Moisés y el Columbia. Reflexión religiosa sobre una tragedia de la modernidad
El 1º de febrero de 2003 el transbordador espacial Columbia se desintegró sobre Tejas en su reingreso a la atmósfera terrestre. Don Giussani escribió un artículo que fue publicado en la primera página de «Corriere della Sera»Corriere della Sera, 9 de febrero de 2003
Estimado director:
Observando las imágenes finales del Columbia, se impone una pregunta: con todo lo que sucede, ¿es justa la vida? Si no respondiésemos, todo acabaría en desesperación, como si la misma tragedia sucediese mil veces al día, dejando a millones de personas sin salida.
Sin embargo, mientras busca una respuesta que defienda la libertad, la bondad o la justicia, el hombre choca con su límite; se ve tan limitado por naturaleza que todo esfuerzo parece inútil, como si fuera imposible llevar a cabo un solo acto libre de injusticia o contradicciones.
Somos todos como Moisés, que acompañó a través del desierto a los suyos; llegó a vislumbrar lo que después se convertiría en el Estado de Israel, sin poder pisar a la Tierra Prometida, pues Dios le había dicho: «Por tu temor, porque no me hiciste justicia, no llegarás a entrar en ella». Fue Josué, en efecto, quien entró con sus tropas para la conquista. Todos estamos como en el umbral de una tierra tan deseada como inalcanzable. Y por ello, quien tiene un aliento de vida se plantea la pregunta acerca de su éxito final.
Sólo la cruz de Cristo puede explicar y dar razón de todo lo que ha sucedido. Su muerte es la respuesta que Dios da a nuestros límites e injusticias. Fallarían las razones, faltaría una explicación adecuada si no existiese Cristo. Él marca la extrema victoria de Dios sobre la realidad humana. Pase lo que pase, la «misericordia» está en el trasfondo de todo lo humano. La misericordia: Dios vence el mal dentro de la historia con el bien, con una positividad que ofrece sentido a todo lo que sucede.
Pero a menudo el hombre no puede comprenderlo. No consigue comprender la única explicación que podría salvar a la historia del yugo del daño y la maldad. Entonces se produce algo increíble, lo más increíble: el hombre pretende juzgar a Dios. Me inquieta pensar en el futuro, en qué puede hacer el hombre si juzga a Dios como injusto por lo que sucede y no logra comprender. El hombre no puede. Para Dios todo es posible (Él es el misterio, y el hombre no puede entrar a menos que Él mismo le abra sus puertas) y quien le juzgase - por pura presunción - sería causa de una verdadera ruina. ¡La tragedia de Jesús fue ésta!
En cambio, la muerte y el destino de Cristo son la resurrección de la vida, la victoria sobre todo mal. Quienes Lo aceptan participan ya de la resurrección. Quienes no Lo aceptan porque no comprenden, destruyen el mundo.
De todas formas, decir que Cristo «ha vencido» es una expresión que nos queda siempre algo extraña. Llegamos a ella como a una salida misteriosa, pues mantiene intacto el misterio según la voluntad del Padre, hasta que Dios mismo se manifieste. Y cuando se revele, será el final, el fin del mundo. Para poder decir «Ha vencido», el hombre debe llevar a cabo una elección, debe dejar que el bien triunfe sobre el mal. Debe elegir el bien, y no insistir en subrayar el mal. ¡Nadie puede negar esto! A priori es justo, no está a nuestra merced, es algo que reconocemos.
En este sentido, la historia de EEUU nos enseña una actitud positiva ante la vida, conocida en todo el mundo. Y también demuestra que la falta de sentido, puede trocarse en un sinfín de rebeliones y masacres.
Dios, el Señor, me hace alcanzar una certeza de fe: su amistad conmigo, su amistad con el hombre, no vacila ante nada (desde los comienzos Dios entabló su relación con la tierra eligiendo un pueblo, una nación predilecta, para llevar al mundo entero hacia un cumplimiento que de otra manera no hubiera tenido jamás). Pensar en que Jesús, poco antes de morir, llamó «amigo» a Judas, a quien le traicionaba, es algo de otro mundo. Dice el Salmo 117: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna Su misericordia». Es algo de otro mundo. En estos días, recordaba el diálogo de Maximiliano Kolbe con el oficial alemán: «Tú tienes que matar a diez personas. Yo quiero sustituir a uno que es padre de familia...». Y el alemán aceptó. Si Hitler hubiese presenciado ese ofrecimiento, ciertamente no habría premiado a ese oficial, pues secundó una justicia que no era la suya. Aceptando el intercambio, expresó el sentimiento natural de un hombre que podía tener hijos al igual que el condenado. La Iglesia ha hecho santo al padre Kolbe porque fue justo ante Dios. Lo mismo que la Virgen, vértice para mí de esa evolución del yo humano que se llama santidad. Frente a cualquier desastre o límite, un hombre puede afirmar con seguridad que la vida es justa porque se dirige, misteriosamente pero con certeza, hacia su destino bueno.