Homilía del Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid. IX Aniversario de la muerte de Mons. Luigi Giussani
y XXXII del Reconocimiento Pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Tenemos de nuevo la alegría de poder celebrar la Eucaristía en el noveno aniversario del fallecimiento de don Luigi Giussani, el fundador e iniciador de Comunión y Liberación. El recuerdo suyo nos lo ha retrotraído el responsable de España, don Ignacio Carbajosa, al comienzo de la historia de don Giussani, subiendo los escalones de un instituto de enseñanzas medias hace sesenta años.
Era la década de los años 50. Guardini acababa de publicar un libro sobre “El hombre incompleto”. La sensación de que Europa, su cultura, sus pueblos, al salir de la Segunda Guerra Mundial, no acababa de encontrar el camino del reconocimiento de lo que es el hombre, de lo que es ser hombre. Y menos el de la dignidad de la persona humana.
El problema se vivía con muchísimo dramatismo entre los estudiantes y la gente joven de aquella Europa que venía de la guerra. Los jóvenes de aquellos años no eran los jóvenes que habían luchado en los campos de batalla en toda Europa y en todo el mundo, Atlántico y Pacífico habían sido los dos grandes escenarios de terribles batallas con centenares de miles de soldados muertos, y millones de civiles heridos por los bombardeos, etc. El último gran bombardeo que puso fin a la guerra fue el de Hiroshima y Nagasaki con la bomba atómica.
Los jóvenes de los cincuenta éramos nosotros. Éramos nosotros jóvenes, pero ciertamente la preocupación por recuperar la dignidad y saber qué es ser hombre sí que estaba muy viva entre nosotros. Y estaba viva en general, pero estaba viva también en la Iglesia, entre los jóvenes católicos, entre los jóvenes que habíamos nacido de familias cristianas que nos habían educado en la fe.
Aquella inquietud no acababa de encontrar cauce para desarrollarse, para obtener respuesta satisfactoria a lo que ella implicaba dentro de sí misma. Ciertamente la unidad de Europa, la paz, dos conceptos estrechamente unidos entre sí, la sensación de los que vivíamos aquella época de la historia como jóvenes, universitarios ya, era como una especie de postulado esencial indiscutido para nosotros. También para los españoles, que nos parecía que el camino de España era distinto por un lado pero por otro no. Porque la antesala de la Segunda Guerra Mundial había sido la Guerra Civil española. Para nosotros Europa era también el proyecto, el horizonte de nuestras vidas.
En el fondo, la gran cuestión era qué es ser hombre, cómo se resuelven los grandes problemas del hombre de ese tiempo y de nuestro tiempo, y la gran pregunta era: ¿en qué consiste la dignidad de ser hombre y de ser persona? Las respuestas que se daban entonces eran dos, pongamos tres. Una era la del marxismo, la que se encontraba don Giussani en su instituto de Milán, que arrasaba. Arrasaba en la mente de los jóvenes, arrasaba en la vida social en Europa, sobre todo en la Europa del sur. Después estaba la respuesta ya mortecina y parecía que sin vigor histórico, la del liberalismo más o menos agnóstico, más o menos radical. Y luego se iniciaba una respuesta más o menos cristiana, que conectaba con nuestra gran tradición del derecho natural, que conectaba con la gran tradición de la Iglesia y de la historia del cristianismo en Europa, o quería hacerlo.
Entonces surgió la figura de un padre jesuita que era el padre Lombardi, no sé si tiene que ver con el Lombardi actual, que lanzó una especie de consigna para la Iglesia de entonces y que hizo suya el Papa Pío XII y que se llamaba “Por un mundo mejor”. ¿Con eso se respondía a la gran cuestión de la dignidad del hombre? ¿Por un mundo mejor? ¿Y en qué consiste, qué es un mundo mejor?
Cuando leíamos la primera lectura de la liturgia de la palabra, del capítulo primero de la carta de Santiago, que habla de que no hay que tener miedo a las pruebas, las pruebas ayudan a hacer más firme y madura la fe, pero que terminaba en esa especie de consideración de la dignidad del hombre a la luz del pobre. El que es pobre que no olvide su gran dignidad, y el que es rico que no olvide su pequeñez. La riqueza de este mundo pronto se va.
¿El mundo mejor de aquel entonces era un mundo más rico, más próspero? Lo fue, es evidente que lo fue. Entonces se empezó a hablar del milagro económico alemán, por ejemplo, que nos deslumbraba un poco a todos, como una respuesta al comunismo, a la propuesta marxista sobre el hombre. Tanto, tanto, que tocaba el nervio mismo de lo que quería y debía ser una respuesta cristiana a esa pregunta por un mundo mejor y por un hombre digno.
Don Giussani inició un camino verdaderamente cristiano para esa respuesta. A un hombre que busca su dignidad, que busca su salvación y que busca verdaderamente un mundo mejor. La respuesta era la de Cristo y su misterio de salvación. Lo que pasa es que entonces, como siempre, como desde los comienzos de la historia cristiana, tal como lo hemos visto reflejado en la lectura del Evangelio de hoy, los hombres buscan signos. Buscamos signos. Y sentimos la tentación de valorar y considerar esos signos según medidas humanas.
¿Has encontrado trabajo? Fantástico. ¿Ganas mucho dinero? Magnífico. ¿Tu familia va muy bien? Entonces, se gana dinero, no nos llevamos mal con nadie, hasta rezamos algo y vamos a misa el domingo. Qué bien. ¿Cuál es la medida de lo que significan los signos de Dios, el signo de Cristo, para la salvación del hombre? Para Santiago eran las pruebas, superadas, vividas con madurez y convertidas en una vida en la que el desprendimiento, la entrega, es la forma práctica de expresarla. Santiago evidentemente se había encontrado con ese signo último y definitivo de la cruz de Cristo. “Mirarán al que traspasaron”, dice un viejo profeta de Israel. Y eso fue lo que ocurrió para ver el signo que podía liberar al hombre y sacarlo de su miseria, y llevarlo a la alta dignidad para la que él ha nacido y para la que él está destinado, la de ser hijo de Dios.
Reconocer ese signo como el signo de los signos, signo verdadero para el hombre, cuesta. Cuesta y siempre se da la tentación, como con los que escucharon a Jesús entonces, en ese momento que acababan de vivir tan grande como el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, pero no les bastaba, sobre todo a los escribas y fariseos, no les bastaba ese signo. Quizá tampoco acababan de entenderlo bien. Querían signos de poder, signos de poder humano. Signos prodigiosos, de alguien que domina el mundo y las fuerzas de la naturaleza más allá de lo que los hombres normalmente consiguen. Consiguen y logran, como han conseguido.
Y el Señor les dijo: para esa generación no hay más signos, no hay otros signos. ¿Qué signos se dan? Los que se anunciaban: aquella multiplicación maravillosa de los panes y los peces, que adelantaba lo que iba a ser esa comida y esa bebida que se reparte infinitamente desde la cruz, o para siempre y siempre ya desde el altar de la Eucaristía. Ese es el signo. El signo de Dios que se compadece del hombre, que le ama misericordiosamente, que le busca, que se le entrega, que se hace camino para él, se hace luz para él como la verdad que ilumina todas sus tenebrosidades interiores y sus dudas intelectuales y sus preguntas de todo tipo. Sobre todo las que tienen que ver con la explicación del origen y el fin de la vida. ¿Qué es la vida? Qué es la vida, porque es el amor.
También nosotros, a estas alturas de la historia de la Iglesia y del mundo, siguiendo la estela de don Giussani y de la propuesta que él hace a los jóvenes de aquel instituto de Milán y que sigue haciéndola hasta hoy, y teniendo en cuenta esos acontecimientos de la vida de la Iglesia a los que se refería don Ignacio Carbajosa en las palabras de la monición de entrada –renuncia de Benedicto XVI, Papa Francisco, Evangelio de la alegría, gozo del Evangelio–, con la alegría del Evangelio tendríamos que decir: acerquémonos al hombre, a los jóvenes de nuestro tiempo, que no sé si estarían más confusos que los de los años 50, probablemente sí lo están, y que han perdido quizá en gran medida la conciencia de su dignidad y de su vocación de ser hombres. Lo cual, si se me permite hacer un paréntesis, tenemos en Europa cuatro siglos, o cinco, poniendo al hombre en el centro de nuestra filosofía, de nuestras reflexiones teóricas, de nuestra teología incluso, por supuesto del arte, etcétera. Parece que cada vez perdemos más al hombre mismo. La discusión sobre el aborto de estas semanas es realmente dramática. Que se pueda afirmar públicamente sin más reparos que una persona con malformaciones es mejor que muera que que viva le coloca a uno en el año 33 de la Alemania nacionalsocialista.
El hombre y los jóvenes de nuestro tiempo necesitan que se les transmita luz para que conozcan lo que son, lo que deben de ser y cuál es su vocación. Y para ello necesitan que les hagamos vivo y convincente el gran signo, el signo de la cruz de Cristo, que es gloriosa. Él ha resucitado. Abrazarse a la cruz nunca lleva a la desesperanza sino todo lo contrario. Nunca lleva a estilos de vida débiles, derrotados, desanimados, sino todo lo contrario. Porque es abrazarse a una cruz gloriosa que ha triunfado.
Celebremos la Eucaristía este año con esta invitación que la Palabra de Dios que hemos proclamado nos hace llegar a nosotros y vosotros, como Fraternidad de Comunión y Liberación. Vamos a ser portadores del signo de Cristo, de los signos que Él dio, del signo de la cruz gloriosa, del signo de su presencia eucarística, del signo que se hace realidad en un hombre que debe reconocer su dignidad o su vocación para vivir dignamente y para morir dignamente.
Recuerdo haber leído hace muchos años, no recuerdo al autor, un artículo en la edición alemana de la revista Communio, donde el autor decía: la medida de humanidad de una sociedad es la forma como trata a los trastornados mentales. Si se les trata reconociendo su dignidad, a pesar de su enorme pobreza exterior, es una sociedad que ha entendido lo que vale el signo de la cruz de Cristo. Los nazis los gaseaban, después decían que se habían muerto de pulmonía.
Pedimos a la Virgen, Nuestra Madre y Nuestra Señora, que nos ayude a reconocer el verdadero signo que es Su Hijo. Como ella lo hizo, con mucha humildad y mucha sencillez, y con una pobreza que era en el fondo riqueza, porque sabía ella muy bien lo que valía un hombre, y lo que valía ese Hombre al que ella había dado la carne y la sangre. Preservando la vida humana, naturalmente en cooperación con la acción de Dios creador y de Dios redentor. La humanidad de Cristo ya es fruto expreso y explícito del don del Espíritu Santo. Vamos a pedir también que nos duela el corazón cuando vemos a tanto joven y tanto hombre, pisoteada su dignidad, y que cuando se les quiere sacar de esa situación de rebajamiento y de humillación, lo que se le ofrezca es engaño, confusión, hundimiento de sí mismo, y no se le ofrezca el reconocimiento de su dignidad y su vocación, que es nada más y nada menos que la gloria de Dios.
Que así sea.