Clamor por la paz, no provocación
Proponemos el artículo de don Giussani publicado en el Corriere della Sera del 25 de febrero de 2003 con el título «Cierto pacifismo es más odio lanzado a la calle»Estimado Director:
Los bandos que se enfrentan ante la perspectiva de la guerra están cargados de razones y de acusaciones. Ahora bien, las razones tienen más valor que las acusaciones y, teniendo en cuenta las más relevantes, conducen a afirmar: «¡Por muchos errores que cometa EEUU, nada justifica su destrucción con bombas y terrorismo!», o bien, «¡No se puede permitir que un tirano como Sadam utilice armas de destrucción masiva y provoque una catástrofe!».
Es cierto que todas las naciones se deben someter al juicio de la ONU, pero puesto que parece imposible alcanzar una decisión satisfactoria para las dos partes, entonces Irak podría decir: «Ya que la ONU está al servicio de EEUU y de Inglaterra, nosotros no respetamos sus decisiones»; y, por otro lado, EEUU e Inglaterra: «Respetamos a la ONU sólo si apoya a nuestras posiciones». De esta manera ambos tendrían sus razones para decir: «Hágase la guerra».
Para salir de un equívoco tan terrible, es necesario reconocer que no basta con discutir o pactar - como sostienen ciertos “amantes” de la paz, que luego resultan ser los peores belicistas -, porque cada uno de los beligerantes parte de la convicción de que el otro quiere la guerra para defender o destruir una primacía de poder: quienes están en contra de Irak defienden el poder que tienen, y quienes están en contra de EEUU quisieran conquistar un poder que todavía no tienen. El problema no parece tener más salida que el uso de la fuerza. La razón caería de parte de los pretenden triunfar con la fuerza y saben que tienen los medios para callar al enemigo. Lo cual debería, entre otras cosas, llevar también a ciertos líderes de movimientos pacifistas a reflexionar sobre si su actuación no es más que más odio lanzado a la calle.
La solución no está en decantarse por uno u otro bando. Cuando la sociedad se encuentra en una encrucijada decisiva, es fundamental que el juicio de aprobación o condena, en primer lugar, cuente con la urgencia de educar a los jóvenes y los adultos, esto es, a todos los hombres, pues todos necesitamos impulsar nuestra capacidad de justicia y de bondad. Si renuncia a educar en una estima verdadera por el hombre y, por tanto, en una justicia real, la humanidad queda atrapada por los desastres que ella misma se procura. Y se ve obligada a afrontarlos recurriendo a instrumentos de muerte para justificar el mismo error que pretende combatir: el uso de la guerra. El drama actual no estriba tanto en que EEUU quiera destruir a Irak para sacar provecho de ello, o que Sadam represente una amenaza para Occidente, sino en que ambos carecen de una educación a la altura de la trascendencia que tiene la lucha entre los hombres. Se trata realmente de un problema educativo y el único que habla de ello es el Papa, puesto que el tribunal que se requiere para juzgar a otro exige una educación a favor de una unidad y justicia verdaderas (como hace poco apuntaba también el Presidente de la República italiana, Ciampi).
El mundo se enfrenta al grave problema de la rebeldía ante la verdad; la misma que llevó al pecado original y al hombre concreto y a la humanidad entera a sufrir sus consecuencias a lo largo del tiempo. Por ello, ante todo lo que sucede no se puede eliminar la figura de Cristo: esta es la clave - ¡la clave! - de la verdad sobre el hombre (y quienes destruyen en la historia a la cristiandad destruyen a la humanidad). He aquí por qué nuestra autoridad es el Papa, que ha dicho dos cosas: en la historia la guerra precede a la paz; y, para evitar la guerra, hace falta la paz.
En la situación actual, en la que parece que nadie quiere de verdad la paz y resultan evidentemente falsos los modos de alcanzarla, hacer la guerra es abominable, es entregarse a la masacre. Por tanto, decimos no a la guerra contra Irak que EEUU quiere a toda costa, pero decimos sí a EEUU porque admite la posibilidad de una educación que salve realmente el deseo de paz y de justicia.
De alguna manera todos estamos derrotados mientras la sociedad humana se rija por los instintos en nombre de una justicia que no puede hacer justicia, pues para hacerla es preciso, por lo menos, aceptar corregirse. La cuestión acuciante es educar en esto. A causa del problema de la justicia, Cristo será siempre condenado y perseguido en su cuerpo real, que es la Iglesia. Por lo tanto, para un cristiano la forma más verdadera de ayudar al mundo para que sea más humano es acrecentar y extender lo más posible la noción de que el mundo sólo acabará cuando Cristo complete su «fermento», es decir, al final de los tiempos. Para toda la historia de la entera humanidad, la resurrección de Cristo es como una singular «bomba atómica» que empieza a afectar a la historia y seguirá haciéndolo hasta su culminación (afecta y dominará, porque el dominio será sólo al final). Por ello, el final de la historia no está en manos de los hombres; nadie lo puede poseer, permanece en el misterio del Padre.
El Papa ha afirmado que la guerra es un delito que brota del pecado original, vigente en el mundo a través de los pecados de nosotros los hombres. Por tanto, tomar el Rosario y rezar a la Virgen, como insistentemente pide Juan Pablo II, es suplicar que nuestros delitos sean los menos posibles. La idea fundamental es que madure en nosotros la vocación cristiana, en la que florece esa humanidad cuyo ejemplo es Cristo (sólo aquí culmina realmente la reflexión).