, con un beso me trai¬cionas!». O bien: «Abrazó a un niño y dijo: “¡Ay de quien toque un cabe¬llo al más pequeño de estos niños!”». ¡Ay de quien les escandalice!, porque nadie respeta a los niños.
Dios se ha hecho familiar. El mila¬gro es un método familiar de relación cotidiana de Dios con nosotros —el milagro en su sentido más personal, privado, o en su sentido más público y grandioso—. Porque nuestra rela¬ción con Dios es, toda ella, excepcio¬nal. Si Él es el creador, lo es de cada instante: en cada instante me constru¬ye, en cada instante estoy hecho por Él. Que esto aparezca, tienda a apare¬cer, familiarmente —como el gesto de amor de la madre tiende a ser rea¬lizado cada día tantas veces: una mirada, una caricia, un beso, un «adiós»— es el método de la relación de Dios con nosotros.
Quisiera releer también este testi¬monio de la Madre Teresa, de quien todos conocemos las obras, o al menos la fama. «Recuerdo haber recogido a un hombre por la calle y haberlo llevado a nuestra casa». «¿Y qué dijo aquel hombre?» —le pre¬guntó el periodista—. «No murmuró, no blasfemó, dijo solamente: “He vivido en la calle como un animal y voy a morir como un ángel, amado y cuidado”. Dedicamos tres horas a limpiarlo, después miró a las herma¬nas y dijo: “Hermana, vuelvo a la casa de Dios”, y murió. No he visto jamás una sonrisa como la que tenía aquel hombre en su cara». «¿Por qué, incluso en los mayores sacrificios, parece que no hay esfuerzo en voso¬tras?» —preguntó el periodista aún a la Madre Teresa—«Es a Jesús a quien le hacemos todo. Nosotras amamos a Jesús».
Os he dicho: en el presente son visibles figuras que tienen una estatu¬ra humana digna de vuestros mejores deseos. No es una propuesta; es una comparación en la que reconocéis una presencia. Debéis reconocer estas presencias. Ya no es sólo Jesucristo la única presencia en la lejanía de la historia que, por esto, nos parece fru¬to de la imaginación, sino es una pre¬sencia diez años después de su muer¬te, cuarenta años después de su muerte, mil doscientos años después, mil ochocientos años después de Su muerte, hasta llegar a hoy, a la Madre Teresa, a palabras y hechos, a una presencia humana imposible de pen¬sar. Tan pura, tan coherente, tan potente; y, sin embargo, permanece en mi fragilidad; tu humanidad es como la mía, pero en tu humanidad florece algo que viene de Algo más grande. Palabras y hechos imposi¬bles. Esto es el milagro. Presencias que son un milagro.
Leo una carta de una amiga nues¬tra universitaria, recibida a princi¬pios de noviembre. «Querido Don Giussani: Estoy llena de “leticia” y gratitud: ¡lo imprevisible ha ocurrido! Desde hace un año me someto sema¬nalmente a la quimioterapia para curar un tumor. Ningún resultado, más aún, lentos empeoramientos por complicaciones cada vez más graves. Muchas veces he ido a Trivulzio, donde está San Ricardo Pampuri, para invocar su intercesión. El dos de noviembre, día de los difuntos, me citan para ingresar en el hospital; tras una larga espera se ha quedado libre una habitación; es inminente el tras-plante de médula. No estoy tranquila; sé que es una operación difícil y dolorosa y sé también que mi orga¬nismo es muy débil y difícilmente resistirá. Vi mi nombre sobre la puer¬ta de una habitación esterilizada. Poco después las enfermeras me pin¬charon y me llevaron a cortar el pelo: parecía que todo se iba a consumar. Me pasaron mil pensamientos por la cabeza, pero sólo uno tomó forma: pedí al Señor que me hiciera partícipe de Su Pasión, que nada de mí se con¬sumiera en vano. Pedí gastar mi vida por usted, Don Giussani, y por mis amigos. Justamente en aquel instante me sorprendió una calma, una paz asombrosa. Tenía miedo del dolor, de la muerte que en aquel pasillo de hos¬pital, entre las habitaciones estériles, se intuye incluso sin ver. Miedo sí, mucho, pero todavía era más fuerte el deseo de implorar Su Gracia. Desea¬ba vivir mi anulación no con desespe¬ración, sino como un sacrificio. Me había abandonado completamente, podía hacer conmigo cualquier cosa. Pero ya estaba salvada, puesto que estaba en relación con lo Eterno. Ahora, cuando pienso en ello, quisiera poder volver a vivir toda mi vida como viví aquel momento. Miraba mis manos, mis pobres manos que se iban a llenar de tubitos y de agujas, miraba el rostro de mi padre, sufrien¬te pero dulce. Toda la mañana y la primera parte de la tarde me hicieron exámenes de todo tipo, repitiéndolos varias veces. Sólo por la tarde los resultados: ya no había necesidad ni de diálisis, como se había previsto en las semanas anteriores, ni del tras¬plante. La médula había vuelto, sor-prendentemente a producir por sí misma. Era como si mi cuerpo, inmó¬vil y mudo desde hacía más de un año, de improviso, hubiese vuelto a funcionar como antes. “Cosas que suceden —dijeron los médicos—, por fin, las curas han hecho efecto”. ¡No me basta! No me puede bastar una respuesta así. Les miro desconcertada e incrédula. Todo el dolor de una jor¬nada, de un año, el sufrimiento que llevo encima desaparece, aunque las curas no se han terminado todavía a pesar de la buena noticia. Rompí a llorar, un llanto de liberación en el que se disolvía toda la tensión, todo el miedo. Era la certeza: Él me ama. Todavía no comprendo qué puede haber ocurrido, o más bien lo sé, pero tiemblo sólo de pensarlo. Y estoy inundada de gratitud».
Vosotros creéis en el milagro, si es un hecho real. El mayor milagro — hecho real— es que estas personas, en la historia del hombre y en nuestra historia personal, han sido objeto de una iniciativa particular, inexplicable para el hombre. Pero una voz lo dice, su misma voz: «El mayor milagro — hecho real— es que Él me ama».
Estas figuras demuestran la posibi¬lidad de una vida feliz, generosa, fecunda, cargada de entrega a los demás, límpida en el llamar «al pan pan y al vino vino»; son presencias grandes como niños —así San Pablo, tan grande y, sin embargo, tan inme¬diato como un niño—. El milagro que se ofrece a nuestra consideración, que sobresale en la gran síntesis de una personalidad opuesta a lo dicho esta mañana, que vence —¡vence!— todo lo que habéis oído esta mañana, y que no teme nada, ni siquiera en la apa¬rente soledad, el milagro más grande es que somos amados. Es lo que ha percibido nuestra amiga —por eso he leído su carta, escogiéndola entre otras más conmovedoras y dramáti¬cas—: «Soy amada».
Sois amados. Éste es el mensaje que llega a vuestra vida, lo queráis o no, lo comprendáis o no, lo hayáis experimentado ya o tengáis todavía que esperar: ¡que vuestro mendigar lo confirme, confirme la fascinante res¬puesta! Jesucristo, en la historia del hombre, es el inicio continuo de este mensaje: «¡Sois amados!». ¿Qué es la vida? Ser amados. ¿Y el ser que "llevamos encima"? Ser amados. ¿Y el destino? Ser amados. Esto es Jesu¬cristo.
Dios se ha hecho hombre: quiere decir que el método de Dios con su criatura, con vosotros, conmigo, con¬migo y con vosotros, es un método —como he dicho antes— de familia¬ridad absoluta; igual que os dirigís a vuestra madre y a vuestro padre para lo que necesitáis, así nos dirigimos a Dios cada día, para cualquier cosa que necesitamos. Y siempre sucede algo, algo que no podía suceder, algo que, a la fuerza, te reclama a Otro, a otro distinto.
Por tanto, milagro. Se trata de una realidad que yo veo, siento y toco, que estoy llamado a vivir —y siem¬pre antes o después, lo «excesivo», lo excepcional sucede—, pero que no puedo reducir a lo que veo, siento y toco, que me envía por fuerza a algo distinto. Debería negar esa realidad negando aquel reenvío. Y si la redu¬jera, la anularía.
El resultado del milagro, de este método normal de la relación que Dios tiene con su criatura (el método opuesto a la relación que el mundo establece con cada hombre), es un cambio.
Quisiera señalar, antes de termi¬nar, las características de este cam¬bio. Ante todo, ¡qué impresión es encontrar un hombre excepcional, una presencia desconcertante que uno no se esperaba! Y uno se queda aver¬gonzado. o bien es atraído.
El milagro —la relación de Dios con nosotros— es algo que se ve, se siente, se toca, es una realidad pre¬sente, es el contenido de una expe¬riencia: alguien que asista, que mire seriamente uno solo de estos hechos, vuelve del revés todas las palabras de tantos intelectuales y periodistas de moda que tienden, por una parte, a hacer de los hombres, de las familias, de los amigos, de los compañeros, paladas de cemento para los muros de su fortaleza de poder, y por otra par¬te, a afirmar que todo es nada. ¡Qué gran fantasía! Sí, es necesaria una fantasía de locos, es precisamente una fantasía de locos decir que todo es nada, porque no hay nada más contrario a la evidencia con la que el hombre vive. Así, estas voces del mundo se detienen en afirmar que no tienen ningún sentido, ningún valor, las palabras que expresan esa huma¬nidad, esa entrega, esa generosidad, ese altruismo, es decir, esa posibili¬dad de ser humanos, y que constitu¬yen, sin embargo, el atisbo de la res-ponsabilidad frente a todo. Como aflora en las cartas de Enmanuel Mounier a su mujer. Frente a la hija que, debido a una meningitis se que¬dó idiota para toda la vida, él vivió responsablemente su respuesta al Misterio que hace todas las cosas, su respuesta a Cristo, que en este miste¬rio asegura la positividad última; vivió una responsabilidad, una res-puesta a Dios, cada día, cada hora que pasaba con aquella hija ante los ojos.
Cualquier gran político, pensador o artista, que pasara por su casa, podía ver que, en la mesa preparada, él reservaba siempre el puesto de honor para su pequeña hija idiota, porque ella representaba el misterio de lo divino, llagado, ensombrecido, escondido bajo una carne opaca, que no daba signos de vida. Igual que Mounier, frente a su hija, sintió la responsabilidad del mundo, del mis¬mo modo nosotros nos sentimos dominados por el remordimiento del rechazo a la santidad, que es la res¬puesta dada a Dios, el vivir respondiendo a Dios, al Misterio. «En esta historia, nuestra desgracia ha adquiri¬do un aire de evidencia, una familia¬ridad tranquilizadora o, más bien, comprometedora, al ser un reclamo que ya no depende de la fatalidad. La guerra ha estallado y ha envuelto nuestra desgracia en la gran miseria común. Así, sumergida, su peso se ha tornado más leve. La guerra ha ofre¬cido a P. los momentos más atroces de soledad y de angustia. En septiem-bre, en abril, A pesar de estos momentos la guerra ha acabado curándonos de la enfermedad de Françoise. ¡Cuántas víctimas inocen¬tes, cuántos inocentes pisoteados! Esta niña pequeña, inmolada día tras día, ha sido, quizá, para nosotros la verdadera presencia en el horror de estos tiempos. No se puede tan solo escribir libros. Es necesario que la vida nos arranque, de vez en cuando, de la impostura del pensamiento, del pensamiento que vive de las acciones y de los méritos ajenos.
Ahora que la amenaza de abril se ha alejado, ahora que parece que podemos continuar viviendo juntos. Francoiçe, pequeña mía, escuchemos esta nueva historia que interviene en nuestro diálogo: es necesario resis¬tir a las fáciles formas de paz señala¬das por el destino, permanecer padre y madre, no abandonarnos a nuestra resignación, no habituarnos a tu ausencia, a tu milagro; darte tu pan cotidiano de amor y de presencia, continuar la oración que tú represen¬tabas, reavivar nuestra herida, porque esta herida es la puerta de la presencia, permanecer contigo. Quizás es necesario envidiamos esta paternidad incierta, este diálogo inexpresado, más bello que los juegos infantiles».
Es una humanidad, la de Mounier, lo que convierte en positivo incluso el dolor y la muerte y hace funcional al mundo la conciencia de la propia existencia. Una figura de hombre excepcional.
«¿Queréis, por tanto, la vida o la muerte?». Así se dirigió Dios a los judíos del tiempo de Moisés. A través de la grandeza de su guía. Dios les interrogó: «¿Queréis la vida o la muerte?». Permitidme que os lea este breve pasaje del Deuteronomio, capí¬tulo 30: «Mira: hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Si cumples lo que yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus precep¬tos, mandatos y decretos, vivirás y crecerás; el Señor tu Dios te bendeci¬rá en la tierra donde vas a entrar para poseerla. Pero si tu corazón se resiste y no obedeces, si te dejas arrastrar y te prosternas dando culto a dioses extranjeros, yo te anuncio hoy que perecerás sin remedio; que, pasado el Jordán para entrar y poseer la tierra, no vivirás muchos años en ella. Hoy cito al cielo y a la tierra como testi¬gos contra vosotros: os pongo delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida, y vivirás tú y tu descendencia amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida y tus largos años de habitar en la tierra que el Señor prometió dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob».
La conciencia del hombre —qué sea verdaderamente el hombre— se ha revelado en la historia del mundo a través de los judíos, los primeros a los que Dios ha hablado. La concien¬cia del hombre ha comenzado a comunicarse a la historia de los hom¬bres. de todos los hombres, a partir de un judío errante. Abrahán. Hay un recurso humano que en nosotros, en cada uno de nosotros, hace revivir esta conciencia que Abrahán llevó al mundo: se llama «memoria». Nos juntamos para descubrir este recurso —para descubrir qué sea verdadera¬mente la memoria—, para hacerla obrar en provecho nuestro y de los demás. Se puede conseguir este pro¬grama sólo a través de la compañía donde Cristo es reconocido presente. Porque «memoria» quiere decir reco¬nocer a Cristo como presencia experimentable. Normalmente la ley de esta presencia experimentable en la que Cristo se vela es la figura de esos hombres excepcionales, de los que hemos ofrecido ejemplo y reclamo.
La robusta influencia de esta memoria se realiza en un cambio de nuestra vida. ¡Cambia nuestra vida! En esta memoria que nosotros inten¬tamos descubrir y vivir juntos, acon¬tece forzosamente un cambio en nuestra vida. Acontece un cambio en nuestra creatividad, en nuestra paciencia, en nuestra fidelidad, que obliga a nuestra razón a reírse de la hipótesis según la cual la justicia y la felicidad, la plenitud y la perfección de la vida son solo una fantasía desesperada. Desesperado es quien las identifica con una fantasía o con una imaginación pietista.
Esta memoria es una fuerza que cambia ahora —¡ahora!—, cada día. La oración la renueva, el mirarnos entre nosotros compañeros, amigos, la hace concreta. Es una fuerza que actúa cada día, cada hora, cada vez que ella vuelve a emerger a la super¬ficie de nuestra conciencia.
Responsabilidad frente al objetivo del vivir, necesidad de intervenir en el bosque de la necesidad humana, mila¬gros con resultados inesperados, imprevistos, imprevisibles, gratitud sorprendida por una paz emergente: éstos son los resultados, los hechos, que —también desde un punto de vista intensamente pragmático— cambian el rostro de las personas y de las reali¬dades que siguen este camino: «Yo he abierto un camino en vuestro desier¬to». Al menos, no nos quedamos como víctimas intimidadas por la falta de humanidad imperante. Recordemos que nadie supera la soledad solamente porque tenga gente a su alrededor: uno ya no está solo cuando establece su relación con el Infinito y, por tanto, con la totalidad del tiempo y del espa¬cio, con la totalidad de la historia, es decir, con el significado del tiempo y del espacio, con el significado de la historia, ¡contigo, oh Dios! ¡Señor y Padre! ¡Contigo, oh Cristo!
En un mundo y en una sociedad donde todo está calculado, la figura del hombre alcanzado por una com¬pañía cristiana es un espacio identifi¬cado por el milagro del don de sí. Ésta es la forma que sintetiza toda la ética, la moral del hombre —cómo debe comportarse el hombre—, la ley de la vida: el don de sí mismo en cada instante, porque es la fórmula de la relación entre el hombre y el Infi¬nito —el Infinito que está en cada instante, ese Infinito que se densifica en cada instante, en la relación con cada instante—. Un amigo de Moscú —recordáis— nos escribió hablándo¬nos de la «densidad del instante».
Entonces, ¿cómo podremos com¬prender de tal modo que algo se mue¬va en nosotros, nos libere de la pri¬sión de lo que nos circunda y pueda expresarse con la gran palabra que está frente al Tú infinito, la palabra «yo»? Lo único que, de hecho, puede estar frente al Tú infinito, erigiéndose en toda su estatura, es el yo.
Ese pequeñísimo yo que tantos filósofos sostienen que es nada, nosotros comprendemos que lo es todo y que consiste en el diálogo con Aquel que lo crea todo, con Aquel que se ha hecho hombre y ha muerto por nosotros, ha muerto por mí, se ha entregado a sí mismo por mí. El don de sí cualifica al Creador y cualifica al Dios hecho hombre, que muere por el hombre. Por tanto, la fórmula de la relación entre el hombre y el Infinito en cada instante es el don de sí.
Pero, repito, ¿cómo podrá ser esto factible para nosotros, operativo para nosotros? Antes he hablado de com¬pañía: es con la ayuda de la compa¬ñía, que no sustituye al yo, sino que es creada por el yo que de algún modo se mueve, se hace responsable, cambia. El ex-rector de la Universi¬dad de Mónaco y actual rector de la Universidad Católica de Eichstätt — la única en Alemania—, el profesor Lobkowicz, dijo a algunos de los nuestros: «Vosotros sois los únicos que he conocido en el mundo para los que la amistad es una virtud». Una compañía se convierte en amistad y una amistad se convierte en virtud cuando sostiene la fragilidad en el ver y reconocer el rostro del ser, de lo verdadero y de lo bello, en cuanto sostiene al corazón en su fragilidad frente a su plenitud, frente al obrar justamente, a la justicia, al bien, y en cuanto sostiene la esperanza: «¡Qué valor es necesario para sostener la esperanza de los hombres!». Esperan¬za frente a la promesa que es la vida: sed de felicidad, promesa de felicidad.
Que estos santos, a los que nos hemos referido como símbolo y signo de otros miles y miles de grandes hombres, nos otorguen la gracia, lle¬ven a cabo el milagro de que noso-tros, todos juntos, podamos realizar la experiencia de esta incomparable amistad: una amistad que es virtud, es decir, instrumento hacia el destino.
Pero, intentad pensarlo: la amistad, ¡instrumento hacia el destino! ¡Si no lo es para el chico que se enamora de una chica...! Esa relación se llama amistad, es la fórmula más aguda de amistad. Si no deseas el destino para tu chica, si no deseas el destino para tu chico... ¿qué hacéis?, ¿qué sois? Entonces —comprendéis—, se abre paso, se abre de par en par aquel vacío que las palabras de esta mañana llenan, ¡porque no sois dignos de otras palabras! Pues, ¿qué hacéis jun¬tos? ¿Por qué os habéis juntado? ¿Qué dices cuando dices «tú», cuan¬do pronuncias el nombre de tu com¬pañera, de tu compañero? ¿Qué dices cuando piensas, cuando imaginas, cuando imaginas el mañana? ¿Qué sois? ¡Nada! ¡Si no significa nada la relación entre el hombre y la mujer, entonces comprendo que todo es nada!
Pero, ¡no!, no tiene razón el nihi¬lista. Porque es grande —¡Dios mío, qué grande es!— el hombre, el joven, el chico que mira a su mujer, mien¬tras ella no le ve porque se está yen-do, la mira y siente lo mejor de sí salir a flote: le embarga la conmo¬ción, le nace dentro —decíamos una vez este verano— una adoración. ¡Es justo! Porque aquel rostro es el símbolo de Aquel que nos ha hecho para Él, es decir, para la felicidad, es el símbolo de nuestro destino que es nuestra felicidad. Nuestro destino es la belleza, como entendió Leopardi en el himno A su mujer: es la verdad, como entendió San Agustín, lo que le llevó a convertirse ¿Quid est veritas? ¿Qué es la verdad? Un hombre. Vir qui adest. Un hombre que está aquí presente, experimentable directamen¬te o en el hombre que El cambia, en el santo; en el hombre que cambia o —¡te lo deseo!— en el amigo que tie¬nes al lado. Te deseo, que tú puedas ser amigo de este modo y, en primer lugar, de aquella con la que quieres pasar toda tu vida.