Reconocer a Cristo

Luigi Giussani, El templo y el tiempo , Encuentro, Madrid 1995, pp. 47-59
Luigi Giussani


La meditación de esta mañana terminaba con una frase lapidaria de Kafka: «Existe un punto de llegada, pero ningún camino» («Hay una meta, pero no un camino»; F. Kafka, Il silenzio delle sirene. Scritti e frammenti postumi (1917-1924), Milán 1994, p. 91). Es innegable: hay algo ignoto. Los geógrafos antiguos trazaban prácticamente una analogía entre lo ignoto y la famosa «terra incognita» que cerraba sus grandes mapas; en los márgenes del pergamino señalaban: tierra desconocida. En los márgenes de la realidad que el ojo abarca, que el corazón siente, que la mente imagina hay algo ignoto. Todos lo sienten. Todo el mundo lo ha sentido siempre. En todas las épocas los hombres lo han sentido tanto que hasta lo han imaginado. En todas las épocas los hombres han intentado, a través de sus elucubraciones o de su fantasía, imaginar, descubrir el rostro de lo ignoto. (…)

Lo que Kafka dice («ningún camino») no es cierto históricamente. Paradójicamente se podría decir que es cierto teóricamente, pero no históricamente. ¡El misterio no se puede conocer! Esto es cierto teóricamente. ¡Pero si el misterio llama a tu puerta...! «Si alguno me abre yo entraré y cenaré con él» (Ap 3,20). Estas son palabras que se leen en la Biblia, palabras de Dios en la Biblia. Pero es, además, un hecho que ha acontecido.

El capítulo primero del evangelio de san Juan, que es la primera página literaria que habla de ello –además del anuncio general: «El Verbo se ha hecho carne», aquello de lo que toda la realidad está formada se ha hecho hombre–, contiene el recuerdo de los que inmediatamente le siguieron, de los que resistieron la presión que les hacían los ingenieros y los arquitectos. En una página uno de ellos anotó sus primeras impresiones y los rasgos de aquel primer momento en que el hecho sucedió. En efecto, el primer capítulo de san Juan contiene una serie de apuntes que son precisamente notas sacadas de su memoria. Siendo él uno de los dos primeros discípulos, ya anciano, recuerda los apuntes que perduraban en su memoria. Porque la memoria tiene su propia ley. La ley de la memoria no es una continuidad sin espacios en blanco, como ocurre, por ejemplo, en una creación imaginaria, de ficción. La memoria literalmente «toma apuntes» como estáis haciendo ahora vosotros: una nota, una línea, un punto, y este punto engloba muchas cosas, de modo que la segunda frase parte ya de las muchas cosas supuestas en el primer punto. Las cosas están más supuestas que dichas; sólo se narran algunas como puntos de referencia. Por esto yo, a mis setenta años de edad, releo ese pasaje por enésima vez sin ningún síntoma de cansancio. Os reto a imaginar algo que sea de por sí más grave, que tenga más peso, en el sentido latino de pondus, que sea más grande, más desafiante para la existencia del hombre, que esté más repleto de consecuencias en la historia que esto, que este hecho, a pesar de su fragilidad aparente:
«Aquel día estaba Juan allí de nuevo con dos de sus discípulos. Fijando su mirada en Jesús que pasaba dijo...». Imaginad la escena. Tras 150 años de espera, por fin, el pueblo hebreo, que siempre, a lo largo de toda su historia, durante dos milenios, había tenido algún profeta, alguno reconocido por todos, tras 150 años, por fin, tenía un nuevo profeta: se llamaba Juan el Bautista.

Hablan también de él otros escritos de la antigüedad; está, pues, documentado históricamente. Toda la gente –ricos y pobres, publicanos y fariseos, amigos y contrarios– iban a oírle y a ver cómo vivía, al otro lado del Jordán, en tierra desierta, comiendo langostas y hierbas silvestres. Tenía siempre un corro de personas a su alrededor. Entre estas personas estaban también aquel día dos que habían ido por primera vez y que venían, por así decirlo, del campo: del lago, que estaba bastante lejos y se encontraba fuera de la influencia de las ciudades importantes. Estaban allí como dos pueblerinos que van por primera vez a la ciudad, turbados, mirando con ojos asombrados todo lo que sucedía a su alrededor y, sobre todo, mirándole a él. Estaban allí con la boca abierta y con los ojos abiertos de par en par para mirarle, para oirle, atentísimos. De repente, uno del grupo, un hombre joven, se marcha tomando el sendero que bordea el río para ir hacia el norte. Y Juan el Bautista, de improviso, con la mirada fija en él, grita: «¡He ahí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo!».

La gente no se movió, porque estaba acostumbrada a oír de vez en cuando al profeta expresarse con frases extrañas, incomprensibles, sin nexo aparente entre ellas, sin contexto; por eso la mayor parte de los presentes no hizo caso de ello. Pero los dos que venían por primera vez, que estaban allí pendientes de todas las palabras que decía Juan, que miraban sus ojos y los seguían hacia donde él dirigía su mirada, vieron que se fijaba en aquel individuo que se iba, y se marcharon detrás. Le seguían manteniéndose a distancia, por temor, por vergüenza, pero extrañamente, profundamente, oscuramente y sugestivamente movidos por la curiosidad. «Aquellos dos discípulos, oyéndole hablar así, siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que le seguían dijo: ‘¿Qué buscáis?’. Le respondieron: ‘Rabí, ¿dónde vives?’ Les dijo: ‘Venid y lo veréis’».

Esta es la fórmula, la fórmula cristiana. El método cristiano es éste: «Venid y lo veréis». «Y fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con Él aquel día. Eran alrededor de las cuatro de la tarde». No especifica cuándo se fueron, o cuándo empezaron a seguirle. Como decía antes, todo el párrafo, y también el siguiente, está compuesto de apuntes: las frases terminan en un punto que da por descontado que ya se saben muchas cosas. Por ejemplo: «Eran alrededor de las cuatro de la tarde»; pero, ¿quién sabe cuándo se fueron, cuándo se marcharon de allí? Sea como fuere, eran las cuatro de la tarde. Uno de los dos que habían oído las palabras de Juan el Bautista y habían seguido a Jesús se llamaba Andrés y era hermano de Simón Pedro. Se encontró, en primer lugar, con su hermano Simón... Dejan a Jesús y el primero con el que Andrés se encuentra es con su hermano Simón que volvía de la playa, de pescar o de repasar las redes para pescar, y le dice: «Hemos encontrado al Mesías». No narra nada, no cita nada, no documenta nada: es cosa ya sabida, está claro, ¡son apuntes de cosas que todo el mundo sabe! Pocas páginas se pueden leer con tanto realismo y veracidad, tan sencillamente verídicas, donde ni una sola palabra se añade al puro recuerdo.

¿Cómo pudo decir: «Hemos encontrado al Mesías»? Jesús, al hablar con ellos, les diría esta palabra propia de su vocabulario. Porque decir espontáneamente que aquél era el Mesías, tan seguros como de que «dos y dos son cuatro», hubiera sido de otro modo imposible. Pero se ve que estando allí durante horas escuchando a aquel hombre, viéndole, mirándole hablar –¿Había alguien que hablase así? ¿Quién había hablado así hasta entonces? ¿Había alguien que hubiese dicho esas cosas? ¡Nunca se habían oído! ¡Nunca se había visto a alguien como Él!–, lentamente se iba abriendo paso en su ánimo la expresión: «Si no creo en este hombre no puedo creer en nadie, ni siquiera en mis propios ojos». No es que lo dijeran, ni que lo pensaran; lo sintieron, no lo pensaron. Aquel hombre diría, pues, entre otras cosas, que Él era el que tenía que venir, el Mesías que tenía que venir. Y fue tan obvio el carácter excepcional de su anuncio (de su afirmación), que ellos lo asumieron como si fuese algo sencillo –¡de hecho era algo sencillo!–, como si fuese algo fácil de entender.

«Y Andrés le llevó adonde estaba Jesús. Jesús, con la mirada fija en él, le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan. Tú te llamarás Cefas, que quiere decir piedra’». Los judíos solían cambiar el nombre de uno para indicar el carácter, o para indicar algún hecho que le había sucedido. Imaginaos, pues, a Simón yendo con su hermano, lleno de curiosidad y un poco de temor. El hombre a cuyo encuentro le conduce su hermano le mira fijamente. Aquel hombre le estaba mirando ya desde lejos. De qué modo le miraría que comprendió su carácter hasta la médula: «Tú te llamarás Piedra». Pensad en uno que se sienta mirado así, que se sienta alcanzado en lo más profundo de sí mismo por alguien que acaba de conocer, absolutamente extraño. «Al día siguiente, Jesús quiso partir hacia Galilea...». Se trata de media página compuesta de este modo, a base de breves alusiones y de puntos en los que se da por descontado que lo que había sucedido lo sabían todos, que era algo evidente para todos.
«Existe un punto de llegada, pero ningún camino». ¡No! El hombre que dijo «Yo soy el camino» es un hecho histórico que ha acontecido y cuya primera descripción está en esta media página que he empezado a leer. Y cada uno de nosotros sabe que ha sucedido. Nada ha sucedido en el mundo tan impensable y tan excepcional como aquel hombre del que estamos hablando: Jesús de Nazaret.

Pero aquellos dos, los dos primeros, Juan y Andrés –Andrés, muy probablemente, estaba casado y tenía hijos–, ¿cómo hicieron para quedar cautivados tan de repente y reconocerle? No existe otra palabra que pueda emplearse adecuadamente más que ésta de reconocerle. Diré que, si este hecho sucedió, reconocer a aquel hombre, reconocer quién era aquel hombre, no de manera exhaustiva y detallada pero sí que era algo excepcional, algo fuera de lo común –absolutamente fuera de lo común–, que ningún análisis podía deducir,
reconocer esto debía ser fácil. Si Dios se hiciese hombre y viniese a vivir entre nosotros, si viniese ahora, si se hubiese colado entre el gentío actual, si estuviese aquí entre nosotros, reconocerle, a priori lo digo, debería ser fácil, debería ser fácil reconocer su valor divino. ¿Por qué sería fácil reconocerle? Por su carácter excepcional, por una excepcionalidad incomparable. Yo tengo delante algo excepcional, a un hombre excepcional, sin comparación posible.

¿Qué quiere decir excepcional? ¿Qué significa? ¿Por qué te impacta lo excepcional? ¿Por qué sientes como «excepcional» una cosa que es excepcional? Porque corresponde a las expectativas de tu corazón, por muy confusas y nebulosas que sean. Corresponde de repente –¡de improviso!– a las exigencias de tu alma, de tu corazón, a las exigencias irresistibles e innegables que tiene tu corazón, como nunca lo habrías podido imaginar ni prever, porque no existe nadie como ese hombre. Lo excepcional es, pues, paradójicamente, que aparezca, que se manifieste lo que es más natural para nosotros. Y ¿qué es lo más natural para mí? Que lo que deseo suceda. ¡Más natural que esto...!

(…) Pero imaginad a aquellos dos escuchándole durante varias horas y que luego deben volver a casa. Él les despide y ellos se marchan callados, en silencio, porque les invade la impresión que han tenido de presentir el misterio, de sentirlo. Y después se separan. Cada uno se va a su casa. No se despiden. No es propiamente que no lo hagan sino que lo hacen de otro modo: se despiden sin hablar porque están llenos de lo mismo, los dos son una sola cosa de tan llenos como están de lo mismo. Andrés entra en su casa, se quita la capa y su mujer le dice: «Pero, Andrés, ¿qué pasa? Estás diferente, ¿qué te ha sucedido?». Imaginemos que él, abrazándola, rompiese a llorar y que ella, turbada, siguiese preguntándole: «Pero, ¿qué tienes?». Él seguía abrazando a su mujer, que no se había sentido abrazada así en toda su vida: ¡Era otro! Era él pero era otro. Si le hubiesen preguntado «¿Quién eres?», habría dicho: «Me doy cuenta de que soy otro... Después de haber oído a ese individuo, a ese hombre, soy otro». Amigos, esto, sin muchas sutilezas, es lo que sucedió.

No sólo es fácil reconocerle, no sólo fue fácil reconocer su excepcionalidad –porque «si no creo en este hombre ya no podría creer siquiera en mis ojos» (L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, pp. 71 y 88)–, sino que también fue fácil comprender qué tipo de moralidad, es decir, qué tipo de relación nacía de Él. Porque la moralidad consiste en tener una relación con la realidad en cuanto creada por el misterio, es la relación justa, ordenada con la realidad. Fue fácil, les resultó fácil comprender qué sencilla era la relación con Él, qué sencillo era seguirle, ser coherentes con Él, coherentes con su presencia: consistía en adherirse a su presencia.