Democracia

Luigi Giussani

El ideal de la democracia nace normalmente como exigencia de relaciones cabales y justas entre personas y grupos. De modo más particular, el punto de partida para una verdadera democracia es la natural exigencia humana de que la convivencia facilite la afirmación de la persona, de que las relaciones -sociales- no obstaculicen el crecimiento de la personalidad.
Un principio de la democracia es por tanto el sentido del hombre -en cuanto tal-, la consideración, el respeto y la afirmación del hombre simplemente -porque existe-.
En su espíritu, la democracia no es principalmente una técnica social, un mecanismo determinado de relaciones externas: es una tentación reducir la convivencia democrática a un puro hecho de orden exterior o formal. En ese caso, el respeto por el otro tiende a coincidir con una fundamental indiferencia hacia él
El espíritu de una auténtica democracia, en cambio, moviliza la actitud de cada uno en el respeto activo hacia el otro, en una correspondencia que tiende a afirmar los valores y la libertad del otro. Este modo de relación entre los hombres que la democracia tiende a instaurar se podría llamar -diálogo-.
El diálogo, evidentemente, como método de convivencia, está siempre enraizado en una -ideología-, en un determinado modo de concebirse a uno mismo, a los hombres y al mundo; no se puede separar la voluntad de diálogo del determinado tipo de sensibilidad y de concepción de las cosas que se vive.
Aun el más sincero demócrata sufre por ello la tentación de sostener como criterio real de la convivencia el triunfo de su modo de concebir al hombre y al mundo.
Ahora bien, convertir esto no ya en una esperanza sino en motivo y criterio de las relaciones es violencia, es la violencia del intento de que triunfe una ideología lo que elimina la afirmación del hombre libre individual. El esfuerzo de crear, por ejemplo. Internacionales, o de querer crear a toda costa una homogeneidad -dejando aparte todo lo que nos separa-, puede tener un origen conmovedor, pero siempre, de hecho, acaba por aplastar a la persona en nombre de una idea matriz o una bandera.
Es necesario que el criterio de la convivencia humana sea la afirmación del hombre -en cuanto tal-: entonces el ideal concreto de la sociedad temporal será la afirmación de una -comunión- entre las distintas libertades ideológicamente comprometidas.
El contrato que regula la vida en común («Constitución*) debe tratar de dar normas cada vez más perfectas que eduquen y aseguren a los hombres en la convivencia como comunión.
1) El cristiano está particularmente dispuesto y sensible a este valor: precisamente porque está educado en afirmar la caridad como única ley de la existencia: ésta hace que el ideal de toda acción sea la comunión con el otro y la afirmación de su realidad simplemente -porque existe».
Pero esta afirmación sólo la asegura la caridad cristiana, en la medida en que ésta muestra con evidencia el motivo último de ese respeto activo hacia los hombres. El motivo último no puede ser sólo que -un hombre es un hombre-; el motivo último de mi respeto al otro debe ser algo que tenga que ver con mi origen y mi destino, con mi bien, con mi salvación, debe ser algo que corresponda de manera máxima a mi finalidad: que pueda entrar en comunión definitiva conmigo.
El motivo último es el Misterio de Dios, en su esencia (-Trinidad-) y en su manifestación histórica (-Reino de Dios-). Debo respetar activamente al otro (amar), porque, tal como es, pertenece al misterio del Reino de Dios: debo acercarme al otro casi con la misma religiosidad con la que me acerco al Sacramento, porque forma parte del designio de Dios, y el misterio de Dios es un misterio de bien que excede a mi control.
Sin este fundamento, la afirmación de la persona como último criterio verdadero del orden social no se puede sostener ni alimentar, pues todo se hunde y se vuelve sutil y violentamente ambiguo.
Por eso Pío XI dijo una vez: La democracia será cristiana o no será-(puesto que. si bien Dios -sabe sacar hijos de Abraham hasta de las piedras-, es también cierto que la Iglesia es el lugar donde vive la conciencia de su misterio).
2) Un gobierno de la cosa pública que se inspire en la concepción cristiana de la convivencia tienen que tener como ideal el pluralismo. Es decir, las tramas de la vida social deben hacer posible la existencia y el desarrollo de cualquier intento de expresión humana.
La realización de esta convivencia plural implica graves problemas: el pluralismo es una orientación ideal para este mundo. Es necesario, por tanto, comprometerse con él sin miedo.
El pluralismo, precisamente porque tiende a afirmar todas las libres experiencias particulares con toda su autenticidad, es decididamente contradictorio con el concepto de democracia y de apertura tal y como nos ha llegado a partir de cierta mentalidad preponderante. Se tiende a identificar como -democrático- al relativista, viva la versión del relativismo que viva, con tal de que sea relativista: y, por tanto, se tiende a identificar como antidemocrático (intolerante, dogmático) a quien quiera que afirme algo absoluto.
De esta mentalidad, o del compromiso con ella, nace el intento de definir como -espíritu abierto- a todo el que sea proclive a apartar lo que nos separa y a mirar sólo lo que nos une-, a -apartar las ideologías («desideologización«), algo lleno de equívocos.
En particular, es notable resaltar cómo una posición similar tiende a arrancar de la presencia cristiana en el ambiente y en la sociedad lo que ésta tiene de único, a vaciar a la presencia cristiana de su contenido de comunión, a disipar la esencia de su misión.
Sobre todo se podrá observar fácilmente que la primera característica que se le niega al cristiano en nombre de esta falsa democracia es su presencia comunitaria en la sociedad: se tachará de cerrazón, de integrismo o de intento de dictadura clerical toda manifestación del hecho esencial que hace que el cristiano viva y actúe en comunión y obediencia y. por tanto, como comunidad jerárquica.
Para nuestra mentalidad cristiana la democracia es convivencia, es reconocer que mi vida implica la existencia del otro; y que el instrumento de esta convivencia es el diálogo. Pero el diálogo consiste en la propuesta que hago al otro de lo que yo vivo y en la atención a lo que el otro vive, por una estima de su humanidad y por un amor a él que no implica en absoluto una duda de mí mismo, ni tampoco la rebaja de lo que yo soy.
La democracia, por tanto, no puede basarse interiormente sobre una determinada cantidad de ideología común, sino en la caridad, es decir, en el amor del hombre adecuadamente motivado por su relación con Dios.



(El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, pp. 136-139)