El mayor sacrificio es dar la propia vida para la obra de Otro

Luigi Giussani, L’avvenimento cristiano, BUR, Milano 2003, pp. 66-70
Luigi Giussani


1. Dar la vida por la obra de Otro; este “otro”, históricamente, fenoménicamente, en cuanto apariencia, es una determinada persona; por lo que se refiere al movimiento, por ejemplo, soy yo. Y al decir esto es como si desapareciera todo lo que es mi yo (porque el “Otro” es Cristo en su Iglesia); queda un punto histórico de referencia y todo el flujo de palabras, todo el torrente de obras que ha nacido a partir del primer momento en el liceo Berchet. Perder de vista este aspecto es perder el fundamento temporal de la concordia, de la utilidad de nuestro obrar; es como abrir grietas en los cimientos.

2. Nada más ser pronunciada, la palabra “yo” se esfuma, se pierde en la lejanía; porque el factor histórico que puede describirse, fotografiarse, indicarse por su nombre y apellido, está destinado a desaparecer del escenario en el que comienza una historia. Cada cual tiene la responsabilidad del carisma; cada cual es causa del declive o del incremento de la eficacia del carisma; cada quien puede ser un terreno en el que se dilapida el carisma o bien un terreno en el que éste da fruto.

Por eso, este es un momento en el que es esencial tomar conciencia de la gravísima responsabilidad que tiene cada uno, como urgencia, lealtad y fidelidad. Es el momento de que cada uno asuma su responsabilidad con el carisma.
Oscurecer o disminuir estas observaciones quiere decir oscurecer y disminuir la intensidad de la incidencia que tiene la historia de nuestro carisma en la Iglesia de Dios y en la sociedad de hoy; una incidencia que es muy grande y que está destinada a serlo mucho más todavía.
La esencia de nuestro carisma puede resumirse en dos cosas:
- ante todo, el anuncio de que Dios se ha hecho hombre (el estupor y el entusiasmo por esto);

que este hombre está presente en un “signo” de concordia, de comunión, de unidad de una comunidad, de unidad de un pueblo.
Podríamos añadir un tercer factor fundamental para describir definitivamente nuestro carisma: que sólo en Dios hecho hombre y, por consiguiente, sólo en Su presencia y –de algún modo– en la forma de Su presencia, puede el hombre ser hombre y la humanidad ser humana; de ahí nacen la moralidad y la misión.

3. Existe una identificación personal que cada cual realiza, una versión personal del carisma al que ha sido llamado y al que pertenece, que cada cual da. Inevitablemente, cuanto más responsable se va haciendo uno de este carisma, más pasa éste a través de su temperamento, a través de esa vocación irreductible en la que consiste la persona misma. Cada persona tiene una concreción propia, la concreción de su mentalidad, de su temperamento, de las circunstancias en las que vive y, sobre todo, del movimiento de su libertad.

Por ello, cada uno puede hacer lo que quiera del carisma y de su historia: reducirlo, hacer de él una lectura parcial, acentuar ciertos aspectos menoscabando otros (convirtiéndolo así en algo monstruoso), plegarlo al propio gusto vital o al propio cálculo, abandonarlo por negligencia, testarudez o superficialidad o dejar que revista acentos en los que nuestra persona se encuentre más a sus anchas, más a su gusto, y le cueste menos esfuerzo.
Al identificarse con la responsabilidad de cada cual, el carisma asume una flexión variada y aproximativa en la medida de la generosidad personal. El grado de imprecisión o de exactitud a la hora de seguir el carisma se mide por la generosidad personal, en la que se funden capacidad, gusto, temperamento, etc... El carisma se declina según la generosidad de cada uno. Esta es la ley de la generosidad: dar toda la vida por la obra de otro.

Este tercer punto plantea ineludiblemente la gran cuestión: cada uno de nosotros, en todos sus actos, en cada una de sus jornadas, cada vez que se pone a imaginar, cada vez que se propone algo o que se pone a actuar, debe preocuparse de confrontar los criterios de su obrar con la imagen del carisma tal y como brotó en los orígenes de la historia común. La confrontación con el carisma tal como se nos ha dado tiende a corregir la singularidad de cada versión, la traducción de cada uno, y sirve para corregir y suscitar continuamente.
Así pues, el hecho de confrontarse con el carisma es la mayor preocupación que se debe tener desde el punto de vista del método, la práctica, la moral y la pedagogía a seguir. De otro modo, el carisma se convierte en pretexto y motivo para hacer lo que uno quiere; encubre y respalda algo que queremos nosotros. Y, así, nos transformamos en unos radicales impostores porque decimos que estamos haciendo Comunión y Liberación y, en lugar de ello, lo que hacemos es lo que nosotros queremos de Comunión y Liberación. La mentira, en el lenguaje de san Juan, es sinónimo de pecado; por eso es una traición.
Para limitar esta tentación, que tenemos todos y cada uno de nosotros, debemos hacer que la comparación con el carisma, como corrección y continuo resucitar del ideal, llegue a ser un comportamiento normal. Tenemos que hacer de esa comparación un hábito, habitus, una virtud. Esta es nuestra virtud: comparar todo con el carisma original.

4. Llegados a este punto volvemos a lo efímero, porque Dios se sirve de lo efímero. Retorna la importancia de lo efímero que, hoy por hoy, es la comparación en última instancia con esa persona determinada con la que todo ha comenzado. Yo puedo desaparecer, pero los textos que dejo y la continuidad ininterrumpida –si Dios quiere– de las personas indicadas como punto de referencia, como interpretación verdadera de lo que ha sucedido en mí, quedan como instrumento para corregir y suscitar de nuevo; se convierten en el instrumento de la moralidad. La línea de personas indicadas como referencia es lo más vivo del presente, porque un texto puede también interpretarse; es difícil interpretarlo mal, pero puede ser interpretado.
Dar la vida por la obra de Otro implica siempre la existencia de un nexo entre la palabra “Otro” y algo histórico, concreto, tangible, sensible, que puede describirse y fotografiarse, con nombre y apellidos. Sin esto se impone nuestro orgullo, este “sí” efímero, pero efímero en el peor sentido del término. Hablar de carisma sin historicidad es no hablar de un carisma católico.
(«El mayor sacrificio es dar la vida por la obra de Otro», Huellas, junio 1992, pp. II-IV)