«Algo que se da antes»

Apuntes de la intervención de Luigi Giussani en la Asamblea de los responsables. Enero de 1993
Luigi Giussani


Quisiera apuntar brevemente los factores que determinan y constituyen un “movimiento”. El primer factor constitutivo de un movimiento es que la persona se topa con una presencia humana diferente, con una realidad humana diferente.
El movimiento es la dilatación de un acontecimiento, del acontecimiento de Cristo. Pero, ¿cómo se dilata este acontecimiento? Es decir, cuál es el fenómeno inicial, original, que hace que la gente se quede impresionada, se sienta atraída y se junte? ¿Es una catequesis –lo que nosotros llamamos “Escuela de comunidad”–? No, cualquier catequesis viene después, es un instrumento de desarrollo de algo que se da antes.
El movimiento –el acontecimiento cristiano– tiene un modo peculiar de presentarse al toparse el hombre con una presencia humana diferente, con una realidad humana diferente que sorprende y atrae porque corresponde, subterránea, confusa o claramente, a una expectativa que constituye nuestro ser, a las exigencias originales del corazón humano.
El acontecimiento de Cristo se presenta “ahora” bajo el fenómeno de una humanidad diferente: un hombre se topa con este fenómeno y descubre en él un presentimiento nuevo de vida, algo que aumenta su posibilidad de tener certeza, la positividad, esperanza y utilidad de su vida, y que le empuja a seguirlo.
Jesucristo, aquel hombre de hace dos mil años, se oculta –o se presenta– bajo el aspecto de una humanidad diferente. El encuentro, el impacto inicial, es producto de una humanidad diferente que nos sorprende porque corresponde a las exigencias estructurales del corazón mucho más que cualquier forma de nuestro pensamiento o de nuestra imaginación: no nos lo esperábamos, no podíamos ni soñarlo, era imposible, no podíamos hallarlo en ninguna otra parte. La diferencia humana con la que Cristo se nos hace presente consiste precisamente en una mayor correspondencia, en la correspondencia impensable y no pensada de esa humanidad con la que nos topamos, con las exigencias del corazón, con las exigencias de la razón.
Este toparse de la persona con una presencia humana diferente es algo sencillísimo, absolutamente elemental, que se da antes que nada, antes de cualquier catequesis, reflexión o desarrollo: es algo que no requiere explicación alguna, sólo ser visto, interceptado, algo que suscita asombro, provoca emoción, constituye una llamada; que nos empuja a que lo sigamos gracias a que corresponde a la expectativa estructural del corazón. «Ya que en realidad –como dice el cardenal Ratzinger– nosotros sólo podemos reconocer aquello que encuentra en nosotros una correspondencia (Il Sabato, 30 de enero de 1993). El criterio de lo verdadero radica en esta correspondencia.
El toparse con una presencia humana diferente se da antes, no sólo al comienzo, sino también en todos los momentos que siguen a ese comienzo: un año o veinte años después. El fenómeno inicial –el impacto con una presencia humana diferente y el asombro que nace de ello– está destinado a ser el mismo fenómeno inicial y original de cada momento del desarrollo. Porque no se produce desarrollo alguno si ese impacto inicial no se repite, es decir, si el acontecimiento no sigue siendo siempre contemporáneo. O se renueva o si no, no se avanza, y se pasa en seguida a teorizar el acontecimiento ocurrido y a caminar a ciegas buscando apoyos que sustituyan a eso que está verdaderamente en el origen de la diferencia.
El factor original es, permanentemente, el impacto con una realidad humana diferente. Por consiguiente, si no vuelve a suceder y no se renueva lo que aconteció en un principio, no se produce una verdadera continuidad: si uno no vive ahora el impacto con una realidad humana nueva, no entiende lo que le sucedió antes. Sólo si el acontecimiento vuelve a suceder ahora, se ilumina y se ahonda desde una perspectiva más madura en el acontecimiento inicial, estableciéndose de esta manera una continuidad, un desarrollo.
Este primer factor subraya el hecho de que «todo es gracia». Toparse con una realidad humana nueva es una gracia, es siempre una gracia –si no, se convertiría en fruto de nuestro pensamiento o en una presuntuosa afirmación de nuestra capacidad crítica–. La diferencia que se nota, el origen de la diferencia humana con la que nos topamos, es una gratuidad absoluta.
El acontecimiento inicial sólo prosigue si seguimos partiendo continuamente del encuentro con esa realidad humana nueva: «Buscad todos los días el rostro de los santos y sacad fuerza de sus palabras», decía una invitación contenida en uno de los documentos de la cristiandad primitiva, la Didaché. La continuidad con lo que sucedió al principio sólo se produce, por tanto, mediante la gracia de un impacto siempre nuevo, que produce la misma clase de asombro de la primera vez. De no ser así, en lugar de dicho asombro prevalecen los pensamientos que nuestra evolución cultural nos hace capaces de articular, las críticas que nuestra sensibilidad formula a los que hemos vivido y a los que vemos vivir, la alternativa que pretenderíamos imponer, etcétera.
El impacto con una humanidad diferente es fundamental también éticamente. Para percibir este impacto se requiere la actitud original con la que nos hace el Creador, es decir, la actitud del niño que se abandona y sigue: «Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos: como un niño en brazos de su madre, como un niño en brazos es mi alma» (Salmo 130). Para poder aceptar este fenómeno de humanidad diferente es necesario tener la mirada del niño: una humanidad, una disponibilidad, una sencillez de corazón, una pobreza de espíritu que muchos adultos, a pesar de haber vivido el primer impacto, pueden haber perdido. Y entonces el acontecimiento original que puso en marcha la memoria (en ellos) se convierte en un hecho del pasado, queda sólo como un “devoto recuerdo”. Mientras que, con esa sencillez y disponibilidad, uno puede haber cometido errores durante años, pero se recupera mejor que quien haya permanecido impávido, sin hacer nada digno de reproche.
En esta «pobreza de espíritu» y «sencillez de corazón» radica el juego de la libertad humana. Como se dice en Huellas de experiencia cristiana (Ediciones Encuentro, Madrid 1978): «También en la experiencia cristiana, o más aún, especialmente en ella, aparece claro cómo en toda auténtica experiencia está comprometida la autoconciencia y la capacidad crítica (¡la capacidad de verificación!) del hombre, y cómo toda auténtica experiencia está bien lejos de identificarse con una impresión que se ha tenido o de reducirse a una repercusión sentimental. En el curso de esta “verificación” es donde, en la experiencia cristiana, el misterio de la iniciativa divina revaloriza existencialmente la razón del hombre. Y es en esta “verificación” donde se demuestra la “libertad” humana: porque la comprobación y el reconocimiento de la profunda correspondencia que se da entre el Misterio presente y mi propio dinamismo humano no puede tener lugar sino en la medida en que está presente y viva esa aceptación de mi fundamental dependencia, de nuestro esencial “estar hechos”, en la cual consiste la sencillez, la “pureza de corazón”, la “pobreza de espíritu”. Todo el drama de la libertad reside en esta “pobreza de espíritu”: y es un drama tan profundo que acaece frecuentemente casi sin que el hombre se dé cuenta».
Aquél que, provocado por una diferencia, se encamine hacia su destino tratando de «obrar» sólo con sus fuerzas, lo perderá todo: tiene que seguir. Esa presencia humana diferente con la que se ha topado es algo distinto de él, a lo que debe obedecer. Por medio de un impacto siempre nuevo, siguiendo y obedeciendo, se establece la continuidad con el primer encuentro.
Quisiera poner un ejemplo al respecto. Supongamos que hoy se reúnan algunas personas que hayan vivido la experiencia de la que hemos hablado y, puesto que conservan el recuerdo impresionante de un acontecimiento que les afectó en su momento –que les hizo bien e incluso marcó su vida–, quieren recuperarlo, colmando así la distancia que se ha ido abriendo a lo largo de los años. Lo que hace que se sientan todavía amigos es una experiencia pasada, un hecho que aconteció, y que, sin embargo –cómo decíamos– se ha convertido en el presente en un “devoto recuerdo”. Pues bien, ¿cómo podrán restablecer la continuidad con el acontecimiento inicial que les impactó? Si dijeran: «Unamos nuestras fuerzas para formar un grupo de catequesis, desarrollar una iniciativa política nueva, apoyar una actividad caritativa, crear una obra, etcétera», ninguna de estas respuestas sería adecuada para colmar esa distancia. Hace falta “algo que se da antes”, pues todo lo otro no es más que un instrumento para su desarrollo. Hace falta que vuelva a suceder lo que les sucedió al principio: no «cómo» sucedió al principio, sino «lo que» sucedió al principio: el impacto con una diferencia humana donde se sigue renovando el mismo acontecimiento que les movió en un principio. Esto les unirá entre ellos y, al seguir a alguien, reanudará la relación con lo que sucedió al comienzo. Y todos los factores principales de la experiencia pasada surgirán de nuevo más maduros y claros. Al renovarse el primer impacto –y, por consiguiente, la sorpresa de la correspondencia que hay entre una presencia humana diferente y las exigencias estructurales del corazón– se sentirá el reflejo del mismo acontecimiento que sucedió hace diez o veinte años, en la escuela o en el grupo de la universidad.
Si no se produce esta experiencia –el encuentro con una realidad humana diferente–, cualquier tipo de “enganche” con el que se intente recomponer lo que había quedado interrumpido no restablecerá ninguna continuidad. La continuidad con lo de “entonces” sólo se restablece si sucede de nuevo ahora el mismo acontecimiento, el mismo impacto. Diez o veinte años después, continúa la misma experiencia si uno parte de zambullirse en esa realidad nueva y, «como un niño en brazos de su madre», se abandona, sigue y obedece. Porque esa diferencia no nace de su imaginación o de su pensamiento, de su habilidad dialéctica o de su obstinación, de todo aquello que, en resumen, le ha tenido alejado durante años: es algo diferente, algo irreductiblemente nuevo a lo que obedecer, es un acontecimiento.

Estamos ya en condiciones de delinear el segundo factor.
¿Cómo puede educarse, cómo «hacer que resurjan» la sorpresa, la esperanza y el presentimiento que nos mueven a seguir, y que nacen del impacto siempre renovado con una presencia que tiene una humanidad distinta? El instrumento principal de esta educación es lo que nosotros llamamos Escuela de comunidad; es el instrumento principal porque es sistemático y coherente, y, por tanto, lo que explica e unifica la experiencia. La Escuela de comunidad es el instrumento de desarrollo –de la conciencia y el afecto, como instigación que nos mueve a usar nuestras relaciones– de ese «algo que se da antes», de esa experiencia del encuentro con una realidad humana diferente.
En el trabajo –que la Escuela de comunidad implica– el aspecto esencial es, pues, darse «razón» de las palabras que se usan. Y la razón de las palabras es la experiencia de la correspondencia entre la realidad con la que nos topamos y las exigencias estructurales del corazón.
Por tanto, el aspecto más importante en el desarrollo de la Escuela de comunidad es que alguien «enseñe»: alguien –o algunos– en quienes el impacto inicial se renueva y se dilata, ofreciéndose como ocasión para que en los demás se la misma sorpresa del comienzo.
Aquel que está al frente de la Escuela de comunidad, y que comunica una experiencia en la que acontece de nuevo la sorpresa inicial, realiza esta comunicación dando razón de las palabras que se usan. Dar razón de las palabras que se usan quiere decir, en efecto, comunicar la experiencia de la correspondencia que tiene el acontecimiento de una Presencia con lo que el corazón originalmente espera, con la luz y el calor que esas palabras proyectan y ofrecen. De este modo, dar razón de cada palabra, como dice san Pablo, hace «pasar de luz en luz», introduce el descubrimiento cada vez más claro de lo verdadero, porque cada palabra que se usa aclara la respuesta a una necesidad del corazón que está buscando su propio destino.
Es necesario, por tanto, que quien dirija la Escuela de comunidad comunique una experiencia en la que se renueve el asombro inicial, y no que desempeñe un papel o una «tarea». No puede haber comunicación de una experiencia si se parte de la conciencia de uno mismo como alguien que desempeña un papel, alguien que, subido al pedestal de la superioridad y del dominio del tema, pretende enseñar a los demás. Porque quien enseña es únicamente el Espíritu de Dios: es el Espíritu quien produce el primer impacto, la atracción primera, y quien lo renueva.
La pobreza de espíritu que implicaba el primer factor vuelve de nuevo ahora. Porque sin pobreza de espíritu no se escucha lo que se nos comunica: prevalece la objeción de los pensamientos de siempre, aquello a lo que estamos más apegados o que pretendemos nosotros. Por ello le decían al ciego de nacimiento: «Pero, ¿qué se puede aprender de un ignorante que no ha estudiado la ley?» –que no ha estudiado psicología, filosofía o teología, diríamos hoy–. En cambio, el que sigue y obedece se desarrolla, y cuanto más sigue más desea seguir.
Este segundo factor tiene un corolario. La mejor postura para poder entender lo que se nos dice es, paradójicamente, la pasión por comunicárselo a los demás –la pasión de comunicar a los demás lo que se nos ha dado experimentar–. Esto lo ejemplifica de manera sencilla y hermosa una carta que ha escrito un amigo nuestro de Canadá. Nos dice que el año pasado entró en la pequeña comunidad del movimiento en Montreal un joven médico, llamado Mark, que era una persona intensa y dramática, llena de interrogantes y dudas. Después de un año de convivencia difícil «parecía como si nunca se hubiera adherido a nosotros», escribe John, el autor de la carta. A finales del año la Universidad de Búfalo le ofreció a Mark la posibilidad de hacer prácticas en su hospital durante dos años. «Yo no voy», fue la respuesta inmediata de Mark. «¿Por qué no vas?», le preguntó John. «Si aceptase, tendría que dejaros. Y yo no puedo dejaros». Pero entonces John le sugirió: «¡Acepta! Ve a Búfalo y trata de comunicar a otros lo que has encontrado aquí». Mark aceptó, y después de pocos meses tenía ya a su alrededor a más gente de la que había dejado. Pero esto no es todo. Dos meses después de irse, una muchacha del grupo de Montreal –una enfermera– entró en el hospital donde Mark había trabajado. Pasados algunos días, la jefa de enfermeras del hospital va hacia ella, la señala con el dedo y le dice: «¡Mark Basik!». Y ella le pregunta asombrada: «¿Qué quiere decir? Sí, conozco a Mark Basik, es uno de mis amigos más queridos…». «Me lo imaginaba», responde la jefa de enfermeras. «Mark y tú hacéis las cosas del mismo modo». Esa mujer se había topado con un fenómeno de humanidad diferente; o, lo que es lo mismo, le había llamado la atención un hecho.
Lo que más interesa ahora del episodio es sobre todo su primera parte, porque allí se ve claramente que, con la tensión misionera, lo que le había sido comunicado a ese joven médico ya no encontró en él la resistencia de tantos «peros», de tantos «si», como en los que antes se había enredado.

Hablemos ahora del tercer factor, pero sólo de pasada.
El tercer factor es, diríamos, «todo lo demás». Es decir: es imposible que de la experiencia que hemos descrito hasta aquí no nazca un sujeto nuevo, un nuevo protagonista en el mundo, una compañía comprometida con la realidad de manera diferente –es decir, más humana, más correspondiente a la expectativa del corazón–; es imposible que no surjan intentos de compartir las necesidades que aparecen –con gestos e iniciativas de caridad–, que no surja un grupo que quiera renovar verdaderamente la unidad de católicos en la política con toda la paciencia necesaria, que no se creen actividades nuevas para los que no tienen trabajo, etcétera. El acontecimiento, cuyo nexo profundo con el corazón ilumina la «escuela de comunidad», se traduce inevitablemente en un sujeto que actúa en el mundo. De aquí nace la obra –opus Dei-, porque la obra no es más que un yo que vive en relación con el Ideal, que en su relación con el Ideal, y en cualquier situación en que se encuentre, trata de plasmar la realidad conforme a ese Ideal; construyendo una familia o respondiendo a la vocación de la virginidad, trabajando o visitando a los ancianos del asilo del barrio.