¿A quién ha votado el pueblo llano?
Hace algunos días el intelectual orgánico de Podemos, una especie de aprendiz de Suslov, explicaba, ufanándose por ello, el cambio experimentado en el Congreso al comienzo de esta legislatura. Según Errejón, tal cambio consistía en “la irrupción plebeya” en el Congreso de los Diputados, que escandalizó a las “élites viejas”, cuyas reacciones calificó como “desprecio patricio”. Como debe ser, Íñigo Errejón contraponía de forma antagónica a “patricios” (los partidos de la vieja política) y “plebeyos”, a quienes ellos representaban. Pero, ¿quiénes son esos plebeyos que han asaltado las sacrosantas instituciones de la democracia liberal para –Errejón dixit– “construir una nueva voluntad general”? ¿Quiénes son estos nuevos sans- culottes, estos desarrapados que pretenden acabar con los privilegios de los burgueses o patricios?
Hace también unos días el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ha publicado su primera encuesta postelectoral. Tiene interés porque en ella aparece la primera radiografía del electorado de los nuevos partidos. Y contiene datos a primera vista sorprendentes: los electores con rentas más altas han votado más a Podemos (y a Ciudadanos) que al Partido Popular o al PSOE. Y, en cambio, los electores con rentas más bajas han votado más al PP y al PSOE que a Podemos (y a Ciudadanos). Dicho de manera más simple, los ricos han votado más a los nuevos partidos y los pobres han optado más por los “partidos tradicionales”.
Lo que acabo de afirmar no es una invención. Vean, quienes alberguen dudas, las preguntas 35a, 35b y 38 de la encuesta del CIS. En ellas se desprende que pertenecen a hogares con ingresos mensuales superiores a 2.400 euros el 9,9% del electorado del PP; el 10,8% del electorado del PSOE; el 16,1% del electorado de Podemos; y el 26,3% del electorado de Ciudadanos. Lo que significa que de la franja de electores con rentas superiores a 2.400 euros al mes hay un 15 por 100 más de votantes de Podemos que del PP. Y, por cierto, un 23 por 100 más de votantes de Ciudadanos que del PP.
Pero, si miramos los tramos de rentas más bajas, observamos que con ingresos inferiores a 1.200 euros al mes están el 40,7% de los electores del PSOE; el 33,1% de los electores del PP; el 31,4% de los electores de Podemos; y el 17,4% de los electores de Ciudadanos. Lo que quiere decir, a su vez, que el PSOE y el PP, cada uno de ellos, tienen más del doble de electores con rentas más bajas que los de Podemos. Y esa distancia se aumenta hasta cuatro veces en relación con Ciudadanos.
Puede parecer una paradoja. Pero conviene saber esta realidad: los sectores más desfavorecidos de la sociedad, lo que llamaríamos “clases populares”, no han votado mayoritariamente a Podemos. Por el contrario, su granero de votos está preferentemente en las clases medias y media-altas. ¿Cómo puede explicarse este fenómeno? No resulta difícil hacerlo. Veámoslo.
En primer lugar, porque la gran legión de jubilados, cuyas rentas medias están en torno a 1.000 euros mensuales, ha votado masivamente al PP (el 40 por 100 de su electorado) y en menor proporción al PSOE (el 30 por 100 de su electorado), mientras el voto a Podemos de mayores de 65 años es casi marginal. A eso hay que añadir que el mundo rural ha votado muy mayoritariamente al PP. Nada menos que los votos al PP de los trabajadores del sector agrario son el triple de los obtenidos por Podemos. Y ya sabemos que las rentas agrarias son inferiores a la media de las rentas de los españoles.
Por otra parte, los que en la clasificación del CIS se agrupan en las categorías de “directivos, profesionales, técnicos y cuadros medios” (es decir, la clase media-alta del país) representan el 24 por 100 de los votantes de Podemos, mientras que son menos del 15 por 100 de los votantes del PP. ¿Quiénes son esos cerca de millón y medio de votantes de Podemos encuadrados en esas categorías? Pues en su gran mayoría trabajadores del sector público (sanidad, educación, cuadros de las distintas administraciones) que, precisamente, han sido quienes han podido preservar sus empleos durante los años de crisis.
Sí, la realidad es mucho más compleja y desmiente falsas visiones superficiales de la misma. Los datos apuntados, y otros más que los corroboran, demuestran que es una falacia la tesis de que estamos en presencia de una contraposición de carácter socioeconómico, de una “lucha de clases”, como hubiéramos dicho antes de la caída del muro de Berlín. Quiero decir, la línea divisoria de unos votantes y otros no se rige por criterios económicos: no es la de pobres contra ricos, la de desposeídos contra poseedores, la de las “clases populares” contra la burguesía y sus aliados. Los “plebeyos”, en palabras de Errejón, no son, de ninguna manera, los pobres y desheredados; la mayoría de los “patricios” están en peores condiciones socioeconómicas que los “plebeyos”.
¿Cuál es, pues, la verdadera naturaleza de la batalla entre “plebeyos” y “patricios”? ¿Dónde está la verdadera contraposición? Lo dice también el intelectual orgánico de Podemos, y esta vez sí lleva razón: estamos librando una “batalla cultural” en el sentido más pleno del término; sobre la concepción del Estado, sobre la concepción de la sociedad, sobre la concepción de la democracia y, por encima de todo, respecto al concepto de libertad.
La doctrina de Podemos, de la que ya sabemos lo suficiente como para poder calificarla, se inscribe en la trayectoria de todos los movimientos políticos que han pretendido derribar la democracia liberal. Y todos ellos utilizaron el asalto de los parlamentos para sus propósitos. Lenin ordenó a los bolcheviques que participaran en la Duna antes de la “revolución de octubre”. Y no hace falta citar a los movimientos que en los años veinte y treinta hicieron sucumbir a las democracias en Italia y Alemania.
Lo que en España se está jugando ahora es una “batalla cultural” centrada en los valores sobre los que se asienta la democracia liberal y la sociedad abierta. La pregunta inevitable es si los dos grandes partidos tradicionales, ahora ciertamente disminuidos en peso electoral, están en condiciones de asumir este mayúsculo reto. La respuesta a esta crucial pregunta exigiría otra reflexión que, si me lo permiten los lectores, me propongo hacer. Mientras tanto, ya sabemos algo sobre dónde se encuentra, por ahora, “el pueblo llano”. Pero, con lo que está pasando, ¿no percibimos en él una sensación de perplejidad y de orfandad?