Arrogancia o alegría
Capaneo era fuerte y arrogante. Durante el asedio de Tebas, proclamó que ni siquiera Zeus podría evitar su victoria. Zeus respondió con un rayo, que lo aplastó. Lo explica Esquilo. Capaneo reaparece en la Comedia de Dante (Infierno, C. XIV): soporta una eterna lluvia de fuego y sigue maldiciendo a Dios.
Alberto Savorana reporta indirectamente el mito de Capaneo en su monumental biografía de Don Giussani, el fundador de Comunione e Liberazione (Luigi Giussani: su vida. Ed. Encuentro, 2015), que presentamos el otro día en Barcelona. He aquí la anécdota: un chico visita el confesionario del joven cura Giussani para decirle: “Mire, yo no creo, vengo a la fuerza: mi madre me obliga”. Conversan un rato y, buen alumno de letras, el chico cita a Capaneo. “No puede negar que la verdadera estatura del hombre es la de Capaneo, el gigante que desafía a Dios diciendo: ‘Yo no puedo liberarme de las cadenas con las que me tienes preso, pero no puedes impedir que te maldiga’. Esta es la verdadera altura del hombre”. Tras unos segundos de vacilación, Giussani responde: “Pero ¿no es más grande aún amar el infinito?”. El chico se larga, pero al cabo de unos meses regresa diciendo: me está royendo por dentro como la carcoma su frase: “¿No es más grande aún amar el infinito?”.
La anécdota es una de las que reporta la colosal biografía que ha escrito Savorana, director de la revista Huellas y portavoz de Comunione e Liberazione. Si la he elegido entre mil es porque determinó un giro en la vida de Don Giussani: abandonando la carrera de estudioso, se dedicó a los jóvenes. En contacto con los escolares se da cuenta de que, en una época de omnipresencia católica, los chicos ignoran por completo la fe. Entre los católicos se da por hecho que los principales escollos de la fe son externos: materialismo, laicismo, relativismo, hedonismo. Pero Giussani detecta que el escollo principal es el propio catolicismo: y es que para la mayor parte de los bautizados, la fe no responde a una motivación interna, no incide en el comportamiento y abona el clima de escepticismo en el que fructifican las ideologías que la suplantan.
“No vivo en vano: es mi obsesión”. Esta idea que regía la vida de Don Giussani se convirtió en el corazón de Comunión y Liberación (CL). Una vida con sentido, exprimida sin pausa en el descubrimiento Cristo, el amigo que la revolucionó. CL no es un movimiento eclesial más, no busca reformar la iglesia. Busca confrontarse con la realidad de un mundo cambiante y en proceso de laicización. Un mundo nominalmente cristiano pero que prescinde de la fe en todo lo que es vital: amor, estudio, trabajo, política, diversión.
En plena ebullición de la izquierda universitaria, una corriente cristiana se atrevió a abanderar la liberación como complemento de la comunión. Los cielini (por las siglas de CL) fueron caricaturizados como el brazo estudiantil democristiano; pero, si bien cometieron algunos errores en este sentido, su movimiento persiste por la naturalidad con que experimentan la fe como presencia iluminadora de la vida.
“¡Cristo no está en el cielo entre las legiones de ángeles y en la tierra indica los valores morales que se deben observar! Cristo está dentro de mi relación con cualquier cosa, con cualquier persona, en cualquier caso (...). ¡La relación con la gente y con las cosas es una lente que refleja la presencia, una presencia!”. Para Giussani, la experiencia cristiana no puede descansar tan sólo en la tradición, ya deshilachada, sino en la presencia de Cristo, entendida como el reconocimiento del otro y, por consiguiente, en la vivencia comunitaria.
La obediencia a Cristo y la Iglesia caracterizó su vida. Tanto que, antes de morir, decía a su hermana Livia: “Recuerda que he obedecido, siempre he obedecido”. Podríamos describir la obediencia como la línea roja que separa la premodernidad de la modernidad. El hombre contemporáneo, como Capaneo, no quiere obedecer. Maldice o prescinde de Dios. Quiere ser Dios, aunque generalmente es esclavo de objetos, pasiones, ideologías. Ahora bien, la obediencia de Giussani no apela a un Dios abstracto, sino a la presencia del otro. La obediencia cristiana –sugiere– no es sumisión, sino amor, no es acatamiento sino alegría por cada instante de encuentro con el otro. La vivencia del instante, al cultivarse como semilla, convierte la alegría en un esbozo del infinito.