Carta de mons. Camisasca a la Diócesis de Reggio Emilia - Guastalla
Queridos hermanos y queridos amigos:
Estas dos palabras, fraternidad y amistad, expresan el sentido profundo de mi venida entre vosotros como obispo de la Iglesia de Reggio Emilia – Guastalla, enviado por el Santo Padre Benedicto XVI. Ante todo, me envía a los hermanos, es decir, a los bautizados, para servirles en la fe. Esta es la razón fundamental de mi episcopado: anunciar que Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que sufrió por nosotros la Pasión y la Cruz, resucitó y por tanto está vivo, y actúa en la historia atrayendo a los hombres con su humanidad divina, a través de su Cuerpo en la historia, que es el pueblo cristiano, su Iglesia.
Vengo ante todo para confirmar la fe de mis hermanos: mediante la predicación, la celebración de los sacramentos, la vida de la caridad. Saludo con gran afecto y estima a cada uno de los fieles que vive en nuestra diócesis. Espero encontrarme pronto con vosotros, con muchos de vosotros personalmente. Mediante vuestra vida y vuestro trabajo, sois testigos de Cristo en el mundo.
Una porción privilegiada de este pueblo son los sacerdotes, los primeros colaboradores del ministerio del obispo. A ellos quiero dedicar mi atención y mi cuidado más profundo. Les saludo a cada uno, de un modo particular al obispo auxiliar, al Capítulo de la catedral, al Colegio de consultores, a los miembros de la Curia diocesana, a los párrocos, a los sacerdotes misioneros y a todos aquellos a los que espero conocer personalmente, uno por uno. Rezo especialmente desde este momento por los sacerdotes ancianos, por los que están enfermos, por aquellos que se sienten particularmente solos. Envío un saludo a los diáconos permanentes, a los seminaristas y a todos los colaboradores de los sacerdotes en las parroquias y en las diversas comunidades de la diócesis.
Una estima profunda me une a todas las formas asociativas de la Iglesia. Dirijo mi pensamiento hacia las Hermandades, a la Acción Católica, a los movimientos, a las nuevas comunidades y a todas las realidades que hacen visible la comunión en los distintos ámbitos y lugares de la vida de nuestra Iglesia.
Sé que en nuestra diócesis viven, por gracia de Dios, muchas comunidades religiosas. La vida religiosa es un signo privilegiado de la humanidad renovada. Me confío desde ahora a su oración y expreso mi cercanía a todos aquellos que, en la entrega a Dios mediante los consejos evangélicos, son una luz para nuestro tiempo.
Saludo también a las autoridades civiles, políticas y militares, a las cuales, desde ahora, expreso mi disponibilidad para una colaboración fecunda en la construcción de una sociedad más buena y justa.
Vengo como amigo. Vengo para cada hombre y para cada mujer. Con el más absoluto respeto a la libertad de conciencia de cada uno, humilde y firmemente deseo ser el intermediario del anuncio y de la propuesta de Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6), quien me siga tendrá el céntuplo aquí y la vida eterna (cfr. Mt 19,29). Pienso en los jóvenes que buscan un sentido sólido y definitivo para su existencia. En las familias. Pero también en aquellos que, por diversas razones, viven solos. Pienso en los ancianos. En aquellos que expresan en su trabajo su pasión y su arte. En los que buscan trabajo y lo han perdido. Pienso en los enfermos, en los pobres, en los presos. Quisiera que a todos llegara mi ánimo y la bendición de Dios. Sobre todo a aquellos que han sido probados a causa del reciente terremoto, a los que quiero acercarme con particular afecto.
Saludo con respeto y afecto a los hermanos en la fe cristiana que no pertenecen a la Iglesia Católica, a todos los creyentes en el Dios único, y también a quienes no profesan ningún credo ni se reconocen en ninguna religión. De todos ellos me siento compañero de viaje y a todos quisiera poder ofrecer lo que se me ha concedido, y recibir a la vez sus dones espirituales.
Mi celebración eucarística y la oración de cada día llevan ya en sí estos rostros que aún no conozco y estas esperanzas para la vida que nos espera.
Mi ministerio se inserta en una larga tradición, rica en historia, frutos de fe, caridad, civilización y arte. Desde san Próspero a mi predecesor, el obispo monseñor Adriano Caprioli, al que quiero saludar aquí con especial deferencia junto al obispo emérito, monseñor Giovanni Paolo Gibertini, la Iglesia siempre ha representado en la tierra emiliana, que ahora es también mi tierra, un punto de referencia y de luz para muchas personas. Incluso mediante el sacrificio de algunos de sus hijos. Pienso en los santos y mártires que con su vida y su sangre dieron testimonio fecundo y luminoso de Cristo, luz del mundo. En particular, mi pensamiento se dirige a aquellos de los que ya se está celebrando el proceso de beatificación, los siervos de Dios Giuseppe Dino Torreggiani y Alfonso Ugolini, y por último, pero no menos importante, a Rolando Rivi, al que todos deseamos poder venerar pronto en los altares.
Al Beato cardenal Ferrari, que unió en su vida la tierra milanesa a nuestra tierra durante los meses en que fue obispo de Guastalla, confío desde este momento las primicias de mi ministerio episcopal.
Que nuestros padres, san Próspero, san Francisco de Asís, los santos mártires Crisanto y Daría, y la madre de Dios, a quien está dedicada nuestra catedral, obtengan para mí y para todos nosotros las gracias deseadas del Cielo.
Bendigo a todos en Cristo Nuestro Señor.