Cómo nos hacemos cristianos
Página UnoApuntes de una conversación de Luigi Giussani en la Basílica de San Antonio. Padua, 11 de febrero de 1994
Doy las gracias de corazón a la comunidad de los frailes por haberme invitado a venir aquí para sumergirme en esa ola de gracia que nació de las palabras de san Antonio, tal como me expresaba hace poco un especialista en el estudio de la vida del Santo. Enseguida me ha venido a la cabeza una frase de los primeros escritos cristianos, muy conocida para muchos de nosotros: «Buscad cada día el rostro de los santos para encontrar conforto en sus palabras»1. Por tanto, pido a san Antonio que ilumine nuestros rostros haciéndonos niños, sencillos, pobres de espíritu, como dice el santo evangelio –tal como ha iluminado el rostro de millones de personas que han frecuentado esta casa suya–, y que nuestro corazón, es decir, nuestra fe, halle conforto en las palabras que nos vamos a decir. Pues no queremos perder el tiempo y, sobre todo, necesitamos ser confortados, es decir, recibir esa fuerza que nace de los corazones unidos («con-forto» es la fuerza que nace de los corazones que se unen) en estos tiempos tristes en los que todo se confunde, todo tiende a confundirse y parece esfumarse, “desvanecerse”, en los que parece que ya no haya ninguna certeza.
Monseñor Manfredini, que llegaría a ser un gran obispo (durante algo menos de un año fue arzobispo de Bolonia, a donde llegó desde Piacenza), fue compañero mío de seminario. Recuerdo con viva impresión, como he contado muchas veces a mis amigos, lo que ocurrió una tarde mientras íbamos a la iglesia. Al toque de la campana todos corrimos escaleras abajo, las que están cerca de la capilla de teología del gran seminario de Venegono; nosotros dos nos habíamos quedado los últimos y por tanto corrimos más para alcanzar a los otros. En un momento dado, Manfredini me agarró el brazo y me detuvo; no sé cómo, le miré a la cara y me dijo estas palabras textuales: «Pensar en que Dios se hizo hombre... ¡es realmente algo de otro mundo!», sentí un escalofrío. Luego se me adelantó. El corazón de aquel compañero mío estaba colmado de emoción por el anuncio más grande que jamás haya resonado en este mundo.
En todo caso, alcanzando oídos atentos y oídos distraídos, tocando corazones disponibles y corazones airados, atravesando siglos de historia, este mensaje –si lo repetimos y lo miramos–, objetivamente, en sí mismo, es el mejor, el más humano, el mensaje más cargado de promesa y de esperanza que el hombre pueda escuchar. ¿Podemos imaginar un mensaje mejor que este, más cargado de esperanza que este? ¡No! Manfredini, mi compañero, lo sintió en el corazón, yo lo percibí mediante esa mano que me agarró el brazo, así, de repente, en las escaleras. «Pensar en que Dios se hizo hombre: ¡es realmente algo de otro mundo!». Y mientras él bajaba las escaleras más veloz que yo, precediéndome, yo le grité (“grité” como se podía gritar en ese momento de silencio): «Es algo de otro mundo, ¡en este mundo!». El tema que nos reúne esta tarde me recuerda fácilmente estas cosas, porque nos plantea la pregunta de “cómo nos hacemos cristianos”, es decir, cómo nace un movimiento de fe en los corazones, cómo puede renacer un movimiento de fe en los corazones.
Así que la palabra «corazón» es la primera que tenemos que cuidar, porque reconduce la fe a su origen, a aquel instante misterioso, aquel lugar misterioso, aquel punto misterioso en que el hombre dice: «Señor, creo en ti», y Dios dice: «Hombre, te quiero». El corazón es el lugar de las grandes preguntas: la pregunta por la verdad, por la justicia, la pregunta por el amor, la pregunta –y esta resume realmente todo– por la felicidad. El corazón, en el lenguaje bíblico, es este lugar de las grandes preguntas al que se reduce en el fondo esa breve palabra, más breve y más importante que todas las que podamos decir: la palabra yo. «De qué te sirve tener todo lo que quieres, todo lo que se te ocurre, todo, si luego pierdes tu yo, te pierdes a ti mismo?»2, dice Jesús en el Evangelio.
Todavía me acuerdo cuando estaba en el seminario leyendo un libro de padre Gemelli titulado El Franciscanismo: cada capítulo empezaba con una capitular miniada (la primera letra del capítulo era grande y estaba toda dibujada). Aquel capítulo comenzaba con la letra “Q” y la “Q” estaba llena de dibujos. Dentro del óvalo de la “Q” estaba la silueta de san Francisco de Asís, con los brazos extendidos y el rostro mirando hacia el cielo, ante un perfil lejano de montañas, tras las que surgía el sol, y el pedúnculo de la “Q” era un pajarito. La “Q” con la que empezaba el capítulo daba también inicio a una frase escrita en pequeño a los pies de la figura de san Francisco. Esta frase se me quedó grabada: Quid animo satis?3, ¿qué le basta, qué puede bastarle al corazón del hombre? El símbolo era claro: el hombre más ejemplar de la sensibilidad de nuestra estirpe, ante el panorama más bonito de la naturaleza y el sol naciente, sentía su alma abrirse de par en par, ensancharse, y sus brazos se abrían a imagen del sentimiento de su corazón. Parecía que nada faltase en aquel instante y, en cambio, todavía faltaba todo. «¿Qué puede bastarle al alma del hombre?». En efecto, el corazón del hombre es aquel lugar de nuestra existencia personal en el que se comprende que nosotros somos ese nivel de la naturaleza en el que ésta se convierte en una necesidad de relación con el infinito, necesidad de relación con Dios. Antes de llegar a esto, todo se viene abajo; antes de esta orilla eterna e infinita, todo se derrumba, incluso el rostro de la persona amada se hunde, incluso lo que más poseemos se nos escapa de las manos y «¡más lo que más me plugo!», escribía una poetisa amiga de Giosuè Carducci: «Y más lo que más me plugo»4.
Quizás el nexo lógico no resulte inmediato, pero uno de los primeros días de estancia en mi estudio de Vía Statuto –que me ofreció monseñor Pignedoli al comienzo de la vida de mi movimiento de jóvenes estudiantes–, vino a verme el padre de una chica que yo ya conocía y que estudiaba magisterio en Milán. Era un señor muy distinguido. Se paró en la puerta, azarado; luego rompió a llorar y me dijo: «Perdóneme, padre, pero cuando mi hija [que había enfermado de cáncer irreversiblemente] me toma la mano, me la aprieta y me dice: “Papá, ¿por qué no encuentras a alguien que me cure?”, para mí es un suplicio insoportable». ¡Absolutamente insoportable! ¡Pero aquella niña y aquel hombre no sufrieron una injusticia –Dios vino y murió en la cruz!–, la madre que dio la vida a ese hombre y la madre que dio la vida a esa niña no dieron a luz en vano a estos dos hijos, porque eran personas destinadas al Infinito, a lo Eterno, a lo eterno que es Dios, a la infinita relación con Dios! Y ahora están ciertamente allá, aquí, dondequiera, esperándome, ahora nos ven. Es lo que pensé hace muchos años, el día del entierro de mi pobre padre, al que quería muchísimo. Ya tenía algunos amigos, vinieron conmigo un centenar de chicos desde Milán. La idea que me más me impresionó mientras seguía el féretro fue: «Ahora tú me ves, ves mis pensamientos, me ves en mi alma».
La palabra corazón indica la esencia de la personalidad, la naturaleza del hombre, indica la esencia del yo humano que, en la naturaleza y en la historia del mundo, es el fenómeno «hecho para el infinito», el acontecimiento de una relación con Dios, con el infinito. ¿Por qué recuerdo estas cosas? Porque el corazón es conciencia de una realidad que necesita para ser él mismo; el corazón es conciencia de una realidad, es decir, de Dios, que él necesita para ser él mismo. Aquel padre, para ser él mismo, aunque no lo pensó en aquel momento, necesitaba de Otro, necesitaba precisamente de Aquel contra quien quizás tenía la tentación de blasfemar con motivo de la enfermedad de su pobre hija. El corazón es conciencia de una realidad que el alma del hombre tiene que reconocer para ser ella misma, que la persona humana tiene que alcanzar para ser ella misma: tiene que cumplirse aquella relación con el infinito por la que “suspira” nuestro corazón, por la que suspira la esencia de nuestro yo. Esta es la religiosidad que tenemos que vivir para poder entender a Cristo. Para entender a Cristo hace falta que esta religiosidad –que coincide con la situación original y natural en la que Dios, mediante nuestra madre, nos ha creado– subsista en nosotros, esté viva en nosotros. Sin esta religiosidad no se comprende tampoco a Cristo, se nos hace demasiado difícil admitir a Cristo.
El hombre –decía el Papa en la Redemptor hominis– es un ser incomprensible para sí mismo5. Sin admitir, reconocer, tratar de vivir y adorar la gran presencia del misterio de Dios, el hombre es un ser incomprensible para sí mismo. El Papa se hacía eco de una frase del filósofo Pascal, cuando afirmaba que el hombre supera infinitamente al hombre6: es relación con el infinito (tanto el Papa como mi madre limpiando su casa, un rey como un ama de casa, un niño que hace su primera confesión como yo, anciano; ¡exactamente igual!).
San Pablo, en una ocasión, fue a discutir al lugar de la ciudad de Atenas donde se reunían todos los grandes filósofos, los grandes políticos de entonces, y en su discurso sobre la religiosidad del hombre dijo que el hombre busca el sentido de su vida, es decir, Dios, el Otro, sin el cual no se entiende a sí mismo, busca a Dios «como a tientas»7, en la noche, a oscuras. Probad a imaginar si hubiéramos nacido en la oscuridad, si no hubiéramos visto nunca la luz, y sólo conociéramos a tientas las cosas, avanzáramos a ciegas: ¡qué distinta sería la realidad de como es!; nos faltaría cualquier posibilidad de realismo; ¡cuántas imágenes y pesadillas podríamos construir a partir de ese palpar vano, ciego, incompleto!
Imaginemos entonces la humanidad… Lo pensé cuando vi en Milán a los representantes de trescientas religiones convocados por el cardenal de Milán para afirmar el valor de la unidad entre los hombres y de la paz en el mundo8: trescientos, tantas cabezas, tantas opiniones, tantas formas de pensar en este misterio del que todo evidentemente nace, porque nosotros no hemos hecho nada, no nos hicimos ni siquiera a nosotros mismos, no nos hacemos ni siquiera a nosotros mismos ahora. Imaginemos que en una amalgama así de imágenes sobre el origen y el sentido de la propia vida, en esta confusión tremenda, tenemos que decirlo –a los chicos les digo a menudo que el mundo humano es como una gran plaza donde todos se afanan por construir una especie de escalera para subir arriba, arriba, para llegar a ver qué hay en el fondo de las cosas o en el origen de las cosas–, de repente, suceda algo extraordinario, el hecho al que aludía mi compañero de seminario, Manfredini: un hombre, un ser humano que fue niño, que jugaba de pequeño, que mamó la leche de su madre, que tenía amigos, que alguna vez se salía con alguna de las suyas demostrando una inteligencia tan excepcional que dejaba a todo el mundo anonadado, también a los sabios, a los doctores del Templo, que, llegado a la madurez, en medio de todo el pueblo, osó decir: «Yo soy el camino, la verdad, la vida»9. Un acontecimiento, pues, absolutamente imprevisible, impensable, no deducible de factores precedentes, porque su padre y su madre fueron dos seres humanos como todos los demás. Y además es realmente el único, el único caso en la historia, porque los profetas o los genios religiosos, teniendo un fuerte sentido de la diferencia entre el hombre y Dios, tienen una profunda percepción de su límite, de su indignidad. Como mucho, cuando son grandes genios, especialmente los profetas que Dios envía al mundo, dicen: «Este es el camino para ir a la verdad». A nadie se le ocurriría jamás decir: «Yo soy el camino, la verdad, la vida».
¿Y si hubiera un hombre que dijera esto? Aconteció, hubo un hombre así, fue un acontecimiento imprevisto, imprevisible, que no fue consecuencia de sus antecedentes. Y para quien lo encontró, ¡qué maravilla, qué asombro, que impresión causó! La impresión de una excepcionalidad sin par. Es exactamente lo que experimentaron quienes le vieron por primera vez cuando decidió darse a conocer.
Lo narra un pasaje del Evangelio que yo leo casi todos los días, el primer capítulo del evangelio de san Juan10. Ahí se cuenta la escena de Juan el Bautista que, presintiendo la llegada del Mesías, recorría el desierto cercano a Jerusalén predicando que era inminente el momento en que Dios cumpliría su promesa. Y toda la gente iba a escucharle, también los escribas y los fariseos, también los jefes del pueblo. Imaginémonos, entre toda la gente que fue al Jordán aquella mañana, dos que venían de lejos, de una aldea muy lejana. Eran dos tipos sencillos, dos pescadores; estuvieron ahí con la boca abierta escuchando a Juan el Bautista. En un momento determinado, un joven sale de entre el grupo, se aparta y va por la senda que discurre junto al río. De repente, el profeta Juan Bautista cambia, interrumpe su discurso y, señalando a aquel hombre que se estaba yendo, grita: «He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo, he aquí la salvación del mundo». Acostumbrados a que de vez en cuando el profeta estallara en frases que ellos no entendían, en frases misteriosas, nadie le hizo caso. Pero aquellos dos, sencillos, atentos a lo que el Bautista decía, captaron la señal, percibieron su gesto y se apresuraron a seguir a aquel joven hombre que se estaba yendo. Se fueron tras él. Lo siguieron durante un rato y no se atrevían, no sabían qué hacer, hasta que él, aquel hombre, se dio la vuelta y les dijo: «¿Qué buscáis?». «Maestro, ¿dónde vives?». «Venid y lo veréis». Fueron y se quedaron con él todo aquel día. Era más o menos la hora décima. El evangelio anota el momento exacto en que él se dio a conocer, cuando le vieron y empezaron a seguirle: «Era más o menos la hora décima». Es como una nota, un apunte redactado de memoria por uno de aquellos dos, Juan, el más joven; el otro, Andrés, estaba ya casado. Pero nos imaginamos a aquellos dos, a aquellos dos jóvenes, aquellos dos hombres, que estuvieron horas escuchando a aquel hombre, mirando hablar a aquel hombre. De lo que dijo no sé lo que entenderían, pero le vieron hablar de una manera que les transformó. Fue algo nunca visto, nunca oído, jamás habían oído una voz igual, jamás habían escuchado algo parecido, aunque no entendían bien y algunas cosas las reducían a lo que tenían en la cabeza, por ejemplo cuando él dijo: «Yo soy el Mesías». Pero, sobre todo, se sentían transformados por él. ¿Os dais cuenta de cómo volverían por la tarde, cómo llegaron a sus casas? Es fácil pensar que andarían todo el camino en silencio. Y luego, de regreso a casa, el rostro de Andrés era tan distinto, que la mujer le dijo: «Pero, ¿qué te pasa esta noche?». Y Andrés, sin contestar nada, la abrazó, la abrazó de una manera que casi le dio miedo, porque no la había estrechado nunca con un abrazo tan fuerte y tierno, tan verdadero. Así es, la relación con aquel hombre daba este resultado, producía una transformación: uno ya no era como antes, se podía equivocar igual que antes, más que antes, pero era distinto a como era antes.
Iba por un camino con sus primeros amigos, la senda era estrecha y venía por el otro lado un cortejo fúnebre de un joven, hijo de madre viuda. Detrás, la madre que “chillaba”, gritaba, lloraba. Y Cristo, aquel hombre, da un paso hacia ella y le dice: «Mujer, no llores». Parece una broma decir «Mujer, no llores» a una madre que va detrás del féretro de su hijo único11. Sin embargo no fue una broma. ¡Quién sabe qué haría aquel hombre, cómo lo haría! He aquí, tal vez cómo hizo: ¡fue algo excepcional! Fijaos en que nuestro corazón, que está hecho para el infinito, necesita ante todo de lo excepcional: para poder respirar, para poder afrontar, para poder resistir, para poder vivir realmente, necesita lo excepcional. Lo excepcional debería ser cotidiano. Lo excepcional, es decir, lo que corresponde realmente a lo que somos, lo que corresponde realmente a nuestro corazón (uno no entiende cómo, pero corresponde realmente al corazón), lo que corresponde realmente al corazón no sucede nunca, es algo “super-excepcional”. Con aquel hombre ocurrió así: su modo de hablar, de mirar, correspondió intensamente al corazón, fue excepcional: «Mujer, no llores».
O cuando quizás caminando por la calle vio en la acera a una pecadora, una de las más conocidas pecadoras de la ciudad: una mirada, y después de unos días esa mujer estaba inclinada hacia sus pies y los lavaba con sus lágrimas12. Pero el evangelio no añade palabras o frases, tenemos que identificarnos nosotros con esta situación. ¿Qué ocurrió de veras? Ocurrió un acontecimiento: un hombre excepcional, irreducible a cualquier esquema nuestro, que transformaba a quien se encontraba con él.
En otra ocasión fue el jefe de la mafia de un país, de una “gran ciudad”, como se dice hoy: Jericó. Él, decía, era el jefe de la mafia, el jefe de los aduaneros, un vendido a los romanos. Oyó decir que Jesús estaba en el pueblo, porque todos hablaban de él. Pasó por delante de la muchedumbre y se encaramó a un sicómoro, un árbol no muy alto, para poder verle pasar, porque era demasiado bajo. La muchedumbre se arrima, Jesús está hablando; luego avanza, llega ahí delante de él, se para: «Zaqueo, baja, yo te aprecio, quiero hospedarme en tu casa. Vete a casa y espérame, porque voy a verte». No se qué haría después Zaqueo en la vida, puede que se equivocase más que antes, pero lo que se grabó en su alma durante toda su vida, el hecho al que su corazón se agarraba, en la esperanza y en el dolor, en el arrepentimiento y en la expiación, era el recuerdo de aquel instante, el instante en que aquel hombre le miró y le dijo: «Zaqueo»13. Pero, ¿hemos reparado alguna vez en que a cada uno de nosotros le ocurre tal cual y somos tan despistados que no nos enteramos?
...Además, tenía un poder “extraño” sobre las cosas. La naturaleza le obedecía como si fuera su dueño. La noche en la que fueron a pescar, él estaba tan cansado que se durmió en la popa. Se levantó un fuerte viento y el barco estuvo a punto de hundirse; dudaban qué hacer, pero en un momento dado decidieron despertarle y le dijeron: «Maestro, ¡sálvanos, que nos hundimos!» y él se levantó, increpó al viento y al mar y se hizo de repente una gran bonanza. Entonces, los suyos, sus amigos, los que ya sabían quién era –conocían a su madre, iban con él todos los días; ya iban con él casi todos los días, eran ya familiares en su casa–, atemorizados se decían: «Pero, ¿quién es este?»14. Cómo que ¿quién es ése? Sabéis quién es su padre, quién es su madre, vais a su casa, ¡sabéis perfectamente quién es! Era tan extraordinaria la excepcionalidad de aquel hombre que todo lo que sabían se les quedaba corto, no explicaba lo que veían: era realmente algo misterioso, era un misterio.
Y no son sólo los milagros que llenan las páginas de los evangelios; era “otro” milagro lo que realizaba aquel hombre, el que realizó con Zaqueo, el que realizó con la pecadora: el perdón. Porque el hombre es incapaz de perdón; no existen una madre ni un padre que puedan, que sean capaces de perdonar. Para nosotros el perdón es olvidar; para nosotros el perdón es ocultar; para nosotros perdonar es pasar, para nosotros perdonar es tratar de olvidar. Aquí, perdonar fue hacer renacer –lo comentaba antes–, fue transformar.
¿Por qué digo todas estas cosas? Pensad en la última cena, en su último discurso, largo, todos callados, pasajes preciosos, pasajes duros, miedos, esperanzas, pensamientos que acudían a sus almas: en un momento dado ese hombre se atreve a decir: «Sin mí no podéis hacer nada»15. ¡Éste es Dios! Sí, éste es Dios. Me lo dice a mí y a ti, hermano o hermana. San Antonio lo sintió mejor que tú y que yo, pedimos sobre todo a san Antonio para que nos lo haga entender: «Sin mí no podéis hacer nada». Un acontecimiento, un hombre que dice ser Dios: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»16, yo soy Dios, yo soy el Misterio que hace todas las cosas, yo soy el principio, yo soy el fin que tienen todas las cosas, yo soy el sentido de tu aspiración a la felicidad, a la verdad, a la justicia, al amor, que constituyen el núcleo de tu yo, la naturaleza de tu yo, tu corazón. Es decir, nuestra religiosidad natural se encuentra con un acontecimiento de la historia por el cual un hombre, nacido de las entrañas de una chica de quince o dieciséis años, llega a decir: «Yo soy Dios».
En una novela de un escritor que no llegó a creer, o que creía que no creía, que se llama Kafka, en un momento dado leemos: «El que no hemos visto nunca pero que esperamos con verdadera ansia, aunque razonablemente ha sido considerado inalcanzable [desde el punto de vista de la razón es inalcanzable, inalcanzable para el hombre], helo aquí, sentado»17. En el pozo con la Samaritana, ¿no fue así? Mientras comía con los otros, ¿no fue así? «Helo aquí, sentado».
La vida del hombre después de este acontecimiento, tras el encuentro con este Jesús de Nazaret, se convierte en un camino. Para Andrés y Juan, después de verle, la vida fue un camino con él, su vida se convirtió en un camino. Ya estuviese él o no, fue un camino con él, por él, hacia lo que él decía. La vida era un camino. La vida como camino: se dice también la vida como moral, una tensión a una perfección, a un cumplimiento de sí en parte ya experimentado, a una bondad, a una verdad, a una justicia, a una delicadeza, a una exactitud, a una fidelidad que es como el reflejo de lo eterno. La vida se convierte en un camino, que no mana de nuestra voluntad o de una energía instintiva, de nuestro deseo de ser dignos, de nuestra magnanimidad, como dijeron los antiguos filósofos: es un camino que nace del amor a Cristo, del amor a este hombre. Nace la vida como camino, como moral, como ascesis, como tensión al bien, no por la fuerza de la voluntad, apoyada en la fuerza de nuestra voluntad o de nuestro instinto de magnanimidad, ¡no! Nace del amor a Cristo. Por tanto, es un camino que también se recorre a raíz del pecado.
Dice el Salmo 129 («De profundis»): «Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resisitir?». O, como dice un pasaje del himno que nosotros, lo sacerdotes, rezamos en la primera semana del breviario, en maitines: «Sin ti, nos hundimos en el vórtice profundo de los pecados y de las tinieblas»18, ignorancia y maldad: pequeña, tanto que no se ve; grande, tanto que nos desconcierta; sutil, tanto que nos corta, pero no nos percatamos de la sangre que perdemos; grave, como una herida que vomita sangre; mortal. Venial o mortal, sin Ti nos hundimos en el vórtice profundo de las aguas del pecado y de la tiniebla. Sin Ti no vemos realmente el origen de nada, no comprendemos el sentido de nada. Pero contigo caminamos por la senda de la virtud, dentro de un camino de conocimiento. Por ello san Pablo dijo: «Yo no juzgo a nadie». Nadie puede juzgar al hermano, nadie. «No juzgo a nadie; ni siquiera a mí mismo»19, es Dios quien juzga.
Jesús, aquel hombre, dice: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos»20. Dios mío, ¡perfectos como el Padre!, sed perfectos como el Padre, como el infinito misterio, ¡la perfección absoluta! Pero otro pasaje del evangelio aclara el sentido del término «perfecto»: «Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre»21. No hay diferencia. Si la perfección es la misericordia, de perfección somos incapaces y de misericordia somos incapaces, pero caminamos con Él como un niño que mira a su padre y le toma la mano y con su padre entra dentro de la oscuridad del bosque y supera todos los obstáculos del camino. Es un camino en el que también está el pecado. Pero es abolida la medida como factor de juicio sobre el tiempo que el hombre vive. Es abolida cualquier medida. En lugar de la medida («somos capaces, no somos capaces; somos buenos, no somos buenos»), la gratuidad: ¡es el corazón que se transforma en deseo de gratuidad, la gran imitación de la misericordia, el gran principio, comienzo apenas señalado de la perfección, la gratuidad! ¡La gratuidad!
Vayamos al último pasaje del Evangelio. Los apóstoles, en grupo, están volviendo con el barco vacío: no han pescado ni un pez, y han echado las redes toda la noche. Cuando ya amanecía, ven una silueta moverse en la playa, todavía lejana: «¡Es un fantasma!». En cambio Juan, fijando su mirada, exclama: «Es el maestro». Entonces san Pedro, a toda prisa, se lanzó al mar y en pocas brazadas alcanzó la orilla. Era realmente el maestro, que había asado peces para ellos. Mientras tanto, llegan los otros, arrastrando la red llena de peces, porque siguieron lo que él le había ordenado: «Echad las redes por el otro lado», otro milagro. Están allí, todos alrededor de aquel hombre, y nadie osa hablar, porque es evidente que es el maestro. Mientras tanto él dice: «Vamos a comer». Y ellos, recostados, sentados por tierra, comen. Jesús se vuelve hacia Simón, hijo de Juan, que está sentado a su lado. No le dice: «Simón, ¿vas a traicionarme otra vez?», «Simón, ¿vas a tentarme como aquella vez en que tuve que decirte: “Apárate de mí, Satanás”?», «Simón, te avergonzarás todavía de mí como ante aquella sierva de Pilatos?», «Simón, ¿seguirás con tus errores, haciendo de las tuyas?». No le dice nada de todo esto, nada. Lo mira y le dice: «Simón, ¿me quieres?». «Señor, tú lo sabes todo –respondió por tercera vez Simón–, tú sabes que te quiero». Esta respuesta impulsiva indica el reconocimiento de una pertenencia: «Señor, te pertenezco». «Sí, yo te pertenezco; Señor, soy tuyo; yo, pecador, puedo decir: soy tuyo aunque soy un pecador, ningún error puede impedirme ser tuyo»22. Esta es la clave de una transformación personal profunda que, en un camino de fidelidad, se va dando como Dios quiere. Y no se puede medir, no se puede perder el tiempo en medir. Este es, pues, el milagro: no tanto que el hombre logre realizar la correspondencia entre lo que hace y sus ideales, sino que reconozca y ame a un hombre concreto, histórico, en el que se da la correspondencia con lo divino, la identidad con lo divino. Este es “el” milagro en el mundo: que un hombre ame a Cristo.
Cuenta la Madre Teresa de Calcuta en una entrevista: «Una vez recogimos en la calle a un hombre desahuciado y lo llevamos a nuestra casa. ¿Y qué dijo ese hombre? No masculló, no blasfemó, dijo solamente: “He vivido en la calle como un animal y voy a morir como un ángel, cuidado y querido”. Tardamos tres horas en limpiarlo. Luego, miró a las monjas: “Hermana, voy a volver a la casa de Dios”. Jamás habíamos visto una sonrisa como la que resplandecía en la cara de aquel hombre». El cristianismo ha traído a la tierra esta posibilidad, Su presencia trae consigo esta posibilidad. A continuación, le pregunta el periodista: «¿Cómo podéis hacer tan grandes sacrificios casi sin esfuerzo?», y la Madre Teresa le contesta: «Es a Jesús a quien le hacemos todo esto, nosotras amamos a Jesús»23. Por ello, justamente, el cardenal Hamer escribe: «De este modo un Hecho acontecido hace dos mil años es –¡qué paradoja!– la novedad más clamorosa e interesante en el hoy de tantos jóvenes»24. En el hoy de la Madre Teresa, o en el nuestro. Madre Teresa no es una joven, pero ciertamente es joven de corazón.
«La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente lo sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción»25, escribe santo Tomás de Aquino. Ante tu mujer o tu marido, mujer a quien amas y a quien te has mantenido fiel, puedes decir: «Sí, Señor, yo te quiero», igual que Simón Pedro. Una cosa no se contradice con la otra, no es una comparación entre dos cosas distintas, es algo que está en la raíz del amor a la mujer, que lo sustenta, que lo ha sustentado. Y si no has sido fiel, si te cuesta la relación con tu mujer, puedes decir: «Señor, tú sabes que yo te quiero», sin ningún equívoco. «En la experiencia de un gran amor –dice Guardini– todo lo que sucede [todo lo que sucede: un niño que nace, la mujer, el dolor de estómago, la curación, el sol y la lluvia, todo lo que se nos da] se convierte en un acontecimiento en su ámbito»26. Todo es afrontado en virtud del amor a Cristo, con ese amor a Cristo que subyace a la actitud que tenemos ante cada cosa.
Por tanto, el método para ser cristianos, para convertirse en cristianos, para hacerse cristianos, es simple. El método tiene su origen en la fe: la fe es el reconocimiento de una presencia excepcional, inexplicable, que tiene que ver con nuestro destino, que advertimos conexa con nuestro destino. El método para hacerse cristianos tiene origen en la fe, que es el reconocimiento, en la misma vida, de una presencia excepcional que tiene que ver con nuestro destino. Alguien que vea a la Madre Teresa de Calcuta, ve en ella a esta presencia excepcional, pero esta Presencia no es ella; se comprende que está en ella pero que no es ella. Es lo que todos estamos llamados a hacer, todos; de modo que otros, viéndonos, entiendan que –pecadores como todos– llevamos dentro algo excepcional, algo que viene de un origen excepcional: «Yo te quiero, oh Cristo». También yo, pecador más que todos los demás, puedo decirte: «Te quiero, oh Cristo».
Acabo con una frase del mismo escritor que he citado antes, Kafka. Pero fijaos en por qué lo cito, por qué razón: «Aunque la salvación [el sentido de la vida] no llegue [era ateo], quiero ser digno de ella en cada momento»27. ¡Qué grandeza, qué magnanimidad, qué estoicidad! Es grande: lo dijo en serio. Para él fue así. «Aunque la salvación no llegue, quiero ser digno de ella en cada momento»; porque si uno no trata de ser digno de la salvación en cada instante, aunque no llegue, deja de ser un hombre. Porque el hombre es un corazón que desea y aspira, que está hecho para la felicidad, la verdad, la justicia y el amor. Entonces uno, en cada momento, trata de ser digno de esta aspiración, aunque no llegue la respuesta. Pero Kafka comete un error. Si estuviésemos en clase, preguntaría: «Quién sabe contestar a esta pregunta: chicos, ¿en qué se equivoca Kafka?». En esto: que vive en cada momento de tal manera que pueda ser digno de la salvación, pero no pide la salvación, no la suplica, no la mendiga. Esta es la última palabra que os dejo: «Mendigar».
Somos todo lo pecadores que queráis, pero mendigamos. «Sí, Señor, yo te quiero», vivo mendigando de Ti la capacidad de progresar, de aguantar, de ser fiel, de continuar, te pido a Ti la capacidad de quererte. Porque de nosotros no viene nada, todo nos viene de Él, de este hombre que nació de la Virgen María hace dos mil años y que está presente ahora: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»28, ¡todos los días hasta el fin del mundo! Y está presente y se deja entrever a través de la humanidad excepcional que realiza en quien cree en Él. Por muy pequeños que seamos, si creemos en Él, si decimos: «Te quiero, Señor», ocurre algo en nosotros, por lo cual otro, viéndolo, nos dice: «¿Cómo puedes ser así?, ¿porqué eres así?». Y la transformación más grande, la excepcionalidad más grandiosa es un hombre que mendiga al Misterio poder conocerle, quererle y servirle: mendiga. Es pedir. Rezar es sólo pedir, mendigar de Dios la capacidad de repetir la frase de Pedro: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Y, seamos lo que seamos, esto lo puede repetir cualquiera de nosotros, en cualquier estado de ánimo que se encuentre.
Notas
1 Cf. Didaché, IV, 2.
2 Cf. Mc 8,36; Lc 9,25.
3 Cf. A. Gemelli, Il Francescanesimo, Ed. O.R., Milán 1932, cap. XIII.
4 O. Mazzoni, Il bene perduto, en Noi peccatori: liriche, Zanichelli, Bolonia 1930, p. 72.
5 Cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, II, 10.
6 Cf. B. Pascal, Pensieri, n. 267, Guaraldi, Rímini 1995, p. 162 (Pensamientos).
7 Hch 17,27.
8 Se hace referencia a una procesión de carácter ecuménico celebrada en Milán en septiembre de 1993, en la que participó el cardenal Martini junto con algunos centenares de jefes religiosos.
9 Jn 14,6.
10 Cf. Jn 1,35-39.
11 Cf. Lc 7,11-17.
12 Cf. Lc 7,36-38.
13 Cf. Lc 19,1-10.
14 Cf. Mt 8,23; Mc 4,35-41; Lc 8, 22-25.
15 Jn 15,5.
16 Jn 14,6.
17 Cf. F. Kafka, Il castello, Guaraldi, Rímini 1995, pp. 297-298.
18 Himno del martes del Oficio de Lecturas, en Liturgia de las Horas según el rito romano, IV.
19 Cf. ICo 4, 3-5.
20 Cf. Mt 5,48.
21 Lc 6,36.
22 Cf. Jn 21,1-17.
23 Cf. Madre Teresa de Calcuta, "Vino un hombre y me dijo: "Mi hijo único se muere"", en Il Sabato, n. 5, 1 de febrero de 1986, p. 8.
24 J.J. Hamer, Introducción a L. Giussani, Está, porque actúa, Encuentro 1994, p. 7.
25 Santo Tomás de Aquino, Segunda segundae, en Summa Theologicae, q. 179, art.1.
26 R. Guardini, La esencia del cristianismo, Morcelliana, Brescia 1980, p. 12.
27 Cf. F. Kafka, Diario. I, 1910-1923, Mondadori, Milán 1960, p. 232.
28 Mt 28,20.