Ciertos de algunas grandes cosas
Página UnoPublicamos algunas páginas del libro de Luigi Giussani Ciertos de algunas grandes cosas (1979-1981), segundo volumen de la colección “El Équipe” (que recoge las lecciones y los diálogos de don Giussani con los responsables de los universitarios de Comunión y Liberación), cuya edición italiana publica Rizzoli en su colección BUR “I libri dello spirito cristiano”, dirigida por Julián Carrón. Disponible en las librerías a finales de julio, el texto se presentará el sábado 25 de agosto en la clausura del Meeting de Rímini
Justamente la presencia en la universidad y el compromiso generoso que la mayor parte de nuestra gente ha vivido (tanto los aquí presentes como vuestras comunidades; no de todos se puede decir lo mismo, pero la mayoría ha estado este mes y medio en la universidad ciertamente con gusto e iniciativa) realzan la observación que habéis hecho: es esto lo que nos deja intranquilos, porque sentimos el peligro constante de “estar y no estar”, de quedarnos suspendidos entre el trabajo en la CUSL (Cooperativa Universitaria Studio e Lavoro; ndt.) o en el CLU y la vida diaria –la vida cotidiana, la vida personal– sujeta a un cansancio por falta de motivos que hagan dignas, humanas y gustosas las tareas y los compromisos del día a día, los quehaceres y los intereses del día a día.
La intervención que acabo de citar responde a esta provocación con una expresión preciosa: «Hace falta que nos volvamos más pobres»; y utiliza la palabra “pobreza” de manera verdaderamente cristiana, acertando con su valor. Más pobres: ¿qué quiere decir «ser más pobres»? ¿Recordáis lo que se dijo? «Estar ciertos de algunas grandes cosas». Pobre es aquel que está cierto de algunas grandes cosas. Y en virtud de esta certeza en algunas cosas grandes puede edificar una catedral aunque viva en una choza, y ser cien veces más humano que quien tiene como su horizonte último un apartamento confortable y, a lo mejor, incluso echa limosna, si es que acude la Iglesia. Pobres: ciertos de algunas grandes cosas. ¿Por qué ser pobre quiere decir tener certeza? Porque la certeza implica el abandono de uno mismo, la superación de sí mismo; porque quiere decir que yo soy poca cosa, que no soy nada, y que lo verdadero, lo grande, es otro: ¡esta es la pobreza! Y dicha pobreza nos colma y nos libera, nos da vitalidad y energía, ya que la ley del hombre –es decir, el dinamismo estable del organismo viviente que llamamos hombre–, es justamente el amor, y el amor es la afirmación de otro como significado de uno mismo. Por eso, si no resulta fácil encontrar entre nosotros gente cierta, es porque todavía no somos pobres. La pobreza es una conquista muy adulta. [...]
Nuestra responsabilidad es más crítica que creativa, es decir, respondemos a las cosas cuando nos plantean objeciones relevantes. Cuando surgen fuertes objeciones a nuestras posiciones como CL ejercemos nuestra capacidad crítica. Pero no somos creativos. Porque la creatividad brota de una fe que arriesga su vitalidad en una circunstancia concreta y la cambia, es decir, crea algo distinto. Por ejemplo, en la relación chico-chica una actitud crítica se limita a cierto moralismo; una actitud creativa, en cambio, modela la relación, le da una forma distinta. El moralismo te deja cohibido –cada vez menos, pero te deja así– pendiente de no traspasar ciertos límites, mientras la capacidad creativa es una cosa muy distinta: la relación adquiere otra expresividad, otra forma, la miras y piensas en ella de otro modo, lo cual supone ya la existencia de una parte de humanidad distinta. Una mera actitud crítica no cambia lo humano, no da lugar a algo nuevo; eventualmente crea incomodidad (entonces el único gusto que nos quedaría sería el de pelear).
El “problema” es justamente la fe que se expone en las circunstancias, que me mueve a afrontarlas en cuanto suponen una objeción que pretendería menguar mi certeza en esas pocas grandes cosas. ¿Cómo influye el ideal en tu estudio, en tu manera de usar el dinero, de concebir la familia que vas a formar o que ya tienes? Esto es un “problema”, plantea un problema, porque estas situaciones pretenden que yo suspenda la certeza que tengo y adopte una actitud reactiva más banal. En cambio, yo entro en la batalla, lucho contra esta objeción, reacciono contra este ataque: contraataco y, al hacerlo, la fe me hace concebir y tratar de forma distinta lo que me interesa, lo que me apremia, y así se crea en mí una experiencia de humanidad distinta. En esto consiste la verificación de la fe: la fe se asegura y se robustece.
¿Cómo evitar una actitud problemática y, en cambio, mantener la capacidad de abordar los problemas que se nos presentan? ¿Qué es lo que impide caer en una actitud problemática o escéptica, que es lo mismo? Cuando surge una objeción y uno se queda allí parado sin saber qué hacer, como si tuviera una discapacidad, se insinúa en él un aire de escepticismo, de renuncia, de abdicación. ¿Qué nos impide caer en ello y permite agarrar el toro por los cuernos, por tanto vivir en primera persona? Porque la vida presenta una sucesión de problemas, es una trama de asuntos ante los cuales el ideal que llevamos dentro actúa; la fe se mide con ellos y los juzga, los vence o, lo que es lo mismo, hace resurgir nuestra humanidad. ¿Qué impide caer en una actitud problemática y nos mantiene en un sano dinamismo ante los problemas? Lo que evita una actitud problemática o escéptica es «estar dentro de la forma histórica que hace posible, para mí, la relación con Cristo», como se ha dicho. Lo que elimina el “problematicismo” es pertenecer, estar dentro de la forma histórica que hace posible, para mí, la relación con Cristo.
Si un feto pudiese pensar, «¿cómo me salvaré del “problematicismo”? (Dios mío, ¿cómo respiraré, cómo me alimentaré, cómo se las apañarán mis células para realizar el metabolismo?)», asumiría una actitud problemática que le bloquearía, le dejaría allí frío y ansioso, y, al final, escéptico: «¡Es imposible vivir!». En cambio, ¿qué haría “combativo” a ese pequeño feto, es decir, capaz de acometer los desafíos de la vida? Estar dentro de la forma histórica que hace posible para él la relación con la vida, que es ese vientre, esa matriz, que es su madre. ¡Habría podido tener otros miles de matrices en la historia! Pero esto es abstracto: para él es esa matriz, no hay ninguna otra (¡no creo que la técnica de los trasplantes pueda cambiar las cosas en este caso!).
El quinto paso nos remite al segundo, es decir, nos obliga a mirar de frente la palabra “fe”. «Estar dentro de la forma histórica que hace posible, para mí, la relación con Cristo» es una formulación sintética y definitiva.
La fe necesita «pocas grandes cosas». ¿Cuáles son?
Primero: la presencia entre nosotros bajo forma humana del Misterio que hace todas las cosas: se hizo hombre y está entre nosotros («Estaré con vosotros hasta el fin del mundo»1), y nada podrá extirparlo jamás de la carne de la historia, nada podrá apartarlo del tiempo y del espacio, ni siquiera la traición que todos lleváramos a cabo o el olvido generalizado.
Hace poco, trás el resultado del Referéndum (sobre el divorcio; ndt.), decía: «Este es un momento en el que sería hermoso ser tan sólo doce en todo el mundo». Esto es, estamos en un momento en el que volvemos al comienzo del cristianismo, porque nunca como ahora se ha demostrado que la mentalidad moderna ya no es cristiana. Hoy el cristianismo ha dejado de ser una presencia estable, consistente, y por tanto capaz de “tradere”, de llevar, comunicar, crear tradición: debe nacer de nuevo. Debe renacer como respuesta a la problemática cotidiana, a la provocación que es la vida cotidiana, como significado para la vida concreta. Yo quisiera insistir en ello, porque la palabra “vida” es equívoca, se puede entender en sentido vitalista, y entonces vivir acabaría por ser algo reactivo, lo cual es infrahumano. La vida humana está hecha de inteligencia y de libertad, es decir, de juicios, elecciones y energía afectiva: la vida humana es un dinamismo suscitado por los problemas que se suceden. No voy a repetir ahora lo que Stuart explicaba hablando de la “operación mochila”. ¿Cuál es el paso de la infancia o la juventud a una toma de conciencia personal? La operación se produce entre los doce y los quince años; pero dejemos ahora de lado la cronología, porque no se puede fijar matemáticamente. Lo que caracteriza el comienzo de una conciencia personal, y por tanto el sentido de la propia identidad, es el paso del dato tradicional, de la“tradito” recibida, al problema; pasar de tener ciertas convicciones porque las hemos recibido a planteárnoslas como un “problema”, es decir, someterlas a una reflexión crítica y llegar a una elección. Ante lo que has recibido, te preguntas ¿de qué me sirve esto?, y uno «se queda con lo bueno»2 como decía san Pablo a los de Salónica.
Ahora bien, lo que nos solicita a interrogarnos ante la vida, a hacer de la vida un “problema” (en el sentido etimológico del término) o, lo que es igual, a “luchar” para vivir, es solo una realidad: Cristo, esta presencia viva en el mundo. He aquí el punto neurálgico: la fe es el reconocimiento de esta Presencia. ¡Eso es! En esto consisten «esas pocas grandes cosas» que colman nuestra pobreza, es decir, que constituyen nuestra verdad. La fe es reconocer a Cristo.
Pero, ¿dónde está la traba? Está en que todos decimos: “Cristo”, pero este Cristo es como si no existiese. Porque Cristo es la respuesta a la vida concreta, es el sentido de la vida, Cristo es la forma de lo humano, es el significado del vivir; por tanto, es el significado y la forma de la relación afectiva, del uso que hacemos de las cosas, es el modo de mirar la naturaleza, el tiempo, el espacio, el proyecto que tenemos para el futuro o nuestro pasado: Cristo debe llegar a dar forma a todo esto, debe ser la inspiración activa para vivir, el criterio de toda nuestra experiencia humana. Como decía el nunca suficientemente citado Romano Guardini en esa frase tan hermosa (es la más bella que conozco y la más sintética en ese sentido): «En la experiencia de un gran amor todo cuanto sucede se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito»3. Aquello por lo que todas las cosas se convierten en acontecimiento dentro de su ámbito (es decir, están determinadas por él) es la fe. La justicia es la fe. «El justo vive de la fe»4. ¿Cuál es la justicia en la relación con tu padre y tu madre? ¿Cuál es la justicia en la relación con tu mujer? La fe. ¿Cuál es la justicia en tu forma de estudiar? La fe. ¿Cuál es la justicia en tu forma de trabajar? La fe. ¿Cuál es la justicia en tu manera de relacionarte con todas las formas de solidaridad entre trabajadores que son los sindicatos? La fe. ¿Cuál es la mirada justa hacia la sociedad? ¿Cuál es la forma adecuada de afrontar el mundo y la realidad? La fe. La justicia es la fe, y la fe es reconocer esa Presencia: Cristo es el contenido de la fe.
Aquí tenemos que prestar atención a dos puntos importantes, muy oportunamente señalados esta mañana.
1) En primer lugar, una observación en negativo. Esta mañana habéis denunciado que si el ideal es la persona de Cristo hay una distancia entre lo que vemos fuera y dentro de nosotros y el ideal: «Yo no lo siento», «Cristo es abstracto para mí», o bien: «yo no soy como debería ser», «me dan vergüenza mis errores», «Sus palabras están muy lejos de lo que yo hago». Una distancia. Lo primero que debe suceder, lo que viene antes que cualquier intento de coherencia es lo más radical y en ello está la suprema coherencia. ¿Cuál es la suprema coherencia ante Cristo? Que aunque tú seas una ruina, Cristo es más grande que tu ruina, puede más y es más fuerte que el pozo sin fondo de tu miseria. Por ello la fe es una certeza que mantiene un filo de alegría en cualquier situación, porque el motivo de la alegría descansa en una certeza más fuerte que cualquier consideración sobre uno mismo. Esto es el amor: la afirmación de algo distinto de uno mismo. Yo lo comparo siempre con el niño, porque es la comparación más perfecta; podría compararlo con una persona que ame de verdad, que esté profundamente enamorada de otra, pero esto sucede rarísimamente y no sin mezcla de muchos errores (como decía santo Tomás de Aquino5 hablando del hombre que alcanza la idea de la existencia de Dios). En cambio, en el niño esto se da por naturaleza. El niño está contento por naturaleza –¡por su naturaleza, está feliz!– cuando se halla en las condiciones naturales: sus condiciones naturales son su padre y su madre. Aunque se haya portado mal, aunque haya hecho cualquier trastada un instante antes, si su madre le abraza está contento, se le pasa todo, porque su consistencia es la presencia de esa mujer que tiene delante. Y la cara del niño lo dice de forma inconfundible y espectacular, para alguien que mire con inteligencia.
Por tanto, ninguna distancia, sea de la naturaleza que sea («no siento», «es abstracto», «es una palabra»), supone una objeción a la certeza que se llama “fe” y a la energía –que esta certeza emplea– de la libertad. Este es el punto firme que aporta una característica capacidad de “laetitia”, una alegría absolutamente inconcebible fuera de la experiencia de la fe cristiana: no existe nada tan llamativo como una alegría verdadera en un individuo que es consciente de lo que es, que es consciente de su miseria. ¡Es realmente algo de otro mundo! Es de otro mundo y a la vez es algo que uno experimenta, y que sabe que no es posible al margen de la fe.
2) La segunda consideración, en cambio, es positiva. La distancia, cualquier distancia, no supone una objeción; la objeción es que tú cedas a una actitud problemática, escéptica, o que aceptes lo que objeta tu identidad. En cambio la fe, es decir, reconocerte presente, Señor mío, («Jesucristo, te reconozco presente»), conlleva una tarea que abarca el mundo y la historia; la fe –reconocer a Cristo como la riqueza que colma mi pobreza– constituye la semilla de un pueblo nuevo. Es lo mismo. «Conlleva una tarea que abarca el mundo y la historia» o «es la semilla de un pueblo nuevo»; es lo mismo: en el ámbito de la fe desaparece la categoría de lo privado.
En la concepción cristiana se supera la categoría de lo privado; tan es así que el concepto de mérito –se llama “mérito”al valor de la acción, al valor moral de nuestros actos– es la proporción que nuestros actos tienen con el designio de Dios. Un acto es justo cuando está “en función” del Reino de Dios, es decir, cuando lo extiende, cuando es para el mundo: una acción es moral cuando ayuda al mundo a realizarse. Daos cuenta de que esta acción no es sólo la batalla por el Referéndum: esta acción puede ser lavar los platos. La categoría de lo privado desaparece, ya no existe, como tampoco un solo cabello es autónomo, porque «hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados»6, ni hay palabra alguna dicha en broma que carezca de un peso eterno: «Daréis cuenta hasta de las palabras dichas en broma»7. Por tanto, esta grandeza de la vida cotidiana dilata la percepción de la propia humanidad y, con ello, la percepción de la relación que tenemos con todo.
Entonces, si la fe es reconocer a Cristo, el gran desconocido entre nosotros, lo que ocultamos con el olvido, verdaderamente el Dios escondido entre nosotros, la gran censura que nos hace conniventes con «el mundo que vive en la mentira»8, la gran impostura es no reconocer a Cristo. El que no reconoce a Cristo está siendo un mentiroso.
Pues bien, otra de las «pocas grandes cosas» necesarias es nuestra compañía, como señalasteis en vuestras intervenciones después. Si el ideal es Cristo, es preciso que no se quede en el ámbito de nuestra psique. “Psicologismo” es todo lo que al fin y al cabo se reduce a pensamientos y sentimientos nuestros. Pertenece a una realidad puramente psicológica todo lo que se queda en simples pensamientos, sentimientos o imágenes.
Si el ideal es Cristo, no puede quedarse en el ámbito de nuestra psique. Esta mañana se ha dicho: «Esta “idea” puedo verla». Sería trágico que Cristo se quedara para nosotros en una idea, cuando es una presencia encarnada y la puedo ver. Debo por tanto reconocerla en nuestra compañía, en este hecho viviente que es nuestra compañía, aunque quedásemos doce en el mundo: nuestra compañía es un hecho viviente cuyo significado supera su forma y contingencia. El significado de nuestra compañía desborda lo que somos y la suma de lo que somos juntos, como dije la última vez. Aunque seamos mil veces más mezquinos de lo que ya somos, nuestra compañía es algo sagrado, inapreciable, porque ella es como la envoltura, el signo de esa “gran cosa” que es la riqueza de nuestra pobreza.
Por eso nuestra conciencia se aviva cuando el primer dato al que se aplica es lo que hemos encontrado; nuestra conciencia se incrementa cuando ese es su primer objeto de interés y estima. Lo que hemos encontrado es el contenido de nuestra fe: una compañía cuyo significado y consistencia es más grande que quienes la componen, es Cristo. Dar crédito a esta compañía; dar crédito –«credere se alicui», hemos estudiado en la gramática latina–, «confiarnos a», «darnos a», es decir, «pertenecer», nos define: nos define una pertenencia, la pertenencia a Cristo. Y Cristo es una idea abstracta sólo si no se encarna en la modalidad histórica que hemos encontrado. La modalidad histórica es de risa, pero sin ella no Le pertenecemos.
La nuestra es compañía «no porque nos ahorra los golpes de la vida», como se ha dicho con agudeza esta mañana, «no cuando paga», se dijo también de sagazmente, sino porque sostiene mi posición personal, la rescata, la alimenta y la corrige. Sustenta mi posición personal, es decir, mi fe, mi reconocimiento personal de Cristo.
Esta es, quizás, la formulación de lo que debemos perseguir en el siguiente tramo de camino tras los primeros meses de curso: «La vida no vale más que el ideal; la vida no puede valer más que el ideal, porque el ideal es más que la vida», como habéis dicho esta mañana. La vida es más que el ideal cuando ciertas circunstancias, muchas de ellas, esas que tal vez nos apremian más personalmente, se sustraen al juicio, al impacto, a la bondad del ideal: evitamos los problemas, renunciamos a la lucha, rechazamos la fatiga; entonces la vida acaba valiendo más que el ideal, que arrinconamos en una esquina, como en un nicho, y al que ofrecemos incienso en determinados momentos. Sin embargo, el ideal es más que la vida: «Tu gracia vale más que la vida»9, dice el hermoso Salmo que repetimos a menudo. Es decir: «Tu presencia, Señor, vale más que la vida».
Adiós amigos, y ¡buen trabajo!
Notas
1 Cf. Mt 28, 20.
2 Cf. 1 Ts 5, 21.
3 Cf. R. Guardini, La esencia del cristianismo. Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 2002, p. 17.
4 Cf. Ab 2, 4.
5 Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 1, art. 1.
6 Cf. Mt 10, 30; Lc 12, 7.
7 Cf. Mt 12, 36.
8 Cf. Jn 8, 44.
9 Sal 63, 4.